Cuadernillo de Lengua y Literatura - Escuela Hicken

2 Mar 2016 ... La argumentación tiene el propósito de convencer o persuadir al receptor para que acepte una idea o .... necesario volver a las profund...

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Lengua y literatura 3°

Cuadernillo de Lengua y Literatura Curso 3° Turno mañana Profesora María Virginia Gallo Índice La argumentación en la literatura Eje temático: Lugares Abiertos 1. En la naturaleza de Marie Colmont 2. Selección de poemas de Juan L. Ortiz 3. Selección de poemas de Diana Bellesi Cerrados 1. Los sorias de Alberto Laiseca (fragmentos) 2. Una fecha fácil de Cristian Godoy 3. Oriente de Laura Ormando 4. Acapulco de Cristian Godoy Reseña literaria Eje temático: Prejuicios, discriminación y marginación. 1. Cuentos negreros de Marcelino Freire 2. Fábrica de hacer villanos de Ferréz 3. Deslumbramiento de Truman Capote 4. Ojo de loca no se equivoca de Pedro Lembel Entrevista Anexo gramatical

Pág. 2 Pág. 4 Pág. 4 Pág. 7 Pág. 10 Pág. 14 Pág. 20 Pág. 23 Pág. 25 Pág. 28 Pág. 34 Pág. 34 Pág. 37 Pág. 40 Pág. 46 Pág. 49 Pág. 54

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La argumentación en literatura La intrusa Pedro Orgambide (1929-2003) En La buena gente, Buenos Aires: Sudamericana, 1970. Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día en que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel carbónico. El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a ésa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas* a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, Señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González - me dijo el Gerente - lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir* de sus servicios". Veinte años, Señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería*. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice. *Ínfulas: presunción, vanidad. *Prescindir: evitar algo o privarse de ello. *Alcahuetería: acto de delatar a otro para perjudicarlo.

Actividad 1.

Tachen las opciones que no correspondan: El título alude a: una nueva compañera/ una nueva herramienta/ una nueva jefa. 2. Escriban en sus carpetas los términos que emplea el narrador de ―La intrusa‖ para designar a la causante de sus males; indiquen a qué clase de palabras pertenecen y expliquen sus significados. 3. Reemplacen las siguientes frases del cuento de Orgambide por otras de significado equivalente ―… con la frente bien alta…‖______________________________________________________________ ―… la empresa ha decidido prescindir de sus servicios…‖_____________________________________

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Argumentos para convencer 1. Comenten lo que suponen que ocurrió en el cuento ―La intrusa‖ entre el episodio que narra el protagonista y el momento de narración. 2. Copien las palabras o las frases del texto que imitan el discurso oral _________________________________________________________________________________________ _________________________________________________________________________________________ 3. Analicen la situación de comunicación representada en el cuento. Mencionen los personajes que encarnan al emisor y al receptor. Luego, respondan a las preguntas: a. ¿En qué marco se desarrolla la comunicación? ¿Por qué en este tipo de situaciones predominan los discursos argumentativos? b. ¿De qué trata de convencer el protagonista a su interlocutor? Justifiquen sus respuestas.

Tesis y argumentos La argumentación tiene el propósito de convencer o persuadir al receptor para que acepte una idea o actúe de determinada manera. La idea central que se afirma en un texto argumentativo se denomina tesis; las afirmaciones que lo fundamentan son los argumentos. Algunos de los recursos argumentativos que se emplean en la argumentación son los ejemplos, las metáforas, las comparaciones, las analogías, las citas de autoridad, las definiciones y las relaciones de causa y efecto. Generalmente, la argumentación se cierra con una conclusión que retoma la tesis central. 4.

Mencionen, en sus carpetas, los argumentos con los que el señor González justifica la destrucción de la intrusa. 5. Comenten en grupos qué tema polémico presenta el cuento y cómo influye el punto de vista del relato para argumentar sobre ese tema.

*Los conectores tienen un papel relevante en la argumentación, ya que ayudan a organizar el texto, y a otorgarle precisión y claridad a las relaciones entre los párrafos, oraciones y las palabras. 6.

Marque los conectores en el texto. ¿Cómo funcionan en cada caso?

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Eje temático: lugares Introducción ―Para que exista un paisaje no basta que exista ―naturaleza‖; es necesario un punto de vista y un espectador; es necesario, también un relato que dé sentido a lo que se mira y experimenta; es circunstancial al paisaje, por lo tanto, la separación entre el hombre y el mundo. No se trata de una separación total, sin embargo, sino de una ambigua forma de relación, en donde lo que se mira se reconstruye a partir de recuerdos, pérdidas, nostalgias propias y ajenas, que remiten a veces a larguísimos periodos de la sensibilidad humana, otras a modas efímeras. La mirada paisajista es la mirada del exiliado, del que conoce su extrañeza radical con las cosas pero recuerda, o más bien construye, un pasado, una memoria, un sentido. (…) Aprendimos a admirar la naturaleza guiados por el arte: la naturaleza contemplada es paisaje. Ante el paisaje, que se disfruta mirando, oliendo, escuchando, recorriendo, también se piensa; existe una conexión necesaria entre este tipo de contemplación visual y pensamiento. La mirada paisajista, en efecto, es siempre una mirada estética, en el sentido amplio de la palabra, que indica una conexión inescindible entre forma percibida y sentido.‖ Fragmento del libro El paisaje como cifra de armonía de Fernando Aliata y Graciela Silvestri. Buenos Aires: Simurg, 1998.

ABIERTOS 1.

En la naturaleza de Marie Colmont (fragmentos) Paraná: Universidad Nacional de Entre Ríos, UNER, 2015. Marie Colmont nació en París el 5 de mayo de 1895 y su verdadero nombre era Germaine Moréal de Brévans. Huérfana a los 10 años eligió el pseudónimo ―Colmont‖, nombre de un pequeño arroyo que cruza Francia de norte a sur para sus aguas al gran río Loira. Es una escritora desconocida incluso para literatura francesa, Los textos pertenecen a una serie de artículos que Marie Colmont publicó entre 1936 y 1938 en Vendredi, semanario francés. PENSAMIENTOS EN EL ALBA La noche está aún dormida en el fondo del valle; una bella noche redonda, plena, muy negra en las oquedades bajo un cielo estrellado, un hermoso sueño espeso, una bella muerte provisoria, pero perfecta. Repentinamente todo cede. ¿Por qué despierta? ¿Porque un gallo ha cantado? Basta esta voz delgaducha para arrancarte de las profundidades en que tu ser se disuelve cada noche con un suspiro de satisfacción. Pero habías comenzado a gemir antes de que ella se levantara y las maderas del lecho gritaron un poco en toda la casa bajo los pesos de los malos despertares, y tu vecino el hortelano tosió, y tu vecina la costurera 4

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encendió la luz para mirar la hora. No, no es el canto del gallo, por más resplandeciente o ronco que fuera, el que os ha sacudido a todos por la espalda; es el malestar del alba, es la inquietud de la vida renaciente. Los gallos cantan ahora por todo: los del valle con una bella voz grave que se enrolla y se frota los ecos, los de aquí con su grito metálico, tontamente trunco, que se abrevia y fastidia. Un perro hace sonar la cadena al fondo de su casilla; las estrellas desaparecen en la palidez del cielo; la noche reúne sus efectos para irse. La tregua ha terminado; la tierra, de nuevo, va a empezar a sufrir. EN EL CORAZÓN MISMO DE LAS COSAS En las vacaciones, llenamos una valija de papelotes y nos decimos:  Allá tendremos tiempo para escribir, para decir a nuestros amigos desconocidos lo que aún tenemos en el corazón para ellos. Y cuando estamos en la mesa delante del trabajo nos damos cuenta de que ya no tenemos gusto para emprenderlo. Es que todas esas ideas de artículos nos habían venido en frente de un muro de cemento bajo la estrecha lengua de un cielo de una calle de París, y ahora tenéis delante de vosotros a la floresta viviente. Estamos en el corazón mismo de lo que se iba a hablar de memoria y aun quizás un chic de las cosas. Es este un crimen de lesa majestad delante del cual repentinamente se retrocede.

* * * Sentimos que hemos venido tan cerca de esta profunda extensión verde hayas, pequeñas encinas y abetos mezclados con, de vez en cuando, el chorro blanco de un álamo de leyenda, en la cual se pierde la mirada por encima de un huerto, porque teníamos necesidad de hundirnos en un baño de verdad. Fuera de casa, lejos, lo agudo de los recuerdos se embota; se olvida, se deforma. Es necesario volver a los hoyos de las barrancas y pegas el vientre a la tierra que exhala el amargo olor a hoja podrida; es necesario volver a las profundidades de los montes y pegar el vientre al tronco de los árboles como esas mariposas nocturnas color de arena y humo cuyas alas son un temblor amoroso sobre la piel satinada de las hayas. Tenemos entonces la impresión de que en nosotros sube la amistad de la floresta como si se tratara de savia; somos de nuevo el árbol, a cierva, el hongo, el agua lisa y pálida de los estanques entre los bancos de cañas. Tenemos el derecho de deslizarlos ondulando los hombros hasta lo hondo de las espesuras con ramas bajas, donde nadie molesta, pues que nos hemos convertido en un trozo de floresta. Volvemos a encontrar las certidumbres que vacilan:¿por qué ese silencio a tal hora, por qué el buaro grita a pesar de la lluvia borrascosa, por qué la liebre deja siempre sus excrementos sobre el mismo redondel de arena? Podemos decir con ese indiano de soledades canadienses precisas: Un fugitivo que posa una sola vez su raqueta o su pie sobre la alta y estrecha cresta de nieve amontonada sobre el tronco de un árbol caído deja una huella que ninguna tempestad de nieve cubrirá enteramente, ni siquiera una sucesión de tempestades, por más numerosa que estas sean. Y si este fugitivo se propone él mismo llenar el hoyo, no podrá jamás reproducir las capas estratificadas producidas por las caídas sucesivas de copos.

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* * * No basta amar; es necesario conocer y comprender. ¡Tantas cosas del planeta y la humanidad escapan de nuestro pequeño cerebro! Pero aquí no hay más que escuchar, observar, callarse y meditar, o preguntar a los que saben. A dos encrucijadas de mi casa hay un guarda de monte de nariz truculenta, muy aficionado al aguardiente de ciruela, que me enseñará lo que ignoro. Yo recogí ayer a la caída de la tarde una cáscara de huevo al borde de un camino arbolado; es pequeña, lisa y blanca; conozco que son de un color turquesa muerta o de café con crema y las que tienen manchas biliosas de gruesas puntas, y las que son punteadas de verde oliva; pero no sé a qué pájaro pertenece esta. (…) * * * Cuando más pase el tiempo, más cómoda estaré en este lugar de aguas y de hojas, flexibles y de fina vista y de sentido común. Vendrá una hora en que tendré bajo mi mano, toda entera, toda revelada como una dueña antigua, a la gran bestia de vellón desgreñado, a la floresta. Conoceré por anticipado las razones de sus maneras, de sus silencios, de sus humores, sus traiciones largamente preparadas con la complicidad del cielo y de tierra sorda. Haré como los amantes: bajaré la cabeza para no irritarla más, o bien me abalanzaré derecha, el corazón rabioso, ¡marcha o revienta! Que se tranquilicen aquellos a quienes lo previsto contrataría y que no encuentran excitante sino en los caprichos: hay siempre un minuto en que la bestia se vuelve y os muestra su zarpa desconocida: un grito de muerte en lo más aterciopelado de la noche, una sosa y blanca ciénaga bajo el pie, una maleza llena de espinas atravesada en la pista, la que os hace saltar el corazón de sorpresa, de angustia y de rabia amical. * * * Hay más. Una carreta se balancea sobre sus ruedas altas y hace ese ruido aldeano, que yo amo: el de la arena de un camino mojado que grita bajo las llantas de hierro. Dos veces ya, mientras escribía esto, me he levantado para ir a catar la compota de ciruelas que se cuece lentamente en el hogar, sobre un redondo hornillo de fundición ventrudo como un sapo, calzado sobre tres patas, rojizo de un carbón que he visto hacer en el fondo, en las muelas bajas. Hacia el atardecer, los murciélagos saldrán de abajo del techo. ¿Volverá a la gran sala, aquella que entró la otra tarde y se pegó al muro liso y blanco, las alas replegadas, juiciosa como una monjita bajo su capuchón? ¿Volverá al foso el erizo voraz que trotaba anoche menudamente sobre el camino y se ha comido dos ciruelas en mis propias narices, dos ciruelas jugosas de mi ciruelo, sin ningún cuidado por la linterna eléctrica que se le apuntaba a los ojos? Cuando la noche caiga se hará un silencio espeso, tan denso que dejará de ser una negación la ausencia del ruido para devenir una materia palpable, con dimensiones, que se podrá cortar… un perro de granja ladrará, llamando a la luna… Quizás una rana… O un mochuelo… ¿Por qué se vive en las ciudades?

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Selección de poemas de Diana Bellesi

Diana Bellesi nació en Zavalla, Santa Fe, Argentina, en 1946. Estudió la carrera de filosofía en la Universidad Nacional del Litoral. A finales de los años sesenta recorrió a pie toda América, a lo largo de más de seos años. En 1972 publicó en Ecuador su primer libro de poemas, Destino y propagaciones. En 1975 regresó a Buenos Aires, y en 1981 consiguió publicar Crucero ecuatorial. El jardín, Buenos Aires: Bajo la luna nueva, 1992. Son los gingo biloba árboles muy antiguos descubiertos en la China a fines del último siglo Fósiles los llaman porque vienen de un tiempo donde todo se ha perdido ¿Perdido? En el denso corazón de la tierra duermen marcas de las formas idas Diseños impresos en las rocas y rica la materia orgánica donde duerme, se disuelve lo que ha vivido Los gingo, les decía son árboles gigantes que crecen lentos y se coronan de bellas hojas vueltas de oro cuando al otoño entran. Árbol de los mis escudos le llamaron. Una raíz pivotante entrando casi al centro de la tierra y el aspecto, de bebé, simple como la frágil envergadura de un poroto El gingo se multiplica en dos: macho y hembra. Sólo la hembra en su diadema de flores genera frutos. Redondos y pequeños un tinte anaranjado e intenso olor tienen los frutos. Su pepita adentro acorazando, la semilla capaz 7

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de atravesar las edades Usted puede verlos: hay dos especímenes adultos en el Jardín Botánico de Buenos Aires Cuando declina el verano la pulpa de los frutos amarillea y después, caen sobre la tierra despidiendo su olor intenso Los gingos son ahora reclamados por los dueños de los parques, mas no la hembra Sólo machos sin olor se demandan Así, los viveros injertan una vara macho sobre todo bebé. Ingeniería genética. Excluida la hembra final ¿un fósil se hará de un árbol?

*** Verde profundo en la copa de los robles marca. Octubre ¿Qué ha pasado en casa? La belleza al alcance de la mano no arrebata ni calma al corazón Lugares que fueron llaves al más allá La dicha de las formas repitiéndose y aquélla, permitida a la mirada de ver, una ley que nos incluye y excluye en el instante melancólico de ser testigos de la ley ¿Por sabia nos rebasa? ¿O el detalle se lo otorga? Atributo perdido en su ignorancia Desdichadas de la fe la casa no recibe el huésped entra hoy por la puerta equivocada

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He construido un jardín como quien hace los gestos correctos en el lugar errado. Errado, no de error, sino de lugar otro, como hablar con el reflejo del espejo y no con quien se mira en él. He construido un jardín para dialogar allí, codo a codo con la belleza, con la siempre muda pero activa muerte trabajando el corazón. Deja el equipaje repetía, ahora que tu cuerpo atisba las dos orillas, no hay nada, más que los gestos precisos -dejarse ir- para cuidarlo y ser, el jardín. Atesora lo que pierdes, decía, esta muerte hablando en perfecto y distanciado castellano. Lo que pierdes, mientras tienes, es la sola compañía que te allega, a la orilla lejana de la muerte. Ahora la lengua puede desatarse para hablar. Ella que nunca pudo el escalpelo del horror provista de herramientas para hacer, maravilloso de ominoso. Sólo digerible al ojo el terror si la belleza lo sostiene. Mira el agujero ciego: los gestos precisos y amorosos sin reflejo en el espejo frente al cual, la operatoria carece de sentido. Tener un jardín, es dejarse tener por él y su eterno movimiento de partida. Flores, semillas y plantas mueren para siempre o se renuevan. Hay poda y hay momentos, en el ocaso dulce de una tarde de verano, para verlo excediéndose de sí, mientras la sombra de su caída anuncia en el macizo fulgor de marzo, o en el dormir sin sueño del sujeto cuando muere, mientras la especie que lo contiene no cesa de forjarse. El jardín exige, a su jardinera verlo morir. Demanda su mano que recorte y modifique la tierra desnuda, dada vuelta en los canteros bajo la noche helada. El jardín mata y pide ser muerto para ser jardín. Pero hacer gestos correctos en el lugar errado, disuelve la ecuación, descubre páramo. Amor reclamado en diferencia como 9

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cielo azul oscuro contra la pena. Gota regia de la tormenta en cuyo abrazo llegas a la orilla más lejana. I wish you were here amor, pero sos, jardinera y no jardín. Desenterraste mi corazón de tu cantero.

3.

Selección de poemas de Juan L. Ortiz. Juan L. Ortiz obra completa. Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral, UNER, 2005.

Juan L. Ortiz nació el 11 de junio de 1896 en Puerto Ruiz, cerca de Gualeguay (Entre Ríos), ciudad donde vivirá hasta 1942 cuando se muda a Paraná. Salvo ―distintas escapadas‖ a Buenos Aires y una breve visita China y otros países socialistas en 1957, no quiso abandonar su provincia de Entre Ríos. Murió el 2 de septiembre de 1978. Protosauce (1924)

¿Por qué ese tono malva… ¿Por qué ese tono malva se extiende por el cielo? Es el alma sutil de los árboles hecha vapor, maíz, esencia en el lento crepúsculo. Los árboles meditan su pensamiento íntimo alumbrado de rosa, de amarillo, de lila… velado de una tenue, irisada ceniza…

Esta tarde me iría… Esta tarde me iría lejos, hacia la orilla del río. Me sentaría frente a la maravilla transparente del agua sin un escalofrío 10

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sobre la barranca verde, cara a la paz perlada de este cielo de vaguedad entre blanca y una casi voluptuosidad primaveral, que es un anhelo. Sobre la barranca me sentaría y como en una melodía mi alma disuelta se hundiría en el silencio del paisaje solitario. De qué viaje profundo a través del infinito ella regresa después que estaría aún lejana y triste de belleza en lo íntimo llorando cuando viniese a mí el suelo como una hermana?

El paisaje se duerme … El paisaje se duerme en una inmóvil gloria verde que apenas turban vacas que pastan. Las arboledas hacia la lejanía son de una nube vaga, verde gris, un poco azul, casi tornasolada. ¡Qué paz, qué paz! La tarde como un lago se duerme en el paisaje bajo la curva inmensa de su éxtasis.

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El rastro del ocaso … El rastro del ocaso se confunde con el río como en un vago vacío con la palidez lunar. Hacia el oriente hacia ¿qué mundo el alba extraña se va el río entre praderas flotantes cantado por los grillos, cantado por los grillos?

Rumor de lluvia … Rumor de lluvia. Flota el alma en una dulce somnolencia musical, y se pone el sol color del paisaje: verde hondo y húmedo contra gris errante; y se hunde en su temblorosa vaguedad; se hunde, se hunde… Leo. Leo como en una rumorosa lejanía de mí mismo.

Los árboles dicen al agua … Los árboles dicen al agua unas cosa oscuras que los grillos entienden y propagan grandes pájaros vagos por el aire absorto encantado de un sentimiento malva tan puro que la primera estrella en su agua reciente como una voz dorada demasiado brillante. El alba sube… (1933-1936) 12

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Momento El jardín llovido eleva hacia las tímidas sonrisas azules la mirada de sus rosas. Ruptura del alado llamamiento a la luz. Pesado de delicia el jardín con sus árboles se pierde en sus esencias. Pero viene la brisa y es una infancia de hojas y de flores danzando. El canto de los pájaros a la danza se ciñe. El ángel inclinado… (1937)

Fui al Río Fui al río, y lo sentía cerca de mí, enfrente de mí. Las ramas tenían voces que no llegaban hasta mí. La corriente decía cosas que no entendía. Me angustiaba casi. Quería comprenderlo, sentir qué decía el cielo vago y pálido en él con sus primeras sílabas alargadas, pero no podía. Regresaba —¿Era yo el que regresaba?— en la angustia vaga de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas. De pronto sentí el río en mí, corría en mí con sus orillas trémulas de señas, con sus hondos reflejos apenas estrellados. Corría el río en mí con sus ramajes. Era yo un río en el anochecer, y suspiraban en mí los árboles, y el sendero y las hierbas se apagaban en mí. Me atravesaba un río, me atravesaba un río!

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Cerrados 1. Fragmentos de Los sorias de Alberto Laiseca. Buenos Aires: Gárgola, 2003. CAPÍTULO 1 Los enemigos de pieza Cuando esa mañana Personaje Iseka abrió los ojos, lo primero que vio fue un Soria. Pero no a Luis, el que tenía cerca, sino al más alejado: Juan Carlos Soria. «Este Soria, cuando se levanta por la mañana —pensó Iseka—, lo hace en forma de clase magistral, sin coloquio, de esas que se usaban en las facultades en el pasado. Optimista, de un solo salto. Yo no. Demoro cuantos minutos puedo: haraganísimo en la cama. Él crea todas las inercias hacia adelante, necesarias para comenzar el día. Usa como clarín y música, respectivamente, el yogur y las respiraciones. Es tan sólo cuando se despierta de su siesta que nos defrauda. Se ha construido una especie de vincha bajable, de papel, para que la luz no le impida dormir. Dije que luego de la siesta defrauda. En efecto: ya no se levanta de un salto sino que, en ese momento, con su tapaojos sobre su pelo estopa, semeja a un cacique toba derrotado camino a la reducción o a una reserva. Él me da consejos». Cuando Iseka empezó a despertar, en el intermedio entre el Soria y la inconsciencia vio, como a través de un caleidoscopio, todo el proceso y sus reflujos, con idas y vueltas: inconsciencia, subconsciencia, paredes de la pieza, Soria; y viceversa: Soria, paredes de la pieza, descenso al interior, hasta casi caer en los más profundos abismos subliminales. Así, pues, en su caótica mezcla de vigilia y sueño, pudo observar: Batracios de lomos amarillos / catedrales con vitrales grises / concentraciones centrales de material / concentraciones periféricas / una mosca alborotadora que rebotaba mil veces sobre la luna del espejo perteneciente al ropero de la pieza. Un borde inmundo del mismo guardarropas a compartir. Los ojos medio velados de Iseka recorrieron hacia la izquierda y abajo, tocaron la pared y, como su cabeza acompañaba el movimiento de los ojos, compulsándolos, éstos siguieron en caída libre hasta llegar al más alejado de los dos Soria. Su visión, entonces, retrocedió chamuscada al olvido del sueño, como el cuerno de un caracol que tocase un hierro candente. «Un tipo va a desenterrar a alguien y me invita a seguirlo. Sacamos un ataúd que en su interior tiene otros, sucesivos, como las cajas chinas. Cada tapa posee extraños dibujos que recuerdan a vudúes. Arrancamos la última, extrayendo del sarcófago final un hombre vivo, de bronce, que se retuerce entre sus ligaduras». El otro cuerno del caracol —los párpados se entreabrieron una vez más en reiterado intento por arribar a la conciencia— tocó la cara del Soria más próximo y, al quemarse también, retrocedió en desorden al sueño (…) Como el caracol ya no tenía ojos en la punta de sus cuernos, se conmovió, semejante a un temblor de tierra, para despertarse pese al Soria. E Iseka se despertó. Juan Carlos Soria ya no estaba en su cama. Había sido el primero en levantarse y de un salto. Volvió el rostro y dijo al de la cama intermedia, su hermano: —Luis: levantáte que ya estoy preparando el café. Luis Soria movió su cuerpo y se incorporó. Usó para ello sólo una fracción de la velocidad que había utilizado el otro porque, según sostenía, le daban mareos al hacerlo con rapidez. Este segundo Soria, somnoliento, miró a Iseka —que ahora tenía los ojos bien abiertos— emitiendo el odio primitivo que siempre le tuvo aunque simulado (incluso para sí mismo). El que estuviera aún medio dormido anulaba la censura y podía permitirse en esos momentos lo que reprimía todo el resto de la jornada. 14

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Luis Soria bajó la vista y se encontró con sus calcetines negros, decorados con artísticos rombos rojos, amarillos y verdes. Se los puso. También sus zapatos. Grotesco y pletórico de odio y en calzoncillos se dirigió a tientas al pantalón, que reposaba cerca de la mesa, sobre una de las dos únicas sillas de la habitación. Cuando comenzó a ponérselo ya Iseka se estaba levantando, mientras trataba de convencerse a sí mismo de que en cuatro minutos prepararía mate y todo sabría mejor. No era verdad pero resultaba preciso creerlo desesperadamente. «Además —fijáte, Iseka— hoy es sábado y no tenés que laburar». Iseka terminó de levantarse. En realidad lo peor del día ya estaba hecho. Pero no nos adelantemos, porque quizá la afirmación anterior sólo sea un optimismo de nuestra parte. Los hermanos Soria le daban consejos. Especialmente Juan Carlos, el mayor, que era quien de los dos llevaba la voz cantante; el más grandote, cara indio de toldería, con el pelo como estopa (el otro Soria tenía cabellos formando rulitos y diminutos granos en la cara). Súper Soria resultaba, por sus actitudes y sentencias, una especie de Lao Tsé1 incorrectísimo, un patán ceremonioso, un diplomático tosco y zafio. Aquel caballero de Versalles lanzaba galantes bufidos. Era casi madrigalesco en su rústica desconsideración; solvente y mañoso para propagar desgastes e idioteces. Un verdadero Buda oligofrénico. Un auténtico Maestro Iluminado, pero sin electricidad cerebral. Concienzudo en la tarea propuesta: meter la pesada pata en las arenas movedizas de lo que se ignora. Era el vacío textual. Una autoridad en vaguedades e imprecisiones (en cometerlas, quiero decir). Documentadísimo en las técnicas más avanzadas para incurrir en errores minuciosos. Sólo por margen milimétrico sus frases escapaban a lograr el imposible de la falsedad absoluta. Inconmovible, inalterable en su idiotez. Un auténtico monje zen a quien un jíbaro hubiese reducido el cerebro, dejándolo en cambio bastante cabezón. Voy a consignar algunas frases de Juan Carlos Soria; no como éste las decía sino tal como sonaban a Iseka, luego de traducirlas de su caló imposible: «El Tao del cual uno puede hablar no es el Tao verdadero, ¿vio, jefe?». «Los nombres que pueden designarle no son los nombres absolutos, ¿no es así, govemeri?», (fotografía tomada en vuelo por la máquina para viajar en el tiempo cockney). «Lo sin nombre es el principio del Cielo y de la Tierra. Lo nominado, la matriz de todas las cosas. Dejá de hurgarte los dedos de los pieces, Luí». «Ambos, lo que no se puede nombrar y lo que se puede nominar, son en realidad lo mismo. Ignoro su nombre, así que lo llamaré Tao. Desconozco su nombre, por lo tanto lo llamaré Grande». (Firmado: Lao Tsoria). Hijo de mil putas. Confusoria dijo: «La violencia es lamentable». Otro: «El hombre prudente ha de cometer pocas equivocaciones y nunca morirá de la muerte de las mil heridas», dijo Juan Carlucio. Etcétera, y otras. Soria comiendo yogur con azúcar. Dijo Buda: «Todas las teorías son grises. Tan sólo es verde el Árbol de la Vida». Soria, quien había pescado esta frase, de su único libro que leía todos los días diez minutos: Los diez mil mejores pensamientos de los forzudos del cerebro, procedió a interpretarla. Su revelación era la siguiente: el Árbol de la Vida es el yogur. Hay que tomarlo todas las mañanas para volverse verde como el Árbol y ser joven y fuerte y lindo como yo, el Soria. Confucio dijo: «Iseka: esto es lo más sano del mundo. En vez del tubo de vino que te bajás todas las noches y está lleno de colorantes, te comprás medio kilo de pan y un yogur, y te alimenta al tiempo que no te hace daño», la palabra «daño», en lugar de «mal», la vio escrita en el libro antes mencionado. En este caso estaba correctamente usada; ocurría que él también la metía en ocasiones tales como «el carburador está daño», etc. Luego proseguía, mirando los manuscritos de la novela no terminada de Iseka: «¿Por qué en vez de escribir boludeces? —bah, no sé lo que serán, pero ¿de qué te sirven, eh?— no te venís con 1 Pensador chino, creador del taoísmo (Norte de China, s. VI – IV A.C.). Su importancia radica en haber redactado el libro Tao Te King (―Sobre el camino y su poder‖), del que arranca la filosofía taoísta. En ese breve tratado propuso una moral individual basada en seguir el camino de la naturaleza (el Tao) en consecuencia, recomendó virtudes como la sencillez y la naturalidad, censuró la ambición de poder y de riqueza y proscribió el ejercicio de la violencia.

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nosotros al lavadero de coches, trabajás nueve, diez horas por día, las que querés y hacés guita. En esa forma te vas haciendo una posición y el día de mañana te podés comprar un quiosco o un almacén o algo así. Yo te lo digo francamente: pienso hacer eso. Por eso laburo y guardo. Y vos tenés que hacer lo mismo. Razoná». «No te metas en mi vida privada, Soria». «¿¡Pero cómo no me voy a meter!? Tengo que ayudarte a razonar». Con el nivel más bajo de respeto por el otro, metido e hijo de puta. Mientras se calentaba el agua para el mate, Iseka, al igual que muchas otras veces, revivió pasajes de su convivencia con los Soria en tiempo presente, como si la actualidad no le bastara: le ocupan las cosas y/o las usan. Se afeitan en su jarro de aluminio que es para tomar la leche, no lo limpian y dicho jarro queda lleno de pelos cortitos. Se sientan en su cama parpando, titando, piando, graznando alegremente, etc. Lanzan chillidos de gozo análogos a los de los sordomudos en los bares, etc. Se dirigen a Iseka, que toma vino para poder soportarlos a ellos: «No hay que tomar vino. Hace mal. Comé yogur que no daña al estómago y es bueno para el hígado y además alimenta». Luego ellos llegan a las tres de la mañana en pedo, merluza o tranca, prenden la radio, charlan mientras se desvisten y meten en cama. «Porque el Beto —otro de sus hermanos: eran diez— me dijo: ―Vos con esa mina…‖» «Sí, claro, pero vos sabés cómo es el Beto. Él es chapado a la antigua. Ahora, que te voy a decir francamente: ella es una calzonuda». «¡Seguro!, pero igual es buena». «Yo no digo que igual no sea buena. Yo digo que es una calzonuda. Le gusta andar buscando roña». «Y… sí. Pero es buena». «Sí que es buena. Y después entonces el Beto no quería entrar en el taxi». «Claro, él no entendía al principio lo que le decíamos… bueno, que a esa altura ya estábamos todos en pedo; yo creo que hasta el vigilante estaba en pedo». (Risas de ambos.) «Claro, vos sabés lo fuerte que es el Beto: fuerte como un toro es. Ya lo quería agarrar a trompadas al vigilante… Eh… ¿Eh? ¿No es cierto que ya lo quería agarrar a trompadas al vigilante?, ¿a vos qué te parece?». «Y, sí. Yo creo… Entonces quiere decir que después el Beto…». Y todo así. Personaje Iseka no se puede dormir por las voces de estos tipos. Si se callaran ahora, pese a haberlo despertado, quizá podría conciliar el sueño. Pero media hora después, estando totalmente desvelado, aún hablan. Por fin callan, pero Iseka ya no puede reposar y ve cómo los otros duermen a pata suelta. «Y mañana tengo que levantarme… qué mañana ni la mierda: ahora, dentro de dos horas me debo parar e ir al laburo». Revivió también —ya el agua estaba, la sacó del fuego y luego de apagarlo comenzó a tomar mate— una escena transcurrida cierta tarde. Los dos sorias e Iseka, cada uno tirado en su respectiva cama. Luis Soria dice: «Vamos a hacer un ―tes‖ que me enseñó una chica». Iseka: «¿Un qué?». «Un ―tes‖. No me digás que no sabés lo que es un ―tes‖. —Dándose importancia—: Vos que estudiás tanto». «Y… no». «Un ―tes‖ es lo que sirve pará averiguar cosas tuyas, cómo sos». «¡Ah! Un test, querés decir». El Soria, enojado porque le enseñan y sobre todo furioso consigo mismo, ya que cuando lo corrigieron no pudo evitar un cambio de cara y sabía que el otro se había dado cuenta, bicha a Iseka de reojo. Dejándole luego clavado el subtelescopio de su rabillo, dice: «Bueno, ―tes‖ o ―tets‖, para el caso es lo mismo si nos entendemos. — Casi humilde, prosigue—: ―Tets se dice, ¿no?‖». Iseka, quien no desea irritarlo nuevamente: «Ehm… sí sí». «Bueno. Vamos entonces a hacer un ―tets‖ que me enseñó una chica. Sirve nada más que para saber si una persona es agresiva o no. Nada más. —Mira al hermano tirado al lado suyo—: ¿Lo hacemos?». «Sí, dale». «Firmá aquí». Y le da una hoja en blanco y un lápiz. El otro Soria firma y le devuelve el papel. El Soria más chico le pasa el papel a Iseka, que para no tener despelote debe firmar también. ¡Qué dilema!: si no firma lo odian; si firma les da algo, acepta la humillación y, quién te dice, si el test tiene algo de cierto se percatan de cosas tuyas. Firma. El Soria mira y analiza con aire capísimo: «Bueno… vos —a su hermano— sos agresivo pero se ve que controlas tu agresión. Digo, que podés ser agresivo si querés pero te las aguantás». El otro Soria: «Ah ah ah ah…». «En cuanto a vos, Iseka, el análisis revela que sí sos agresivo». Lo mira aconsejante y paternal, con el mismo tono con que uno le hablaría a un chico boludo: «¿Por qué sos así, Iseka? ¿Eh?». Hace un bollo con el papel furiosamente y lo arroja lleno de ira contra el ropero, tira el lápiz a la mierda, se recuesta de la manera más confortable sobre la cama, cruza los tobillos, hace lo mismo con los brazos sobre su pecho y sonríe beatífico: «Qué mina la que se levantó anoche el Beto… ¿eh, Juan Carlos? Juan Carlos, como el 16

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gigante de Macunhaíma», contesta afirmativo: «Ohu. —Como le parece ofender por dentro a su hermano con una contestación tan lacónica, especifica mejor su opinión—: Linda la guacha, Luis. Linda». Después se ponen a oír música horrísona con una radio a transistores. Iseka los escucha caliente y lleno de odio. No puede escribir. Además, como muchas otras veces, le preguntarán qué escribe por qué, para qué y otras. Por lo demás le parece una desacralización continuar su obra delante de estos tipos, aun sí supiera que nada le van a preguntar o decir. Iseka cambió la yerba del mate y se dispuso a preparar otra pava. Hacía rato que los sorias estaban escuchando música siniestra y conversando. Iseka continuó con sus rememoraciones. A veces lo invitan con vino y él, que no tiene ni un mango y unas ganas bárbaras de tomarlo, acepta. Pero la colaboración de los sorias es como la ayuda militar rusa: tiene un precio político. Le empiezan a preguntar por qué hace esa vida: «Vos tenés estudios, ¿no? ¿Eh? ¿Por qué no contestás? No me vas a decir que no tenés estudios». Otro Soria: «¿Hasta qué grado fuiste?». Iseka: «Hasta sexto». Iseka en realidad no miente: nadie le preguntó si luego de sexto hizo el secundario. «¿Hiciste el secundario?». Iseka: «Mhrgh… eh… mh… grff». «¿Cómo? No entendí nada de lo que dijiste. — Como Iseka no habla se dirige a su hermano—: ¿Vos entendiste lo que dijo?». El otro, en vez de contestar, reiteró la pregunta: «¿Hiciste el secundario?». Iseka, quien equivocada y boludamente, en la época que trato, tiene el principio de no mentir, dice lleno de bronca: «Sí». Con asombro la pregunta temida: «¿Y qué hacés aquí? ¿Por qué no estás trabajando en un banco?». «No me gusta». «¿Cómo que no te gusta? Uuh… Si yo tuviera tus estudios no estaría trabajando en un lavadero. ¿Querés que yo te presente a un chileno amigo mío que tiene influencias y te puede recomendar para entrar en un escritorio?». «No… escucháme, Soria. Yo no quiero trabajar en un escritorio porque no me gusta». «¿Cómo que no te gusta? Pero si no es ninguna molestia para mí. Al contrario, lo que queremos es que vos seas feliz. Te voy a dar la dirección del chileno. —Busca entre sus ropas infructuosamente. Iseka ruega para que no la encuentre—. Luis, ¿la tenés vos?». Luis saca una libretita roñosa: «Sí. Aquí está». Se la pasa al otro Soria que lee y dice: «Iseka, anotá: Chacabuco mil quinien…». Iseka: «Escucháme, Soria: no me des la dirección. No voy a ir a verlo al chileno». «¿Por qué no? No lo querés al chileno porque es chileno. —Al hermano—: Odia a los chilenos». «No los odio a los chilenos, Soria. Simplemente no quiero ir». «Pero si no es ninguna molestia para mí». «No es que sea o no sea una molestia para vos, Soria. Es que no quiero ir, Soria». Ya molesto: «Pero ¿por qué?». «Porque no». «Porque no no es ninguna razón». Iseka tiene ganas de informarle: «Porque no se me da la gana, hijo de puta». En cambio dice algo equivalente: «Porque no se me da la gana, Soria». El otro lo mira pesaroso, ya perdida la bronca: «Vas por mal camino, Iseka». «Bueno, Soria». «¿Cómo bueno? Te lo digo para hacerte reaccionar». Iseka quisiera decirles: «Guachos reventados hijos de puta: déjenme de verduguear. ¿Por qué no se meten en sus cosas?». No dice nada de eso por dos grandes razones. Primero: son dos tipos fuertísimos y más malos que la mierda. Para nada están en contra de la agresión. Son tan budistas y no violentos como el general Tojo. Segundo: si se pelea con los Soria el dueño de la pensión lo cambia de pieza para meterlo con otros sorias, iguales o peores que éstos y todo empieza otra vez. Por eso contesta: «Dejáme, dejáme… No me gusta, ¿viste?». El otro hermano, Luis, sale en defensa de Iseka: «No. Está bien. Si yo lo comprendo a Iseka. No le gusta un trabajo de escritorio, Juan Carlos. Comprendélo. Yo tampoco trabajaría ahí aunque supiera el laburo, porque no me gusta estar encerrado. Es jodidísimo». El otro, vacilando: «Bueno, claro que viéndolo bajo ese punto de vista…». «Pero sí, Juan Carlos. Él tiene razón. No. Lo que vos tenés que hacer, Iseka, es decidirte a venir con nosotros al lavadero de coches de Añasco y Yerbal y allí trabajar nueve, diez horas, las que vos quieras y en esa forma…». Y en esa forma todos los días tiene que aguantarlos. La segunda pava ya estaba e Iseka empezó a tomar. Rememoración de almuerzos y cenas. Iseka, quien siente que en la pieza nada es suyo, se las ingenia a fin de que no puedan sentarse en su cama a comer y cagarlos por lo menos en eso. Aunque más no fuera en esa insignificancia, detener la invasión. Así, pues, coloca sobre ella una enorme cantidad de cosas con el pretexto de que las necesita. Llega la hora de la comida y el Soria, en vez de tomar una silla, encariñado con la cama de Iseka, empieza a correr las cosas a un lado con manotazos cortitos. «¡No!… No las saqués», 17

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casi grita Iseka. Luis, enojado y con ironía: «Puta. Metí la pata. Se enojó el patrón de la pieza». Ahora se enoja el otro Soria: «¡Qué patrón! Aquí no hay patrones. Somos todos iguales». Iseka: «Yo nunca dije que fuera patrón de ninguna cosa. Yo no les voy a tocar nada a ustedes». «Pero podés tocar y usar todo lo que se te antoje de lo nuestro. Si necesitás algo pedílo. ¿Por qué no nos dijiste antes que necesitabas algo?». Iseka: «No, si yo no preciso nada. No es eso». Soria: «¿Y entonces qué es? —Pausa—. ¿Me puedo sentar?». Iseka, en voz baja y lleno de odio: «Sí. Sentáte». Soria se sienta. Está por llevarse un bocado a su jeta de bestión, cuando sevuelve a Iseka que come sentado en la otra punta de su cama, recostado contra la almohada: «¿No te molesta, no?». La cara de Iseka ya no se preocupa por disimular el odio: «No». El Soria larga bocado y tenedor sobre el plato, con fuerza. El tenedor rebota y cae sobre la mesa. El bocado a su vez se desprende para descender sobre el pantalón nuevo del otro Soria. «¡Eh! ¿¡Qué hacés, pelotudo!?». Luis Soria, que está a punto de interpelar furioso a Iseka se para y vuelve a su hermano, ve el desastre y dice: «Perdonáme». Se torna otra vez a Iseka y retoma el tono iracundo: «Y esto también pasó por tu culpa, Iseka, porque me hiciste enchinchar». Juan Carlos Soria: «Es cierto, es cierto. ¿Cómo no me di cuenta antes? Perdonáme, Luis. La culpa la tiene él». «¡Así es! ¡Así es!», chillan rabiosos los Soria. Los sorias. Luis: «Vos no tenés ninguna clase de consideración con nosotros, Iseka. Después de todo lo que hacemos por vos. Todos los días tratamos de ayudarte, te aconsejamos por tu bien y vos ni pelota. —Una octava más bajo—: Yo no digo, ¿no? Con tu culo un pito. —Una octava más alto—: Pero vos continuamente te metés con nosotros, Iseka». «Pero si yo…». «Pero si yo nada. Si es verdad, Iseka: vos no nos dejás en paz; continuamente nos estás distorsionando». Iseka se sorprende y pregunta sin intención agresiva: «¿De dónde sacaste esa palabra, Soria?». «Y si vos la tenés escrita ahí». Perdiendo el control: «¡Estuviste leyendo mis escritos!». El Soria, con calma: «¿Hice mal?». «¿Cómo que si hiciste mal? ¡Que sea la última vez! ¡Ya estoy harto de tu yogur con azúcar, Soria —dice volviéndose al otro hermano—, y de que me revisen las cosas y que me usen la cama y que se afeiten en mi jarrito! ¿Por qué o con qué derecho me van a usar las cosas? Y el jarrito, por ejemplo, no me lo lavan y lo dejan lleno de pelos así cortitos de barba, ¿eh?». Soria, con la calma de un taoísta chino mezclado con cabecita negra-zen: «Peor sería si fuesen pelos así de largos». Lo notable: esto parece un chiste jodidísimo, dicho con toda su brillantez sádica. Sin embargo quien lo profirió no sabe por qué lo dijo. No del todo, por lo menos. Es una agresión subconsciente. Iseka, indignado: «¡Qué me importa si son pelos largos o cortos…! ¿Ah? ¿Te burlás, Soria? —Con bronca controlada, tipo terremoto—: Soria, Soria… los sorias… Yo no quiero que usen más mis cosas: sea jarro, sea cama…». El otro Soria interrumpe: «Lui: sentáte acá». Y señala una silla vacía. Iseka: «Sea… cualquier cosa que sea. Y tampoco quiero que me den consejos. Si me jodo es asunto mío. Pero no me den consejos; porque cuando alguien me da un consejo me parece que me aprietan la cabeza con una mano grandota» Soria (el Luis): «¿Por qué Iseka» «Aquí no tiene nada que ver por qué sí ni por qué no. El asunto es que es así y listo». Soria (el Juan Carlos): «Bueno, pero ¿por qué? Nosotros queremos saber». «Aquí no se trata de saber o no saber, Soria. Yo no quiero que me hagan más preguntas acerca de mi vida, ni qué estudios tengo, ni por qué me fui de mi casa, ni un carajo a la vela. Son asuntos míos. No quiero que me aconsejen, ni me usen las cosas, ni me pregunten sobre mi vida, ni que me ayuden ni nada. Nada». Juan Carlos Soria —Luis está mudo y mirándolo con ojos redondos— lo observa sesenta segundos y luego pregunta (pero no con asombro, sino a la manera de una maestra que interrogase a un alumno de quinto grado, algo retrasado, por qué el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos): «¿Por qué?». Iseka: «Porque se me da la gana, Soria. Porque yo soy así y vos no me vas a cambiar, porque yo no te lo voy a permitir y quiero que me dejen vivir en paz. Soria». Juan Carlos Soria, sin enojo alguno, casi con curiosidad científica: «¿Y por qué sos así?». Iseka vuelve la cabeza cuarenta y cinco grados a la derecha con respecto al Soria, luego lo mira otra vez y dice también sin enojo: «Coño. —Pasionalmente—: No tengo ninguna explicación que darte, Soria. Soria: dejáme en paz. No te metas conmigo. No quiero que pienses en mí». Luis: «¿Cómo no vamos a pensar en vos? Es nuestra obligación». Iseka, enojado y controladamente agresivo: «No van a pensar en mí porque yo no quiero que piensen en mí, porque no se los permito, porque tengo derecho a que ustedes no se metan 18

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conmigo y a no darles explicaciones de mis actos. ¡Punto!». Luis, entendiendo mal: «¡Eh! Un momentito, querido, ¿eh? ¿Cómo ―punto‖? ¿A quién le decís ―punto‖?». Iseka: «Basta quise decir. Con ―punto‖ quise decir basta». Juan Carlos Soria: «¿Cómo basta? Eso no es compañerismo. —Enojado y agresivo—: Y para que vos sepás, Iseka…» Iseka finalizó la segunda pava de mate. Era un día hermoso de modo que se dispuso a salir. Metió apresuradamente en un bolsillo varias hojas de borrador en blanco, una lapicera a bolita y rajó bombardeado de cerca por la música soriática. «Volvé temprano, Iseka, acordáte que el almuerzo es a las…». «Sí, sí. Ya sé a qué hora es el almuerzo, Soria». Hinchapelotas. Qué imbécil sos, Soria. Está bien. Evacuemos el sector. El ejército napoleónico se retira de Rusia. Nos echan. Los rusos no nos quieren. Los sorias, sin embargo, debo reconocerlo, son los mejores enemigos de pieza que yo haya tenido. Las acciones de estos gaznápiros no están exentas de militarismo. Un fervor castrense soria, naturalmente. O ruso. Porque los sorias, como los anteriores, aniquilan al enemigo por saturación. Allí donde deben usar diez soldados mandan mil; cuando son precisos cincuenta cañones emplean diez mil quinientos. No atacan hasta no estar seguros de que la proporción de tanques favorables a ellos es de ochenta a tres. El Norte y Centro de la pieza —llamemos al conjunto geográfico Pieza del Norte, para simplificar—, saturado de sorias, nos obliga a la carrera armamentista. Suelen hacernos ofertas de paz, pero los tecnócratas no asistimos a la mesa de las conferencias. Pieza del Sur Resiste en Todos los Frentes. Eso es todo. Sorias putos. Uno tendría que ser capaz de defenderse de sus enemigos mediante ciertas cosas: el arte de combinar los sonidos, el tiempo, o lo que fuera. Crear musicalmente: una de las diferencias entre la muerte y la música. Y así, a Thánatos que viene a vos, mediante una toma de judo musical, obligarlo a pivotear sobre su propio eje haciendo que rote ciento ochenta grados y se vuelva contra tus enemigos. Plan de ataque soria: volar mis puentes; cortar los caminos de acceso para impedir que me lleguen vituallas; silenciar mis guarniciones con fuego de morteros. Por último: tomar mi posición al asalto. Hasta el momento mis defensas han sido: fumar a través de narguiles mágicos hechos con espesuras y bosques de extrañas fragancias. Mi colección de pipas gigantes. Tengo una compuesta por selvas tropicales: el humo pasa a través de un laberinto de ligustros. Otra, extrañamente llena de aves coloreadas y monos que chillan. Nada perezosa, lo aseguro. Es tan inestable como un elefante pronunciando un discurso carismático al lado de un jarrón Ming. Sin embargo, no me ha producido más que satisfacciones. Poseo también una por la cual se respira un desierto inmenso. Hoy cumplo años y me he visto obligado a pasarlo con los sorias. Con los Soria. En efecto: hoy tengo veintiséis años y seis meses. Otra semana ha ido a parar a la cámara de gas. Siento cada lunación como un día único. Uno vive cuatro días al mes. ¿Se entiende el porqué de la desesperación? Cuarenta y ocho días al año. Personaje Iseka monologaba lo anterior fuera de la pieza básicamente soria. Pero no había salido de la pensión. Se detuvo, en el pasillo que la lavandera utilizaba para tender las sábanas de todos los inquilinos. Como ya se dijo, ése era un día de sol pleno. Sí. Pero en los dos días anteriores, de lluvia continuada, no hubo pobreza o miseria que no saliese a la superficie: indecente como la preñez de un monstruo. Después venía el sol total. Entonces la lavandera de la pensión aprovechaba para lavar todas las sábanas que, unidas a las ropas de los inquilinos, llenaban completamente la terraza. Terraza ésta que debería, luego de la brutal opresión de la lluvia, ser para desfile. El género mojado, sobre todo el de gran tamaño, fabricaba un laberinto de desgaste análogo al creado por la lluvia. No se podía andar un paso que te rompías la nariz contra una sábana o un calzoncillo con florcitas. Iseka, además de todo ello, tenía que secar sus botas y medias humedecidas por la lluvia anterior —ante la imposibilidad de reparar los agujeros de su calzado por falta de medios. O sea: le sacaban su día de sol total con las miserias de la lluvia precedente; como una plusvalía que nunca terminaba de pagar. Las pobrezas de Iseka eran una suerte de potencial agazapado que esperaba el momento de descargarse. Las hijas de puta eran capaces de aguardar un año entero de ser necesario; pero a la primera lluvia, trácate. Así, permanentemente esta agresión, este crimen absoluto. Matar a un individuo también es un genocidio. No el filo de la navaja: más bien caminar muy inestablemente sobre la hoja de castrar. Los campos de concentración y un Dien Bien Puh rodeado de sorias. 19

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Iseka saludó a la lavandera, buena mujer santiagueña que lo quería y más de una vez le dio un plato de mazamorra. Bajó la escalera siniestra y a la calle. Como estaba demasiado cansado para tomar un ómnibus o un subte se dispuso a caminar por entre la gente. Toda multitud tapa un cementerio, como se dice. Pero los cadáveres no son los cuerpos de los integrantes de la multitud, sino los de los tipos que esos guachos asesinaron. Una vidriera. Iseka Personaje, ¿por qué insistís en recordar que todavía faltan veinticuatro días y una hora para cobrar? ¿Por qué no pensás más bien en esas manos ortopédicas que hay detrás del cristal? De un hermoso color rosado.

2. Cuento Una fecha fácil de Cristian Godoy. En Ruidos molestos. CABA: Conejos, 2016 Me parecía raro que Celia me mandara a llamar. La secretaria pidió permiso para interrumpir la clase y me avisó. Le entregué la hoja llena de cálculos y la puse a copiar en el pizarrón. Quiero que los tengan resueltos para cuando vuelva, les advertí a mis alumnos. No bien pisé afuera del aula, se armó un griterío infernal y vi a través de la ventana que volaban útiles y aviones de papel. Tuve que entrar: ¿tan rápido terminaron? Se hizo silencio. Conmigo los chicos obedecen, incluso los más salvajes. Celia y yo llevábamos en esta escuela más años que las baldosas, nos conocíamos de antes que ella la nombraran directora. En el patio, las madres terminaban de adornar el escenario. El acto estaba programado para la última hora. Era el grupito de siete u ocho madres que se la pasaban metidas acá adentro como si fueran alumnas. Intentaron frenarme y me preguntaron qué opinaba de la decoración. Aunque me daba lo mismo, sabía que las dejaría más tranquilas si les corregía cualquier pavada. Así como sus hijos me preguntaban hasta de qué color subrayar los títulos en el cuaderno, ellas necesitaban que una maestra les dijera dónde colgar las guirnaldas. Entré a la Dirección, creyendo que a Celia la encontraría sola. Pero había alguien más sentado en su escritorio, de espaldas a mí. Su camisa era blanca y se le traslucía el tatuaje en el omóplato izquierdo, con el dibujo de las Islas Malvinas. Celia estaba con la sonrisa torcida, la peor de todas, la que significaba catástrofe. Nos presentó. El hombre era un excombatiente que habían invitado a participar del acto. Alumnos de todos los grados y divisiones vivirían la experiencia de conocer a un soldado de verdad y hacerle preguntas. Yo tenía su nombre en la punta de la lengua –se había tocado el tema a lo largo de la semana en la sala de profesores–. Aunque mi memoria suele ser buena para los nombres de los alumnos, y de las personas en general, algunos se me resisten. Me acerqué a saludarlo con un beso y apenas consiguió despegarse tambaleando de la silla, agarrándose con una mano del respaldo. Enseguida volvió a dejarse caer con todo su peso y largó un gruñido. No había sido capaz de afeitarse y tenía un aliento a alcohol que volteaba. Comprendí el motivo de la llamada de Celia. Era sabido que la mayoría no había vuelto bien de la guerra. No podíamos exponer a las criaturas. Celia señaló el teléfono con los ojos y yo parpadeé: me preguntaba con ese gesto si debía cancelar y yo le respondía con otro que esperase. Así nos entendíamos siempre, como en un partido de truco. 20

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Los chicos estuvieron toda la semana preparando las preguntas le dije al excombatiente, a la vez que me sentaba a su izquierda. Pocas veces se los ve tan entusiasmados con una tarea. Me había referido a los alumnos como si fueran ratones que estaban más asustados que él y no irían a atravesarse en su camino. El hombre no me respondió, se hundió más en la silla y clavó la vista sobre el escritorio. O tal vez esa era la única respuesta que tenía para darme. Celia miró hacia la ventana y se mordió el labio. Está igual desde que llegó, intentaba decirme. Nosotras queremos agradecerle de corazón por haber venido continué. Comprendemos que no debe ser una fecha fácil para usted… Habrá pensado que estaba a punto de despedirlo, porque en ese momento enderezó el cuerpo y me fulminó con la mirada. Tenía los ojos rojos y, aunque yo sabía que estaba borracho, se lo atribuí más a la bronca. Luego volvió a desviar la mirada hacia el escritorio. Sentí que no dominaba la situación, me obligué a seguir hablando, tratando de que no me temblara la voz: Es sumamente valioso para nuestros alumnos que puedan escuchar la historia en primera persona. Presté atención a mis palabras; en esto colaboraba el hombre con su silencio, aunque no fuera su intención colaborar. La clave estaba en primera persona del singular. Los alumnos no conocían a ningún excombatiente, sus fotos nunca aparecían en los manuales; a lo sumo, como única referencia, tenían a los soldados de las películas yanquis. Le di a entender a Celia que se ocupara de entretenerlo. El gesto que le hice fue el de mis dedos índices girando entre sí como un rodillo. Tengo que volver al aula, nos vemos más tarde me disculpé. En menos de una hora comenzaba el acto. Salí a la calle como estaba, ni tiempo tuve de desabrocharme el guardapolvo, igual que un ama de casa que corre a atender con el delantal porque le tocan el timbre mientras la comida continúa en el fuego. Me subí al primer taxi que pasó y le avisé al conductor que tenía una urgencia y que no me asustaba la velocidad. Sabía que a Fermín lo encontraría lavando la vereda. Era el encargado de mi edificio. El taxi se arrimó al cordón con el motor encendido, bajé a la ventanilla y le pedí a Fermín que se acercara. Apoyó la manguera chorreando en el piso, por miedo a salpicar el auto. Le dije que necesitaba un favor, que apenas me demoraría un rato. Tenía que acompañarme a la escuela. Se me quedó mirando como asustado. Era cuestión de hablarle con firmeza y autoridad, en el mismo tono que a veces me obligaban a usar mis alumnos. Métale pata que estoy apurada, y cámbiese de ropa que vamos a un acto no podía subirlo al escenario con el overol. Ya me autorizó Graciela mentó. La presidenta de la comisión; una vieja que no entendía nada sobre temas de consorcio pero, como estaba jubilada, se metía en todo. Recién entonces, logré que se pusiera en movimiento. Arriba del auto, le tuve que explicar tres o cuatro veces la situación. Traté de usar palabras sencillas, de hablarle despacio y no abundar en detalles. El 21

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taxista había bajado el volumen de la radio y cada tanto nos observaba a través del espejo. Fermín me decía a todo que si, como a los locos, pero yo sé darme cuenta cuando una lección no se entendió. Le preguntaba si le habían quedado dudas, aunque su única duda era saber si íbamos a tardar demasiado. Seguía preocupado por la señora Graciela y los demás vecinos. Cuando llegamos a la escuela, los alumnos formaban en el patio, desde primero a séptimo. La secretaria se hacía cargo de mis chicos. Celia me mostró las llaves de la Dirección a distancia y enseguida deduje que había logrado sacarse al excombatiente de encima. Subí al escenario y lo senté a Fermín en el pupitre. Los nervios le aumentaban a cada minuto y tenía que llevarlo a todas las partes del brazo. Por las dudas me quedé ahí mismo, escondida a un costado. Estábamos listas para empezar. Celia dio unos golpecitos al micrófono, esperó que el público guardara silencio y leyó unas reflexiones que ella misma había escrito sobre la guerra. Luego llegó mi turno de pasar al frente y dedicarle unas palabras a nuestro héroe, pero otra vez el nombre se me desvaneció en el aire y no me quedó más opción que presentar a Fermín, como Fermín. Él se levantó de su pupitre y todos los recibimos con aplausos, aunque los padres y el resto de los docentes aplaudían dubitativos. Seguramente les llamaría la atención un soldado tan viejo, siendo que la guerra había ocurrido una década atrás. En cambio a los chicos se los veía muy entusiasmados. El único que no se sabía la letra de la marcha era mi encargado. Yo lo chistaba para que al menos moviera los labios, pero no me hacía caso. Fui llamándolo en un tono de voz cada vez más elevado, hasta que Celia desde la primera fila se tocó el lóbulo de una oreja y supuse que los demás podían escucharme por encima de la música. Fermín tenía cuerpo de pinza: lo hombros caídos, las piernas chuecas. Pero ahí, solito sobre el escenario, sin el overol, lo vi más encogido de lo que era. Todos volvimos a toma asiento y los alumnos de tercero hicieron una coreografía de “Contra viento y marea”, de Marilina Ross, con porras blancas y celestes. Los padres se agolpaban junto al borde del escenario y no paraban de sacarles fotos. Al terminar la canción, llegó el momento de las preguntas y me encomendé a Dios. Fermín se inclinaba hacia adelante para escuchar, a pesar de que le hablaban con micrófono. Después se quedaba pensando por un rato largo o miraba hacia mi costado, buscando que le soplara la respuesta. La situación se hacía insostenible. Les hubiera arrancado el micrófono de las manos. ¿Tuviste miedo?  quiso saber uno de cuarto grado. Fermín se enderezó sobre el pupitre y fulminó al chico con la mirada, y con eso logró parecerse más que nunca al excombatiente. O l había gustado que se mencionara esa palabra. ¿Viste muertos?, preguntó otro. ¿Mataste a alguien? Fermín se aferró al micrófono y puso otra cara que yo le conocía, de cuando trataba de asustar a los chicos del edificio contándoles historia sobre el Pombero. A continuación, se puso a relatarles cómo los aviones volaban al ras de la tierra y podaban los árboles, las bombas iluminaban el cielo en plena noche, las grietas se ensanchaban a los pies de los soldados. Cuando disparaba contra los ingleses, hacía el gesto de sostener una escopeta. Cuando atravesaba un campo minado, levantaba las piernas en el aire. Cuando volvían a caer bombas, se 22

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acurrucaba en el pupitre. Su guerra parecía salida de un videojuego. Los chicos estaban embobados con él. A Celia ya no me animaba a mirarla. El corazón se me fue a la garganta cuando vi que el excombatiente se acercaba en zigzag desde el fondo del salón. Su aspecto había empeorado, tenía la camisa abierta hasta el pecho y las manos en los bolsillos. Cada vez caminaba más torcido, a los tropezones, como si pretendiera meter las zapatillas debajo de las baldosas. Decidí adelantar la sorpresa del final y le indiqué a la nena encargada de entregar la placa conmemorativa que fuera de inmediato al encuentro de Fermín sobre el escenario. La nena se dio vuelta a preguntarme por qué la placa tenía el nombre de otra persona, pero la empujé sin responderle. Esta vez los aplausos fueron unánimes e interminables. El excombatiente terminó de acortar la distancia y se acopló al grupo de adultos. El bullicio y la rapidez con que sucedían las cosas me impedían acomodar las ideas. En cualquier momento vomita, pensé, y cae desmayado sobre el charco. O se trepa al escenario y lo muele a trompadas a Fermín. O saca un revólver y nos mata a todos. Ya no me importaba qué iban a pensar los padres de nosotras, tener que renunciar, que me metieran una denuncia. Me disponía a conseguir un micrófono y pegar el grito, cuando el hombre sacó las manos vacías y se sumó al aplauso. 3. Cuento Oriente de Laura Ormando. En Germen. Autores germinan autores. CABA: Alto Pogo, 2016 No hubo forma de convencerla: Nora quería té de jazmín y del barrio chino. Ignorar un capricho lleva más tiempo que satisfacerlo, de manera que aquí estoy: resignado frente al paso a nivel que divide Oriente de Occidente, con una bolsa de maníes en la mano. Mientras pasa el tren, tomo uno y lo estallo entre los dedos. Nora se crispa. Así de sensible puede ser, hasta con una cáscara. Con el último vagón, se devela el barrio chino: dos cuadras de comercios y restaurantes de comidas típicas de las que nada puedo decir. ―Sopa de algas‖, mencionó Nora una vez, pero no estoy seguro de si era china, tailandesa o una receta del canal Gourmet. A mí la sopa no me gusta. La vereda explota de puestos con chucherías doradas y rojas. Nora me reclama desde uno pequeño, casi escondido a mitad de cuadra. El vendedor enfatiza con señas los beneficios de una pomada, pero Nora le pregunta por una pulsera de cuentas verdes. ―Jade‖ y ―no rompe‖, son las únicas respuestas que obtiene, además del precio. Dos minutos más tarde, sacude radiante la pulserita sobre su muñeca. Eso no es jade, de acá a la China. Si no la conociera pensaría que el té de jazmín ha quedado en el recuerdo, pero Nora nunca abandona su objetivo. Se lanza sin aviso entre unos hombres que descargan tambores gigantes con pescado y se pierde detrás de una nube de sahumerios apestosos. Corro hasta ella, entre el tumulto de orientales, y termino en la puerta de un almacén. Bajo la pequeña luz de las farolas de papel, la busco entre los pasillos, pero me quedo con el remedio de la espera. El olor a sahumerios es ahora una niebla dulzona que lo cubre todo. El lugar desborda de cajas y bolsas, pero no hay ningún ser vivo a la vista. En un extremo, alcanzo a distinguir una esfera roja. ―Feng shui‖, me explicó Nora cierta tarde, mientras colgaba una idéntica en nuestra ventana. Su versatilidad rompe con cualquier pronóstico: hace dos años seguía la enseñanza de Don Juan y consumía hierbas mientras intentaba pasar por el estadio cazador, ahora es el ―Feng Shui‖, el té de jazmín y la armonización. Sabrá ella lo que vendrá después. 23

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Paseo entre las góndolas. Tomo porque sí una bolsa de contenido oscuro con ideogramas dispersos: ni siquiera me esfuerzo por saber de qué producto se trata, sólo que pesa y que, al oprimir el plástico, se disparan burbujas viscosas. Juego a mover el pulgar por todo el contenido, lento y verde. Presiono más fuerte y llevo el contenido hacia arriba. Aprieto más. Ya no se ven burbujas, y los ideogramas están ensanchados. La bolsa va a explotar. Depende de mis dedos que el lugar quede enchastrado por la cosa gelatinosa. Lo hago, lo hago, lo hago. No. Pero no lo hago. Soy demasiado cobarde para quedar expuesto. Deshago la tensión y la bolsa vuelve al estante. Miro, por si acaso alguien ha presenciado mi manipulación, pero la única que se deja ver es Nora, quien con el ceño fruncido compara dos cajas del mismo color. Mueve la cabeza entre una y otra, las gira, las ubica en los estantes y las vuelve a quitar. En el casi grito de su nombre escucho un tintineo y algo impacta contra mi pie. Mis ojos descubren una esfera pequeña y azul. La levanto, la observo: tiene microcositas en dorado. Busco a un posible dueño y encuentro a un niñito oriental que me mira sonriente en el extremo opuesto del pasillo. Me extiende el brazo. Luego el otro. Camino hacia él, con la bolita azul atorada en el hueco de mi mano. El tintineo se reanuda y mis manos comienzan a sentirse ajenas. Una extrañeza blanda, líquida, que se intensifica con cada paso. Los dedos comienzan a fundirse en la superficie pulida de la esfera, sin que pueda hacer nada al respecto. La piel se diluye y la carne se torna flexible, mientras los huesos pierden del todo su rigidez. Al camino de la mano izquierda, lo siguen la derecha, un brazo, el otro, las piernas, los pies. Lo último en ingresar es la cabeza. La bola azul cae sobre el suelo. Desde adentro, la vista es azul y craquelada, pero no alcanzo a distinguir más que sombras y bultos. Yo mismo no puedo reconocerme aún, fagocitado y rearmado en este estado casi bacterial. Sin querer, una parte desprevenida de mi nuevo microcuerpo roza la pared de la bola y el tintineo se escucha agudo y preciso. Un roce, un tintineo: así parece funcionar el mecanismo. Entonces sobreviene una rápida oscilación, la elevación y abandono del suelo. Alcanzo a distinguir yemas de dedos, que marcan caminos concéntricos y blancos. Trato de ver quién es ahora mi guía y me encuentro con un par de ojos infantiles y rasgados que escudriñan el interior de la bola. El niñito se ríe y sacude la bola, conmigo adentro. Me golpeo cada vez contra los bordes y los tintineos se sacuden de manera feroz. Cuando al fin se detiene, la intensidad lumínica llena plenamente el interior. Las estridencias externas se suceden una tras otra, hieren la esfera, mis retinas y mis oídos, si es que aún puedo llamarlos así. Ajusto un poco más la visión, y aparece Nora. Se detiene y me busca entre los occidentales, que se han duplicado desde que llegamos. Parece perdida. Creo que me busca. Quiero gritarle. Acaso escuche el tintineo; le gustan los cascabeles, quizás esto llame su atención. Enloquecido por la idea, golpeo las paredes internas. Me detengo y la miro. Sí, viene hacia mí. Se agacha y acaricia la cabeza del pequeño oriental. Vuelvo a provocar sonidos. El niñito le da la bola azul y Nora, encantada, la toma mira hacia adentro. Sonríe. Sí, me vio. Mueve la cabeza prefecta y despeinada y pasa la mano por los lacios indiferentes de su hombro. Luego le devuelve la bola al niñito y se aleja. Alcanzo a ver que lleva una bolsa de plástico con tres cajas de té de jazmín. Las veo a través de la bolsa. La veo a ella cruzar las vías del tren y abandonar Oriente.

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4. Cuento Acapulco de Cristian Godoy. En Ruidos molestos. CABA: Conejos, 2016 El viejo estaba tan achicharrado en el sillón que la espalda de mi amiga no me dejaba ver nada de él. Yo caminaba rezagado y con vergüenza, no sabía bien por qué, si ya había estado otras veces en la casa de Eliana. Pero ésta era la primera desde que se lo había traído al abuelo a vivir con ella. Mirá quién vino a visitarnos…le habló Eliana casi a los gritos y se abrió a un costado para que pudiera verme. ¿Te acordás de Conejo? Su abuelo la miró angustiado, como diciéndole: por qué me hacés esto. Sólo después se animó a mirarme y sonrió, pero era evidente que no me había reconocido. Hacía años que nadie me llamaba así: ―Conejo‖. En cuanto mi amiga lo trajo al presente, regresó el mismo odio infantil, las bromas fáciles y repetidas a las que nunca me acostumbraría, fotos con car de culo para no mostrar las paletas. Eliana y yo éramos amigos desde la primaria. Sus abuelos vivían cerca de nuestra escuela y se encargaban de cuidarla mientras su mamá iba a trabajar. El abuelo ya estaba jubilado en aquel entonces. Si ella volvía a llamarme Conejo era para estimularle la memoria, porque el apodo me lo había puesto él. A juzgar por el estado en que se encontraba, era lo mismo que tirarle un salvavidas a un cadáver. Confieso haberle envidiado, al menos por un segundo, que pudiera olvidar y no sentir culpa, que la decisión sobre qué olvidar y qué no le fuera totalmente ajena. Hace poco le cambiaron la medicación y anda medio perdido explicó Eliana empleando el mismo tono del principio, aunque dando por sentado que su abuelo ahora no podría escucharla. Cuando me acerqué a darle un beso, me atajó la mano e intentó morderme un dedo. No tenía más los dientes amarillos por el tabaco, sino de ese blanco artificial, casi fluorescente, de los postizos. Me acordé de la marca de cigarrillos que fumaba, el olor que mi madre después me sentía en el pelo. Eliana le pegó suavemente en los nudillos para que soltara, me dijo que no tuviera miedo porque lo hacía con todo el mundo, cosa que se encontraba al alcance se la llevaba de inmediato a la boca y succionaba: un pañuelo, el borde del mantel, las patillas de los anteojos. Yo me acariciaba el antebrazo mientras la escuchaba, donde alguna vez llegué a tener una quemadura. De lejos, por las canas, no se le notaba tanto la barba desprolija. Afeitarlo podía consumirle más de media hora mi amiga, eso si el viejo había amanecido en una de sus buenas mañanas. De lo contrario, era imposible acercársele con la gillete sin correr el riesgo de degollarlo. Eliana dijo que se ponía muy contento con las visitas. Yo, que la conozco, le adiviné la intención de que le diera una mano con la afeitada, pero no me ofrecí. Al margen de todo, no estaba ahí en plan de visitar a nadie. Lo que más me impresionó al verlo, a pesar de ser lo más esperable en cualquier hombre de su edad, era que hubiese terminado de perder el poco pelo que le quedaba. Las manchas de color café con leche sobre la piel me hicieron pensar que su cabeza se parecía a los huevos de los dinosaurios, en las ilustraciones de un álbum de figuritas que coleccioné en la infancia. Eliana había hecho foco solamente en el deterioro mental de la enfermedad está cada vez peor, fue lo primero que me respondió al teléfono cuando le pedí el favor de ir. Por esa misma razón, yo no me había mentalizado ante el deterioro físico de la vejez. Eliana me retó por haber traído toalla y shampoo, preguntó si acaso la consideraba sucia o miserable. Yo le respondí que no quería abusar, bastante que me ayudaba prestándome el baño. Desde el día anterior estaba sin agua en mi departamento. Al fregarme con la esponja, sentí ardor en la muñeca y descubrí que el viejo me había dejado una marca en su arrebato por masticarme los dedos. Aún no se le iba la fuerza que yo le había conocido años atrás, tan superior a la mía porque así lo recordaría siempre, desde mi lugar de niño, la facilidad con que podía inmovilizarme los brazos, su sonrisa mientras le pateaba las pantorrillas para que me soltara. Pero la imagen que me había construido de él, de cuando Eliana y yo éramos chicos, ya no me servía de nada; tenía la misma validez que esa fotos recortadas de las revistas que ponen los portarretratos a la 25

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venta, donde las personas que allí posan, por más que se coloquen en situaciones propias de una familia, y las vistan con ropa acorde, nunca dejan de verse como modelos publicitarios. El único recuerdo real y confiable del abuelo de Eliana pasaba a ser para mí esa pequeña línea roja sobre la muñeca lastimada. Estar parado debajo del chorro de agua en una ducha ajena, escuchando la voz y las risas de Eliana al otro lado de la puerta, que continuaba la conversación, me hacía recordar a nuestras primeras vacaciones solos. Habíamos alquilado entre varios amigos un departamento en Mar del Plata, cerca del balneario La Perla. Camino a la playa, teníamos que pasar frente a un geriátrico que se llamaba Acapulco. Los viejos estaban en la vidriera, mirando en pijama hacia la calle, hacia nosotros que no habíamos dormido más de dos horas y no teníamos sombrilla. Horas después, mantenían idéntica postura, salvo algún pequeño detalle, como en juego de encontrar las siete diferencias. Una de esas tardes, Eliana se paró enfrente y dio que había que ser muy hijo de puta para tenerlos ahí encerrados. Los viejos no podía escuchar a través del vidrio, pero todos supimos que mi amiga acababa de hacerles una promesa: la de nunca internar a un familiar. A partir de ese momento, cada vez que nos dirigíamos a la playa, dábamos la vuelta manzana para no tener que volver a pasar por la puerta del geriátrico. Terminé de bañarme y el viejo se había quedado dormido con el pañuelo a medio salir de la boca: Lo saludo de tu partedijo Eliana. El corte llevaba más de una semana de corrido, un par de vecinos habían salido en un noticiero de la tele. No teníamos luz ni agua en el edificio. Yo seguía yéndome a bañar a la casa de Eliana, por una cuestión de amistad y cercanía geográfica, aunque a estas alturas el favor era más mío que de ella. Tuve que esquivar las bolsas en el piso. El viejo estaba en su peor día y no se lo podía dejar solo un minuto. Eliana me pidió que me quedara un rato con él, mientras acomodaba las compras. Hacele compañía, me pidió. Me senté al lado. Hablar me hubiese obligado a dejar de contener la respiración y aspirar de un solo golpe a todos los olores juntos que estaban impregnados en el sillón. Eliana no tardó en percibir el silencio sostenido y reapareció con una toalla, shampoo, crema de enjuague, ojotas que me iban chicas en los talones. Agarró dos puntas de la toalla que era roja y se puso a torear a su abuelo. Tenía puesta una cofia de baño, que hacía las veces de esas gorritas que usan los toreros. Sus payasadas me hicieron reír. Cuidado a ver si te tragás un pedazo de mesa me dijo el viejo. Quedamos mudos ante la intervención. Siempre había rematado con esa broma cuando yo me reía y dejaba exhibidas mis paletas. Pero cómo establecer si realmente se acordaba de mí, si podía relacionar ese recuerdo con el adulto que tenía sentado al lado, o si sólo había reaccionado por reflejo al timbre de mi risa. No puedo asegurar que nos hayamos alegrado ante su ataque de lucidez. Aunque esto Eliana jamás lo admitiría, ni siquiera se atrevería a pensarlo, le estaban cambiando el final sobre la marcha. Y así como el deterioro había de reanudarse al instante siguiente, no bien el viejo se quedara callado o dijera algo menos lúcido, también se reanudaría el duelo. Ella estaba con los ojos llorosos, aunque conteniendo las lágrimas. Yo me tocaba el filo de los dientes con la punta de la lengua. La comida que aún no se había echado a perder estaba guardada en su freezer. Le decía que dispusiera libremente de ella, pero Eliana me aseguraba que no tenía hambre. La toalla roja se había convertido en mi toalla, nadie más la usaba. Me sentía cada vez más impregnado de la casa. Temía que, una vez que volviera el agua, de todas maneras, no pudiera dejar de ir. El viejo se olvidaba de que, apenas cinco minutos atrás, lo habíamos acompañado al baño y volvía a reclamar que tenía ganas. A veces era más sencillo sentarlo en el inodoro y quedarnos un rato aunque no hiciera nada, antes que ponernos a discutirle. También se olvidaba de que esa casa no era la suya. Peguntaba por objetos que según él le habían robado. Quería, por ejemplo, salir a tomar mate bajo una glorieta que ya no existía.

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El colchón amaneció mojado y entre los dos lo arrastramos hasta el patio para ponerlo a secar al aire libre. Yo me preguntaba cómo podía pesar tanto. En ese patio pelado no había ninguna glorieta, ni nada que diese una puta sombra. ¿No está sucio el piso?, observé cuando llegamos e inmediatamente me sentí un idiota. Eliana no me respondió. Soltamos la carga y cada uno se secó la frente. Estando el colchón en el medio, sentía que nos separaba una distancia enorme. Esto no es vida para vos ni para él le dije. ¿Y qué es vida para vos? ¿Un geriátrico? Pensé en el geriátrico de la costa. El Acapulco. Bajé la mirada y me pareció que el meo aún se esparcía sobre el colchón. Quise que habláramos de esas primeras vacaciones, que nos riéramos juntos de las viejas anécdotas. Pero no hablé de Acapulco, ni de Mar del Plata. Mantuve la boca cerrada, como debería haber hecho desde el principio. Entreabrí la puerta para que el vapor se fuera más rápido. Tenía la toalla envuelta en la cintura. Eliana estaría a la expectativa de escuchar primero el cese de la ducha, luego la mampara y por último el picaporte, porque en ese preciso momento me avisó que se escapaba cinco minutos hasta la farmacia. Me dejaba a solas con el viejo de la única manera posible: sin preguntar. Yo le grité que todavía tenía que cambiarme. Enseguida vuelvo, no tardo, me respondió. Su voz sonó bastante más alejada. Mi ropa estaba en la habitación de Eliana. A pesar de que no fuera a entrar nadie, me sentía más cómodo si entornaba la puerta. No me saqué la toalla, empecé por las medias. Entonces me pareció escuchar un quejido largo, agudo, inestable, que sonaba como una sirena que se iba quedando sin batería. Ninguna palabra concreta, ni siquiera sílabas. Me asomé a preguntarle al viejo si le pasaba algo. No esperaba respuesta de su parte, pero necesitaba hablar en voz alta para no dejarme dominar por los nervios. Qué hago si se muere, pensé. Me subí el bóxer a las apuradas. Fui hasta el comedor en cuero y descalzo, con una sola media. Lo encontré en su sillón como siempre, incluso la posición no tenía nada de extraño, pero de adentro del pecho le brotaba un silbido que podía ser de agitación o tal vez angustia. Los labios se le hundían. Ya viene Eli. No se preocupe. Por más que hacía esfuerzo, no lograba ver a un viejo indefenso que necesitaba mi ayuda. Lo veía como había sido siempre. Me pasaba lo mismo que a él cuando se confundía de casa, aunque a mí la memoria no me fallaba. Notaba los mismos huecos, yo también extrañaba la glorieta del patio, los mates por las tardes bajo la sombra. A pesar de que el sillón no se parecía al otro más grande y antiguo que el viejo tenía en su casa, lo recordaba a la perfección. Debajo del tapizado empezaba a traslucirse el tapizado de ese otro mueble, las calas sobre fondo negro que durante años se me habían aparecido en sueños y que creía haber arrancado de mi cabeza. Estaba paralizado. Me obligué a dar un paso hacia el sillón. Luego, de a poco, di los restantes. El silbido aún brotaba del pecho, yo quería taparme los oídos. Me incliné hasta poder verlo a los ojos y cerciorarme de que al menos estaba consciente. El viejo me sostuvo la mirada y recién entonces pudo relajar los músculos de la cara. ¿Se encuentra mejor? le pregunté. Vení, Conejo. Sentate conmigo me respondió con la voz carrasposa, al mismo tiempo que se golpeaba los muslos con las piernas abiertas.

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La reseña literaria DOMINGO, 28 DE FEBRERO DE 2016 PIA BOUZAS

TUS ZONAS OSCURAS En los cuentos de Un largo río, de Pía Bouzas, las situaciones límite, los accidentes y los peligros mortales plantean un más allá a los personajes que deben seguir viviendo. Una lograda colección de historias que indagan en las zonas oscuras de lo real. Por Sebastián Basualdo

Un largo río. Pía Bouzas. Gárgola 162 páginas Así como la muerte es algo que siempre les sucede a los demás pero invariablemente remite a la propia, algo similar ocurre con las desgracias ajenas en muchos de los cuentos que integran Un largo río, donde los personajes experimentan un sentimiento muy intenso: más allá de la inconformidad o incluso infelicidad en la que estén sumidos, sus vidas ya no les resulta tan terribles después de todo. Una vez que pasó ese primer instante de temor y temblor (terror a ser alcanzado por la fatalidad algún día) todos se meten de lleno en esa ilusión que llamamos presente como un lugar aparentemente seguro donde refugiarse. Sentimiento que deja una sensación extraña cuando el lector se asoma por esas zonas oscuras donde 28

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imperan los deseos y pensamientos inconfesables. En “Por primera vez en mucho tiempo nos sentimos a salvo”, por ejemplo, una pareja viaja a España, tal vez para oxigenar la relación o intentar salvarla (el desamor asoma con furia en la mujer); lo cierto es que aprovechan ese viaje para visitar a Miriam en Barcelona, una antigua amiga de la narradora en la época que estudiaban juntas en la facultad. Hace años que no se ven y el encuentro apenas si logra recuperar migajas del pasado. Ocurre que Miriam y su esposo han sido atravesados por una de esas desgracias de las que difícilmente alguien puede recuperarse (develarlo sería atentar contra el cuento), pérdidas que pueden llevarte a relatos místicos donde surge la idea karma o la reencarnación, cualquier cosa que haga más tolerable la vida. Y lo que en un principio pareciera incomprensión por parte de la narradora pronto da un giro para definir esas zonas oscuras que Pía Bouzas desarrolla a lo largo del todo el libro. “Martín me da un beso en la boca, como si me dijera tenés razón o qué suerte que estamos juntos, y yo me acurruco en sus brazos, protegida. Parece mezquino, lo sé, pero por primera vez en mucho tiempo nos sentimos a salvo”. Algo similar pero desde otra perspectiva ocurre en “El bebé de Geraldine”, donde el descubrimiento de un secreto en la vida privada de una empleada doméstica logra movilizar a la dueña de casa cuando al mirarse a sí misma comprende que, por más lejos que se encuentre de tener una familia ideal, siempre hay vidas peores que sirven como un espejo para observar la propia realidad con algo de alivio. “Si ese día yo no hubiera descubierto que mi marido me engañaba con otra mujer, me habría espantado de la historia de Geraldine”. Exceptuando el cuento que lleva por título el libro, en el que toda una vida familiar se reduce a un instante que cabe en la habitación de un hospital donde una mujer con una enfermedad terminal es acompañada por sus hijos, el resto de los cuentos breves adolecen de cierta fragilidad e inconsistencia. Quizá porque en el cuento demasiado breve Pía Bouzas no logra desplegar sus mayores virtudes como narradora: la capacidad que tiene para, una vez generado el clima de tensión, resolver en unas pocas líneas la historia hasta generar más de un sentido oculto. Y por sobre todas las cosas, el modo con que aborda temas dolorosos y complejos que no son tan simples de encontrar en la literatura argentina, o por lo menos no sin que se note muchas veces la costura, acaso una distancia desmedida que termina reduciendo todo a su anécdota o tan literaria que resulta inverosímil. La originalidad de Pía Bouzas podría reducirse a una cuestión de perspectiva: el punto de vista que logra sobre todo cuando narra en primera persona porque recrea con naturalidad el modo particular de ver el mundo de cada uno de sus personajes sin pisar jamás la baldosa floja del arquetipo. Una prueba de esto es “Los juegos de Max”, historia terrible y bellamente escrita donde la muerte de un hijo invierte hacia el final por medio de un gesto tan íntimo como desgarrador la historia de un matrimonio recientemente divorciado. Un cuento memorable y de los más logrados es “Un globo, una nave espacial y un robot tirafuego” donde Bouzas reconstruye desde un clima tan opresivo como inocente aquel 20 de junio de 1973 a través de la mirada de un niño que está siendo cuidado por su abuela mientras la ausencia de su madre se convierte en algo más que un simbolismo de aquella generación. Un largo río es un libro donde el dolor de los demás se invierte a favor de una mirada honesta sobre el duro oficio de vivir.

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-5796-2016-02-29.html

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Identifiquen en la reseña los siguientes elementos: nombre del autor de la obra reseñada datos de la obra datos de la edición temas de la obra opiniones del autor de la reseña En la reseña literaria, el autor informa sobre las características de una obra y manifiesta una opinión sobre ella. El propósito es anticipar (pero no revelar por completo) el contenido del texto que se reseña, y orientar al lector mediante un comentario fundamentado. Se pueden encontrar reseñas de libros en los suplementos literarios de los diarios y también en algunas revistas. Además, en la actualidad, gran parte de las opiniones sobre las obras circula por sitios web, revistas digitales y blogs.

Reseñas en la web Blog http://espaciodelij.blogspot.com.ar/

RESEÑAS LIJ (Febrero 2016) LIJ. Literatura mayor de edad Pedro C. Cerillo Torremocha Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha Cuenca, 2015 Colección: Arcadia nº25 Nº de Páginas: 192 El reconocimiento de la existencia de una Literatura Infantil y Juvenil (LIJ) es todavía reciente, aunque desde hace un tiempo casi nadie pone en duda su existencia. En este libro el autor ofrece nueve estudios sobre LIJ, en los que se habla entre otros asuntos, de su consideración como literatura con pleno derecho, de la importancia de la voz mediadora del adulto en las primeras edades lectoras, de la discutida especificidad de la literatura juvenil, de la poesía infantil como género literario poco explorado, o del canon y los clásicos literarios en su relación con la LIJ.

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BOLETÍN N° 100: ENERO 2016 - RESEÑAS LIJ (Enero 2016) Introducción a la literatura infantil y juvenil actual (2ª edición) Teresa Colomer Madrid, 2010 Nº de páginas: 254 Editorial: SINTESIS Una actualización necesaria para el campo de la Lij… Esta obra proviene de otra, publicada en 1999 en esta misma editorial, totalmente reformulada en su texto y ampliada con ilustraciones y actividades didácticas sobre las cuestiones tratadas. Responde a cuatro preguntas fundamentales sobre la literatura infantil y juvenil, debidamente divididas por capítulos: -¿Para qué sirve n esos libros dirigidos a la infancia y la adolescencia? -¿Cómo facilitar su lectura? -¿Cómo es la literatura infantil y juvenil, tanto la ya clásica, como la actual? -¿Cómo elegir los libros más adecuados entre la gran oferta existente? En el capítulo final denominado ―Para saber más‖: se especifica una bibliografía básica sobre Lij; se mencionan algunos centros de documentación de referencia; autores e ilustradores actuales y finalmente se ofrecen dos tablas de orientación cronológica sobre la evolución de la Lij universal y española, específicamente. (desde el siglo XVII hasta 1977) Así pues estudiantes de las carreras educativas, maestros, bibliotecarios, animadores culturales, autores y, por supuesto, los padres encontrarán en este libro información útil para iniciar a las nuevas generaciones en el diálogo cultural que ofrece la literatura. La obra constituye una sistematización rigurosa, ordenada y completa de todos los temas que giran actualmente alrededor de la literatura infantil y juvenil: géneros, como el álbum ilustrado; valores educativos, como la evolución del sexismo; orientaciones educativas, como la planificación escolar de las actividades literarias; criterios de selección, como la calidad de las obras o prácticas recomendaciones de libros incluidas en todos los apartados tratados. Puede consultarse el índice completo en: http://www.literatura.gretel.cat/sites/default/files/Indice.pdf (*) Teresa Colomer es profesora en la Universidad Autónoma de Barcelona. Coordina el Máster Internacional de Libros y Literatura Infantil y Juvenil, el Máster Interuniversitario de Biblioteca Escolar y Promoción de la Lectura y la Diplomatura de Biblioteca Escolar, Cultura Escrita y Sociedades en Red promovida por la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI); y dirige el equipo de investigación de Literatura Infantil y Educación Literaria (GRETEL).

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ENTREVISTAS LIJ Aprovechamos a compartir una jugosa entrevista que –recientemente- hicieron a Teresa Colomer en la revista brasileña Vía Atlántica, Sao Paulo. (Por Claudio José De Almeida Mello) Entrevista completa en: http://www.revistas.usp.br/viaatlantica/article/view/100870/107097

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Los pichiciegos by Rodolfo Enrique Fogwill

3.96 · Rating Details · 449 Ratings · 31 Reviews Escrita en medio del conflicto bélico y terminada poco antes de que finalizara la guerra de Malvinas, esta novela narra la historia de un grupo de desertores de las fuerzas argentinas que arman una red paralela y clandestina de tráfico de mercaderías. Esta versión a contramano de lo ocurrido no es pacifista ni condesciende a forma alguna de paternalismo o de piedad, sino que se limita a imaginar los submundos de una guerra que encuentra en Los Pichiciegos la manera más exacta de mostrarse. La gran obra de un escritor imprescindible (less) Paperback, 156 pages Published 2006 by Interzona (first published 1983) More Details...edit details

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Mar 27, 2014Alejandro Soifer rated it Like · comment

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Distancia de rescate by Samanta Schweblin 3.98 · Rating Details · 350 Ratings · 69 Reviews

El campo ha cambiado frente a nuestros ojos sin que nadie se diera cuenta. Y quizá no se trate solo de sequías y herbicidas, quizá se trate del hilo vital y filoso que nos ata a nuestros hijos, y del veneno que echamos sobre ellos. Nada es un cliché cuando al fin sucede. En las páginas de Distancia de rescate, los interrogantes que se imponen son: ¿Hay acaso algún apocalipsis que no sea personal? ¿Cuál es el punto exacto en el que, sin saberlo, se da el paso en falso que finalmente nos condena? Samanta Schweblin ha escrito un relato extraordinario e hipnótico, urgente y perdurable, que logra mantenernos inevitablemente atrapados y sumergirnos en un universo ficcional estremecedor. (less) Paperback, 128 pages Published 2014 by Random House Mondadori Original Title Distancia de rescate ISBN13 9789873650444 Edition Language Spanish Other Editions (7)



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Eje temático: prejuicios, discriminación y marginación 1. Cuentos negreros de Marcelino Freire (traducción de Lucía Tennina) CABA: Santiago Arcos editor, 2013.

Marcelino Freire nació en 1967, en Sertania, Pernambuco, en el Nordeste de Brasil. Vive en San Pablo y es uno de los principales escritores de la nueva generación de artistas brasileños. Autor, entre otros, de los libros de cuentos Angu de Sangue y BaléRalé, ambos publicados por la editorial Atelie, de San Pablo. Creó la Balada Litterária, uno de los más importantes eventos culturales de Brasil que se realiza, desde 2016, en el barrio paulista de Vila Madalena. Cuentos negreros (Editorial Record) fue publicado en 2005 y recibió el Premio Jabuti al Mejor Libro de Cuentos del año.

Canto II Solar de los príncipes CUATRO NEGROS y una negra frenaron en la entrada de este edificio. El primer mensaje del portero fue: “¡Dios!”. El segundo: “¿Qué quieren?” o “¿Qué piso?” o “¿Por qué todavía no arreglaron al ascensor de servicio?”. “Estamos haciendo una película”, respondimos. Caroline aclaró: “Un documental”. No tengo ni idea qué es eso, qué se yo, no sé. Que cada uno de nosotros muestre sus documentos de identidad y listo. “Estamos filmando”. ¿Filmando? ¿espiando? Los ladrones hacen eso cuando quieren secuestrar. Acompañan el día a día, las costumbres, los horarios en que la víctima se va a trabajar. En el edificio hay gerentes de banco, médicos, abogados. Menos el administrador. El administrador nunca está. ¿De dónde son ustedes?  Del Moroo do Pavão.  Vinimos a grabar un largometraje.  ¿Un metra qué? 34

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Metralladora, caño largo, granada, negros armados hasta las encías ¿No le dije? Voy a salir corriendo. Los nordestinos son hombres ¿Los porteros son o no son hombres? Caroline decidió iniciar un diálogo así: “La idea es entrar a un departamento del edificio, de sopetón, y filmar, hacerle una entrevista al que vive ahí”. El portero: “Entrar un departamento?”. El portero: “No”. El pensamiento: “Estoy jodido”. Fue mía la idea, lo confieso. Las personas viven subiendo al moro para hacer películas. Les abrimos nuestras puertas, les mostramos nuestras cacerolas, mierda. Así fue: compré una cámara de tercera mano, nos pusimos a de acuerdo, ensayamos unos días. Imágenes exclusiva, tomadas de la vida de clase media. Caroline: “Querido, por favor, cariño”. Caroline le mostró el micrófono, de lejos. Con sus labios le llamó la atención, no sé. ¿Van a golpearme con el micrófono? El micrófono nos lo prestó un pai-de-santo, que nos patrocinó. El portero llamó a los departamentos 101, 102, 108. Fue pasando por todos los pisos. Me están asaltando, presionando, llamen al 190, qué se yo. La gracia era que nadie se enterara. Se pierde la espontaneidad del testimonio. Que los vecinos cuenten cómo es vivir con autos en el garaje, con cuenta corriente, con piscina, con computadoras modernas. Fama y dinero. Festival de Brasilia. Festival de Gramado. Mostrar la película en el barrio y también ahí en el salón de fiestas del edificio. No. Nosotros no solamente oímos samba. No solamente oímos balas. Este portero no parece negro, al dejarnos encerrados del lado de afuera. El morro está ahí, abierto las 24hs. Nosotros les damos la bienvenida de brazos abiertos. Los malandros entran, investigan sobre nuestro pasado. Nosotros nos desahogamos como loros. Hablamos demasiado, ofrecemos hasta lo que no tenemos, agua, café, coca-cola. La mierda del portero no nos deja empezar. Qué cagada. Domingo, hoy es domingo. Solo queremos saber cómo almuerzan las familias. Si hacen la misma fiesta que nosotros. Platos, feijoada, servilletas. Carajo, no hacía falta el administrador. Escuche. Vamos a sacar la cámara del bolso. Le mostramos que somos buenos, que solo mejorar, eso, nuestra fama. Hacer cine. Cine. Piense en la gran dama Fernanda Montenegro, casi se gana un Oscar. Fernanda Montenegro, no, ella no vive acá. Y nos advirtió: “Voy a llamar a la policía”. Nosotros: “¿Llamar a la policía”. A nadie le gusta la policía. No queremos ese tipo de noticias. Hicimos todo esto con un esfuerzo del carajo. Nicholson dejó de ir a vender churros. Caroline faltó al boliche. Yo dejé a mi esposa, mi perra y mi hijo. No es un largo, es un corto. La alegría de los pobres es dura y dura poco. ¿Qué? Les di la orden: filmen Empezamos a filmar todo. Algunos vecinos posando la cara por los balcones. El tránsito transitado. La sirena de la policía. ¿Eh? La sirena de la policía. Toda película tiene sirenas de policía. Muchos tipos. 35

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En cámara violenta. Mierda, Johnattan saltó el portón de hierro. El portero se encerró detrás del vidrio. Aterrador. Aparecieron personas de todo tipo. Y esa no era la idea. Tuvimos que improvisar. No hay problema, todo bien. Pedimos que lo corten al editar.

Canto III No me hagas caso Todo camión celular tiene un poco De navío negrero MARCELO YUKA VIOLENCIA es que un autazo frene a nuestros pies y cierre la ventanilla de vidrio polarizado y no nos deje la chance de ver la cara del payaso de corbata que para no llegar tarde mira el tiempo perdido en su rolex dorado. Violencia es que nosotros estemos en este sol y el tip ahí adentro con el aire acondicionado una dos tres horas cuatro esperando la mejor oportunidad para que le encajemos el revólver en la cara al tipo plac. Violencia es que se asuste porque somos negros o porque nos acercamos así nerviosos hechos una bala escupiendo gritándole que nos dé la billetera que nos dé el reloj mientras las bocas putean desesperadas. Violencia son esos bocinazos y ese humo y el tránsito parado y el otro auto que no entiende que si fue por nosotros el robo no tardaría esta eternidad trabando el movimiento de la ciudad. Violencia es que pienses que todo salió bien y nada salió bien porque cuando prestás atención hay un policía cerca y otro policía cerca y otro policía cerca queriendo salvar el patrimonio del ricachón apuntándote una 38 en la cabeza. Violencia es que terminen con nuestra esperanza de volver a nuestra casilla a besar a nuestros hijos y prender la televisión para ver la discusión que no avanza ladrón que le roba a un ladrón la aprobación del salario mínimo quedó pendiente para la próxima semana. Violencia es que nos dejen con las manos levantas la cabeza baja frente a una multitud y después nos metan en el camión celular rojos de humillación y bofetadas y que llegando a la comisaría un tipo agarre nuestro legajo y nos digan que otra vez va a arruinarnos la vida. Violencia es que nos pateen la cara y el culo cuando nos aplastan en esas celdas inmundas llenas de gente y más gente y más gente y más gente pensando lo bueno que estaría tener el autazo del año y ese reloj rólex dorado pero eso queda para después para más tarde. No me hagas caso.

Canto XI Totonha ¿EL PASTO sabe leer? ¿Escribir? ¿Ya viste algún perro científico, que sepa escribir ¿Viste algún juicio de valor? ¿De qué? No quiero aprender, no me interesa. Dejáselo a los jóvenes. Que todavía tienen ganas de ser doctores. De hablar bien. De salvarle la vida a los pobres. Los pobres solo necesitamos ser pobres. Y no necesitamos nada más. Déjeme acá, en mi rincón. Al lado de la hornalla me quedo. Estoy bien. ¿Vio alguna vez que el fuego persiga a una sílaba? 36

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Que el gobierno me dé el de dinero de la feria. Los dientes el presidente. Y el vale por dulce y vale por chorizos. Quiero ser muy ignorante. Aprender con el viento, ¿me entiende? Demente como un mosquito. En la bosta, ahí, del cabrito. Nadie más que yo loe tiene tanto respeto a la bosta. La química. ¿Hay algo más bonito? ¿La geografía del río aunque esté seco o descuidado? ¿Eh? De qué me sirve ese manual? ¿Número? ¿Solo para que el prefecto diga que valió la pena el esfuerzo? ¿Hay esfuerzo más esfuerzo que mi esfuerzo? Todos los días, hace tanto tiempo, en este olvido Despertando con el sol. ¿Existe mejor abecedario? ¿Deletrear si se acerca la lluvia? ¿Si no viene? Morir ya sé. Comer también. De vez en cuando, perseguir una rata, un cuis. Roer el hueso del tatú. Adivinar cuándo la picazón es solo picazón, no una enfermedad. ¡Santa paciencia! ¿Acaso necesito garabatear mi nombre? ¿Dibujarlo solo para que la jovencita se quede contenta? Doña profesora, ¿qué valor tiene mi nombre en una hoja de papel? Dígame honestamente. Un nombre así es una cosa sin vida, sin gente. ¿El que está detrás del nombre no cuenta? En el papel, soy menos nadie que acá, en el Valle de Jequitinhonha. Por lo menos acá todo el mundo me conoce. Lo gritan, me ponen apodos. Me llaman Totonha. Casi no me cambio la ropa, casi no me muevo de lugar. Soy la misma persona siempre. Que vuela. Para mí, la sabiduría más grande es mirar a la persona a la cara. El hocico de quien sea. No le tengo miedo a un lenguaje superior. Fue Dios el que me lo enseñó. Solo quiero que me dejen sola. Yo y mi forma de hablar, sí, que solo los pajaritos la entienden, ¿entiende? Yo no necesito leer, joven. Que aprenda las señoritas. Que aprenda el prefecto. El doctor. El presidente es el que necesita leer lo que firmó. No voy a ser yo quien baje la cabeza para escribir. No, yo no.

2. Fábrica de hacer villanos de Ferréz (traducción de Lucía Tennina) En Nadie es inocente en San Pablo. Buenos Aires: Corregidor, 2016. Reginaldo Ferreira da Silva (São Paulo, 1975), es mejor conocido por su seudónimo Ferréz, mote que creó a partir de dos figuras de la cultura popular brasileña, puesto que la raíz ―Ferre‖ alude no precisamente a su apellido sino al de Virgulino Ferreira da Silva (Lampião), mientras que el sufijo ―z‖ es tomado de Zumbi dos Palmares, y consiste en un homenaje al líder quilombola del siglo XVII. Ferréz creció en Capão Redondo, una de las favelas más violentas de São Paulo, foco de narcotráfico y de crimen, pero también el lugar donde aún vive y el espacio en el cual re-crea sus historias. Se inició muy joven en el mundo de las letras, su primera publicación, Fortaleza de Desilucão, la realizó con medios propios en 1997. Dos años después, junto a un grupo de habitantes de la favela, ideó la marca de ropa y accesorios 1DASUL que significa ―somos todos um pela dignidade da Zona Sul‖. Sin embargo, 1DASUL ha dejado ser solo una marca, para convertirse en un proyecto que busca dinamizar culturalmente esa zona de la ciudad, espacio en el que se realizan todo tipo de actividades, desde saraos semanales, hasta conferencias literarias, pasando por lectura de poesía, fiestas comunitarias así como eventos de hip-hop y de rap. Otras de sus publicaciones son Capão Redondo (2000), Amanhecer Esmeralda (2005), Ninguém É Inocente em São Paulo (2006) y Deus Foi Almoçar (2012). Entre 2001 y 2004 dirigió los números especiales de la Revista Caros Amigos, escenario desde el cual instaló la idea de Literatura Marginal: a cultura da periferia. Desde aquí convocó a diversos escritores (masculinos y femeninos), poetas y raperos a contribuir con sus historias periféricas, cuya

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condición era ser y escribir sobre la vida en las favelas. Por lo tanto, en la acepción de Ferréz, la literatura marginal no solo tematiza la marginalidad a la que está sometida la periferia, sino que también es hecha por sujetos que pertenecen a los grupos marginalizados. Posteriormente, esta literatura ha sido denominada por Allan Santos da Rosa, igualmente escritor y profesor de las favelas, como literatura periférica. Si bien Ferréz no fue quien acuñó el término Literatura marginal, dado que ya había sido empleado por la crítica brasileña para referir ciertas prácticas literarias de las décadas del 60 y 70, sí fue quien reapropió el término y le dio contenido a partir de su trabajo en Caros Amigos, pasando así de una atribución externa, como fue el caso de la crítica, a una autoasignación. Lo cierto es que con esta etiqueta ha logrado politizar la escritura y legitimar el lenguaje de las favelas.

FÁBRICA DE HACER VILLANOS Estoy cansado, mamá, voy a dormir. Este estómago de mierda, me parece que es una gastritis. Una frazada finita, parece una sábana, pero algún día va a mejorar. El ruido de la música a veces molesta, pero por lo general ayuda. Por lo menos sé que hay muchas casillas llenas, muchas personas viviendo. Ayer termine una letra más, tal vez el disco salga algún día, si no tendré que seguir luchándola. Despertate, negro. ¿Qué pasó? ¿qué hay? Despertate rápido. Pero ¿Qué pasa? Vamos, rápido, carajo. Ey, espera, ¿qué está pasando? Levantate rápido, negro, y bajá al bar. Pero yo… Bajá al bar, carajo. Ya voy. Trato de encontrar mis ojotas, tanteo con el pie debajo de la cama, pero no las encuentro. Todo el mundo está abajo, el bar de mi madre está cerrado, hay cinco hombres, se trata de Doña Yeta, la policía militar. A ver, ¿por qué en este bar sólo hay negros? Nadie me responde, me quedo callado yo también, no sé por qué somos negros, no lo elegí. Vamos, vayan hablando, ¿por qué solo hay negros acá? Porque… porque… ¿Porque qué, Monita? Mi madre no es ninguna monita. Callate la boca, monito, digo lo que se me antoja. El hombre se irrita, arranca el parlante, lo tira al piso. Hablá, monita. 38

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Es que todo el mundo en la calle es negro. ¡Ah! ¿escuchó eso, cabo? Que todo el mundo en la calle es negro, Es por eso que esta calle solo tiene vagabundos, solo tiene drogadictos. Pienso en hablar, soy el rap, soy guerrero, pero no puedo dejar de mirar su pistola en la mano. A ver, ¿de qué viven ustedes acá? Del bar, amigo. Amigo es que te parió, yo soy señor para vos. Sí, señor. Mi madre no merece esto, 20 años de jornalera. Y vos, negrito, ¿qué estás mirando? ¿estás memorizando mi cara matarme, eh? Podés intentarlo, pero vamos a volver, vamos a quemar a los niños, prenderle fuego a las casas y dispararle a todo el mundo de esta mierda. ¡Ay, Dios mío! Mi madre empieza a llorar. ¿Y vos de qué trabajás, monito? Estoy desocupado. Listo, sos un vago, ¿no querés hombrear bolsas de cemento, no? Él tal vez no sepa que todo el mundo de mi calle es albañil ahora, o tal vez no lo sepa. ¿Sabés lo que sos? No. Sos una basura, mirate la ropa, mirate la cara, chupado como un negro de Etiopía, vos robás, carajo, dejáte de joder. Soy un trabajador. Trabajador un carajo, sos una basura, basura. Sale un escupitajo de su boca a mi cara, ahora sí soy basura. Yo canto rap, debería responderle en ese momento, hablar de revolución, hablar de la injusta distribución de la riqueza en el país, hablar de racismo, pero… Bueno, montañas de mierda, la cosa es así, voy a apagar la luz y le voy a disparar a alguien. Pero oficial… Cállase la boca, carajo, usted es la fuerza, tiene que obedecer. Sí, señor. ¿O hay algún familiar suyo acá, alguno de esos negros? No. ¡Ah! Pero si ellos lo agarran en la calle, se aprietan a su mujer, les roban a sus hijos sin dolor. Seguro, oficial. Entonces apague la luz. Suena el disparo, abrazo a mi madre, es tan delgada como yo, tiembla como yo. Todo el mundo grita, después todos se quedan quietos, el sonido del patrullero se va alejando. Alguien enciende la luz. Hijo de re mil, le disparó al techo, grita alguien. 39

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3. Deslumbramiento de Truman Capote En Música para camaleones. Buenos Aires: Barcelona, 2006. Truman Capote (Estados Unidos, 1924-1984). Su nombre era Truman Streckfus Persons, fue un periodista y escritor estadounidense principalmente conocido por la novela Desayuno en Tiffany´s (1958) y A sangre fría (1966) sobre el asesinato de una familia en Texas. Con ella aparecería el término non-fiction-novel, creando un referente para lo que luego sería el nuevo periodismo narrativo.

Deslumbramiento (Dazzle) Ella me fascinaba. Fascinaba a todo el mundo, pero la mayoría de la gente se avergonzaba de ello, en especial las altivas damas que dirigían algunas de las casas más suntuosas del Garden District de Nueva Orleáns, el barrio en que vivían los propietarios de las grandes plantaciones, los armadores, los empresarios del petróleo y los más ricos hombres de carrera. Las únicas personas que no ocultaban su fascinación por la señora Ferguson eran los criados de esas familias del Garden District. Y, por supuesto, algunos niños que eran demasiado jóvenes o inocentes para esconder su interés. Yo era uno de aquellos niños, un muchacho de ocho años que vivía temporalmente con unos parientes. No obstante, resultó que me guardé la fascinación para mí mismo, porque sentía cierta culpa; yo tenía un secreto, algo que me molestaba, que realmente me preocupaba mucho y que tenía miedo de contárselo a nadie, a nadie; no me imaginaba qué reacción podría provocar, era una cosa tan extraña que me inquietaba, que me venía atormentando desde hacía casi dos años. Nunca había conocido a alguien que tuviera un problema como el que a mí me angustiaba. Por una parte, acaso pareciera idiota; por otra… Quería revelar mi secreto a la señora Ferguson. No es que quisiera, sino que creía que debía hacerlo. Porque se decía que la señora Ferguson poseía poderes mágicos. Se contaba, y mucha gente seria lo creía, que ella podía enderezar a maridos descarriados, obligar a declararse a novios indecisos, devolver el cabello perdido, recobrar fortunas derrochadas. En resumen, era una bruja que podía convertir los deseos en realidad. Yo tenía un deseo. La señora Ferguson no parecía entender de magia. Ni siquiera de trucos con la baraja. Era una mujer corriente que podría tener cuarenta años y tal vez treinta; era difícil decirlo, pues su redonda cara irlandesa, con sus esféricos ojos de luna llena, tenía pocas arrugas y menos expresividad. Era lavandera, probablemente la única lavandera blanca de Nueva Orleáns, y una artista en su profesión: las grandes damas de la ciudad mandaban a buscarla cuando sus más bellos encajes, ropa blanca y sedas requerían atención. También la enviaban a buscar por otras razones: para conseguir deseos, un nuevo amante, cierta boda para una hija, la muerte de la querida de un marido, un codicilo testamentario de una madre, una invitación para asistir a la reina de Comus, la mayor gala del Mardi Gras. No sólo se solicitaba a la señora Ferguson como lavandera. La causa de su éxito, y de sus principales ingresos, eran sus pretendidas habilidades para tamizar las arenas del ensueño hasta dejar al descubierto algo sólido, las doradas realidades. Pero, acerca de ese deseo mío, de la preocupación que me acompañaba desde que me despertaba por la mañana hasta la hora de acostarme: no se trataba de algo que simplemente pudiera preguntarle de sopetón. Exigía un momento adecuado, cuidadosamente preparado. Rara vez iba ella a nuestra casa, pero cuando lo hacía, yo me quedaba muy cerca, simulando contemplar los delicados movimientos de sus dedos gruesos y feos mientras manipulaban las servilletas de encaje, aunque en realidad trataba de atraer su atención. Nunca hablábamos; yo era demasiado nervioso y ella demasiado estúpida. Sí, estúpida. Sencillamente, era algo que yo notaba; con poderes mágicos o no, la señora Ferguson era una mujer estúpida. Pero de cuando 40

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en cuando nuestras miradas se encontraban y, a pesar de que era tonta, la intensidad, la fascinación que ella veía en mi actitud, le decía que yo aspiraba a ser cliente. Probablemente pensara que quería una bicicleta o una nueva escopeta de aire; de todos modos, no iba a molestarse por un chico como yo. ¿Qué podía darle yo? Así que encogía los labios finos y volvía a otra parte sus ojos de luna llena. Por esa época, a principios de diciembre de 1932, llegó mi abuela paterna a hacernos una breve visita. Los inviernos son fríos en Nueva Orleáns: los húmedos vientos helados procedentes del río calan hasta el tuétano de los huesos. Así que mi abuela, que vivía en Florida, donde era maestra de escuela, se había traído prudentemente consigo un abrigo de pieles que le había pedido prestado a una amiga. Estaba hecho de borrego negro de Persia: una prenda de mujer rica, cosa que mi abuela no era. Enviudó joven, quedándose con tres hijos que criar, y no tuvo una vida fácil, pero nunca se quejó. Era una mujer admirable; tenía una mentalidad enérgica y, asimismo, estaba en su sano juicio. Debido a circunstancias familiares, rara vez nos veíamos, pero me escribía con frecuencia y me enviaba pequeños regalos. Ella me quería, y yo deseaba quererla a ella pero hasta que murió, y vivió más de noventa años, guardé las distancias, comportándome con indiferencia. Ella lo notaba, pero nunca averiguó lo que causaba mi aparente frialdad; ni ninguna otra persona, pues la razón era una intrincada culpa, labrada como la deslumbrante piedra amarilla suspendida de la fina cadena de oro de un collar que con frecuencia llevaba. Las perlas le habrían sentado mejor, pero ella atribuía gran valor a aquella chuchería algo teatral que, según tenía entendido, su propio abuelo ganó en una partida de cartas en Colorado. Por supuesto, el collar no era valioso. Tal como mi abuela siempre explicaba con todo detalle a cualquiera que le preguntase, la piedra, que era del tamaño de la garra de un gato, no era una «gema», no era un diamante de color canario, ni siquiera un topacio, sino un trozo de cristal de roca diestramente tallado y teñido de amarillo oscuro. La señora Ferguson, sin embargo, desconocía el verdadero valor de la baratija, y cuando una tarde, durante el transcurso de la estancia de mi abuela, la rolliza bruja juvenil vino a almidonar la ropa blanca, pareció hechizada por el brillante pedazo de vidrio que se balanceaba en la fina cadena que rodeaba el cuello de mi abuela. Fulguraron sus ignorantes ojos de luna, y eso es un hecho: en verdad destellaron. Ya no tenía yo dificultad para atraer su atención; me estudió con un interés desconocido hasta entonces. Al marcharse, la seguí al jardín, donde había un centenario emparrado de glicina, un lugar misterioso aun en invierno, cuando la fronda se había marchitado despojando el túnel de hojas de las encubridoras sombras. Avanzó sobre él y me llamó por señas. —¿Te preocupa algo? —dijo con voz suave. —Sí. —¿Algo que quieras ver realizado? ¿Un deseo? Asentí con la cabeza; ella hizo lo mismo, pero sus ojos se movían nerviosos de un lado a otro: no quería que la vieran hablando conmigo. —Acudirá mi hijo. El te lo dirá. —¿Cuándo? Pero ella dijo que me callara y salió aprisa del jardín. Observé su patoso contoneo hasta que se perdió en la oscuridad. Al pensar que había puesto todas mis esperanzas en aquella mujer estúpida, se me secó la boca. Aquella noche no pude cenar; no me dormí hasta el amanecer. Aparte de lo que me atormentaba, tenía ya todo un cúmulo de nuevas preocupaciones. Si la señora Ferguson hacía lo que yo quería que hiciese, ¿qué pasaría entonces con mi ropa, con mi nombre, adónde iría, qué sería de mí? ¡Santo cielo, era suficiente para volverse loco!, ¿o es que ya estaba loco? Eso formaba parte del problema: debía estar loco para querer que la señora Ferguson hiciera lo que yo deseaba que hiciese. Esa era una de las razones por las que no podía decírselo a nadie: pensarían que estaba loco. O algo peor. No sabía qué podría ser ese algo peor, pero instintivamente sentí que los comentarios de mi familia y sus amigos y de los otros chicos acerca de que yo estuviera loco, serían lo de menos. Debido al miedo y a la superstición, mezclados con la avaricia, los criados del Garden District, algunas de las más presuntuosas amas y algunos de los más arrogantes sirvientes que jamás pisaran un suelo de parqué, 41

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hablaban con respeto de la señora Ferguson. Además, la mencionaban en tonos quedos, y no sólo a causa de sus peculiares dotes, sino en razón de su vida privada, igualmente singular, varios de cuyos detalles fui recogiendo poco a poco al escuchar disimuladamente los chismes de esos elegantes negros y mulatos y criollos que a sí mismos se consideraban la auténtica realeza de Nueva Orleáns y, desde luego, superiores a cualquiera de sus patronos. En cuanto a la señora Ferguson, no era una madame, sino una simple mademoiselle: una mujer soltera con un montón de hijos, por lo menos seis, que llegó del este de Tejas, de uno de esos villorrios de blancos incultos del otro lado de la frontera de Shreveport. A los quince años, su propio padre la ató a un poste de amarre frente al despacho de Correos del pueblo, y la azotó públicamente con un látigo. El motivo de ese tremendo castigo era que había dado a luz a un hijo, un niño de ojos verdes, pero sin duda producto de un padre negro. Con el niño, que se llamaba Skeeter y que ahora tenía catorce años, diciéndose de él que era un diablo, llegó a Nueva Orleáns y encontró trabajo de ama de llaves en casa de un sacerdote católico, irlandés, de quien tuvo un segundo hijo, tras seducirlo y al que abandonó por otro hombre, y a partir de ahí siguió viviendo con una serie de guapos amantes, hombres que sólo podría haber conquistado por medio de pócimas vertidas en el vino porque, en el fondo, sin sus poderes particulares ¿quién era ella? Basura blanca del este de Tejas que tenía relaciones amorosas con negros, madre de seis bastardos, lavandera, criada. Y, con todo, la respetaban; incluso madame Jouet, el ama principal de la familia Vaccaro, que eran dueños de la United Fruit Company, siempre se dirigía a ella con cortesía. Dos días después de mi conversación con la señora Ferguson, un domingo, acompañé a mi abuela a la iglesia, y cuando íbamos de camino a casa, que estaba a unas cuantas manzanas de distancia, noté que nos seguía alguien: un chico bien parecido de piel de color tabaco y ojos verdes. Al instante supe que se trataba del infame Skeeter, el muchacho cuyo nacimiento había causado la flagelación de su madre, y comprendí que me traía un mensaje. Sentí náuseas, pero también entusiasmo: estaba como achispado, lo suficiente para echarme a reír. Con alborozo, mi abuela me preguntó: —¡Ah! ¿Sabes un chiste? Pensé: «No, pero sé un secreto». En cambio, le contesté: —Sólo es algo que dijo el pastor. —¿De veras? Me alegro de que encontraras algo divertido. Me pareció un sermón muy seco. Pero el coro ha estado bien. Me contuve de hacer el siguiente comentario: «Bueno, si únicamente van a hablar de pecadores y del infierno, cuando no saben lo que es el infierno, deberían pedirme que yo pronunciase el sermón. Podría decirles unas cuantas cosas». —¿Eres feliz aquí? —me preguntó mi abuela, como si fuera una cuestión que hubiera estado pensando desde su llegada—. Sé que es difícil. El divorcio. Vivir aquí, vivir allá. Quiero ayudarte; pero no sé cómo. —Estoy muy bien. Todo va a pedir de boca. Pero deseé que se callara. Lo hizo, frunciendo el ceño. Así que, al menos, había conseguido un deseo. Uno realizado y otro por cumplirse. Cuando llegamos a casa, mi abuela, diciendo que sentía el comienzo de una jaqueca y que trataría de quitársela con una pastilla y una siesta, me besó y se metió en casa. Corrí por el jardín hasta la vieja pérgola de glicina y me escondí en su interior, como un bandido en una cueva de ladrones esperando a un compinche. Pronto llegó el hijo de la señora Ferguson. Era alto para su edad, algo menos de seis pies, y tan musculoso como un descargador del muelle. No se parecía a su madre en absoluto. No era sólo por su color oscuro; tenía los rasgos finamente dibujados y la estructura ósea bien dibujada: su padre debió ser un hombre guapo. Y a diferencia de la señora Ferguson, sus ojos de color esmeralda no eran como torpes trazos de tira cómica, sino estrechos y mezquinos, armas, proyectiles amenazadoramente apuntados y prestos a estallar. No me sorprendí cuando, no muchos años después, oí que había cometido un doble asesinato en Houston y que había muerto en la silla eléctrica del penal del estado de Tejas. 42

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Estaba elegante, vestido como los impetuosos rufianes adultos que haraganeaban por los locales de la zona portuaria: sombrero jipijapa, zapatos de dos tonos, un estrecho traje blanco de lino, con manchas, que debía de haberle regalado un hombre más delgado que él. Un cigarro impresionante sobresalía del bolsillo superior de su chaqueta: un Havana Castle Moro, el puro del connoisseur que se servía a los caballeros del Garden District con el ajenjo y la frambuesa de después de la cena. Skeeter Ferguson encendió su puro con la teatralidad de un gángster de película, realizó un impecable anillo de humo y, lanzándomelo directamente a la cara, dijo: —He venido a buscarte. —¿Ahora? —Tan pronto como me traigas el collar de la vieja. Era inútil dar largas al asunto, pero lo intenté: —¿Qué collar? —No malgastes saliva. Ve a buscarlo y luego iremos a un sitio. Si no, no iremos. Y no tendrás otra oportunidad. —¡Pero lo tiene puesto! Otro anillo de humo, profesionalmente fabricado, proyectado sin esfuerzo. —El modo en que lo consigas no es asunto mío. Yo sólo voy a quedarme aquí. Esperando. —Pero eso puede llevar mucho tiempo. Y suponte que no lo consigo. —Lo conseguirás. Esperaré hasta que lo logres. La casa parecía vacía cuando entré por la puerta de la cocina y, salvo por mi abuela, lo estaba; todos los demás se habían ido a visitar a un primo recién casado que vivía al otro lado del río. Tras llamar a mi abuela por su nombre y sentir el silencio, subí de puntillas al piso de arriba y escuché a la puerta de su dormitorio. Debía estar dormida. Asumiendo el riesgo, abrí la puerta unas pulgadas. Las cortinas estaban echadas y la habitación a oscuras salvo por el cálido resplandor del carbón de encina ardiendo en el interior de una estufa de porcelana. Mi abuela estaba tumbada en la cama con las mantas subidas hasta la barbilla; debió haberse tomado la pildora para el dolor de cabeza, porque su respiración era profunda y tranquila. Sin embargo, retiré la colcha que la cubría en la furtiva y meticulosa forma con que un ladrón gira el disco de la caja fuerte de un banco. Su garganta estaba desnuda; sólo llevaba ropa interior, unas bragas rosas. Encontré el collar en una cómoda; se hallaba frente a una fotografía de sus tres hijos, y uno de ellos era mi padre. Hacía tanto tiempo que no lo veía que había olvidado qué aspecto tenía, y después de aquello, probablemente no volvería a verlo más. O, si lo veía, no me reconocería. Pero no tenía tiempo de pensar en eso. Skeeter Ferguson me estaba esperando, erguido en el interior del enramado de glicina, tamborileando en el suelo con el pie y dando chupadas a su puro de millonario. Sin embargo, vacilé. Nunca había robado nada; bueno, algunas barras de caramelos Hershey en el mostrador de la confitería del cine, y unos libros que no había devuelto a la biblioteca pública. Pero esto era más importante. Mi abuela me perdonaría si supiera por qué tenía que robar el collar. No, no me perdonaría; nadie me perdonaría si supiera exactamente por qué lo hacia. Pero no tenía elección. Era como Skeeter había dicho: si no lo hacía ahora, su madre no me daría otra oportunidad. Y aquello que me atormentaba seguiría y permanecería, quizá, para siempre jamás. Así que lo cogí. Me lo metí en el bolsillo y salí disparado de la habitación sin cerrar siquiera la puerta. Cuando me reuní con Skeeter, no le enseñé el collar, sólo le dije que lo tenía, y sus ojos se hicieron más verdes, se volvieron más desagradables, soltó uno de sus anillos de humo como si fuera un tipo importante, y me dijo: —Claro que lo tienes. No eres más que un golfo de nacimiento. Como yo. Al principio fuimos a pie, luego cogimos un tranvía que pasaba por Canal Street, de ordinario tan animada y llena de gente, pero fantasmal ahora con las tiendas cerradas y la quietud del día de descanso cerniéndose por encima de ella como una sombra fúnebre. En la esquina de Canal y Royal transbordamos a otro tranvía y durante todo el camino fuimos atravesando el Barrio Francés, vecindario popular donde vivían muchas de las familias establecidas desde más antiguo, algunas de linaje más puro que cualquiera de los apellidos del Garden District. Finalmente, echamos de nuevo a andar; caminamos millas. Me hacían daño los rígidos 43

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zapatos de ir a la iglesia, que todavía llevaba, y ya no sabía dónde estábamos, pero sea cual fuere aquella parte, no me gustaba. Era inútil preguntar a Skeeter Ferguson, porque si lo hacía, se sonreía y silbaba, o escupía y se sonreía y silbaba. Me pregunto si silbaría al ir a la silla eléctrica. Realmente no tenía ni idea de dónde estábamos; era una zona de la ciudad que no conocía. Y, sin embargo, no tenía nada de raro, salvo que había menos caras blancas de las que uno estaba acostumbrado a ver y cuanto más caminábamos, más escasas se hacían: un circunstancial residente blanco rodeado de negros y criollos. En cualquier caso, se componía de una ordinaria serie de humildes estructuras de madera, casas de huéspedes con la pintura descascarada, viviendas de familias modestas, pobremente conservadas la mayoría, pero con algunas excepciones. La casa de la señora Ferguson, cuando al fin llegamos a ella, era una de esas excepciones. Era una construcción vieja, pero se trataba de una casa de verdad, con siete u ocho habitaciones; no parecía que la primera brisa de la bahía fuera a llevársela por el aire. Estaba pintada de un marrón feo, pero al menos la pintura no estaba desprendida ni ahuecada por el sol. Y dentro había un patio bien cuidado que albergaba un grueso árbol de sombra: un lilo de la China con varios neumáticos viejos suspendidos con cuerdas de las ramas; eran columpios para los niños. Y había otras cosas para jugar diseminadas por el patio: un triciclo, cubos y paletas para hacer tortitas de barro, prueba de la progenie sin padre de la señora Ferguson. Un cachorro mestizo, cautivo por una cadena atada a una estaca, empezó a dar saltos y a ladrar en el mismo instante en que avistó a Skeeter. Skeeter dijo: —Ya hemos llegado. No tienes más que abrir la puerta y entrar. —¿Solo? —Ella te está esperando. Haz lo que te digo. Entra directamente. Seguí sus instrucciones, y al avanzar hacia la puerta de entrada, me volví y le lancé una mirada fulgurante. No parecía posible, pero ya había desaparecido, y no volví a verlo más; o, si lo vi, no me acuerdo. La puerta daba directamente al salón de la señora Ferguson. Al menos estaba amueblado como un salón (un sofá, sillones, dos mecedoras de mimbre, mesas bajas de madera de arce), aunque el suelo estaba cubierto de un linóleo marrón, de cocina, que quizá tuviera la pretensión de hacer juego con el color de la casa. Cuando entré en la habitación, la señora Ferguson se balanceaba de un lado para otro en una mecedora mientras un guapo joven, un criollo no muchos años mayor que Skeeter, se mecía en la otra. Una botella de ron descansaba en una mesa que había entre ellos, y ambos bebían de unos vasos llenos de tal género. El joven, al que no me presentaron, sólo llevaba una camiseta y unos pantalones campana de marinero, un tanto desabotonados. Sin decir palabra, dejó de hamacarse, se levantó y se fue contoneándose por un pasillo, llevándose consigo la botella de ron. La señora Ferguson permaneció atenta hasta que oyó cerrarse una puerta. Luego, lo único que dijo fue: —¿Dónde lo tienes? Yo estaba sudando. Mi corazón obraba de forma curiosa. Sentía como si hubiese corrido cien millas y vivido mil años sólo en las últimas horas. La señora Ferguson inmovilizó su mecedora, y repitió: —¿Dónde lo tienes? —Aquí. En el bolsillo. Alargó una mano gruesa y colorada, con la palma hacia arriba, y dejé caer el collar en ella. El ron había contribuido algo a modificar la ordinaria sosería de sus ojos; la deslumbrante piedra amarilla hizo más. La movió de un lado a otro, mirándola fijamente; yo traté de no hacer lo mismo, intenté pensar en otras cosas y me sorprendí preguntándome si tendría cicatrices en la espalda, marcas de látigo. —¿Es que tengo que adivinarlo? —preguntó, sin quitar la vista de la joya suspendida de su frágil cadena de oro—. ¿Y bien? ¿Debo decirte yo por qué has venido? ¿Qué es lo que quieres? Ella no lo sabía, no podía saberlo y, de pronto, yo no quería que lo supiese. Dije: —Me gusta bailar zapateado. Por un momento, su atención se distrajo del nuevo juguete destellante. 44

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—Quiero ser bailarín de zapateado. Quiero fugarme. Quiero ir a Hollywood y salir en las películas. Había algo de verdad en eso; escaparme a Hollywood era un punto principal en la lista de mis fantasías de evasión. Pero de todos modos no era eso lo que había decidido no decirle. —Bueno —dijo despacio—. Claro que eres lo bastante guapo como para salir en las películas. Más guapo de lo que cualquier otro chico podría serlo. Así que lo sabía. Me oí gritar a mí mismo: —¡Sí! ¡Sí! ¡Eso es! —¿Eso es qué? Y deja de aullar. No estoy sorda. —No quiero ser un chico. Quiero ser una chica. Empezó siendo un ruido raro, un sofocado gorgoteo más abajo de su campanilla que reventó en una carcajada. Sus labios finos se ensancharon y estiraron; una risa de borracha manó de sus labios como una vomitona que se derramara a chorros sobre mí, una risa que sonaba igual que el olor a vómito. —Por favor, por favor. Señora Ferguson, no me comprende. Estoy muy preocupado. Estoy angustiado todo el tiempo. Hay algo que no va bien. Por favor, tiene que entenderlo. Siguió columpiándose, riéndose a carcajadas, y su mecedora se balanceaba con ella. Entonces le dije: — Usted es estúpida. Tonta y estúpida. Y traté de arrebatarle el collar. La risa se interrumpió como si le hubiera caído un rayo encima; una tempestad, una furia total se apoderó de su rostro. Pero, cuando habló, su voz era suave, sibilante y serpentina: —No sabes lo que quieres, muchacho. Te enseñaré lo que quieres. Mírame, muchacho. Mira. Te mostraré lo que quieres. —Por favor. No quiero nada. —Abre los ojos, chico. En alguna parte de la casa lloraba un niño. —Mírame, muchacho. Mira. Lo que quería que yo mirase, era la piedra amarilla. La sujetaba por encima de su cabeza, y la movía suavemente. Parecía haber recogido toda la luz de la habitación, acumulando una brillantez devastadora que sumía en la oscuridad a todo lo demás. Gira, baila, deslumhra, deslumhra. —Oigo llorar a un niño. —Te oyes a ti mismo. —Mujer estúpida. Estúpida. Estúpida. —Mira aquí, muchacho. Bailadeslumbra bailabaila deslumbrades lumbradeslumbra. Aún era de día y seguía siendo domingo, y ahí estaba yo, en el Garden District, delante de mi casa. No sé cómo llegué hasta allí. Debió llevarme alguien, pero no sé quién; lo último que recordaba era el ruido que de nuevo producía la risa de la señora Ferguson. Desde luego, se armó gran revuelo por el collar perdido. No llamaron a la policía, pero toda la casa anduvo revuelta en aquellos días; no se dejó una sola pulgada por registrar. Mi abuela estaba muy contrariada. Pero, aun cuando el collar hubiera sido una joya de gran valor, cuya venta le hubiese proporcionado comodidades para el resto de su vida, yo no habría acusado a la señora Ferguson. Porque, si lo hacía, ella podría revelar lo que yo le había contado, eso que nunca he contado a nadie más. Finalmente, se resolvió que un ladrón había entrado a robar en la casa, llevándose el collar mientras mi abuela dormía. Bueno, ésa era la verdad. Todo el mundo sintió alivio cuando mi abuela concluyó su visita y volvió a Florida. Se esperaba que pronto se olvidase todo el triste asunto del collar perdido. Pero no se olvidó. Se disiparon cuarenta y cuatro años, y el asunto permanecía en la memoria. Me convertí en un hombre de mediana edad, flagelado por sutilezas y extrañas ideas. Mi abuela murió, conservando aún todo su sano juicio a pesar de la avanzada edad. 45

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Una prima me llamó para informarme de su muerte y para preguntarme cuándo llegaría al entierro; le dije que ya se lo comunicaría. Quedé inconsolable, enfermo de pena; y aquello era absurdo, estaba fuera de toda proporción. Mi abuela no era alguien a quien yo hubiese amado. ¡Cuánto la lloré, sin embargo! Pero no fui al entierro; ni siquiera envié flores. No salí de casa y me bebí una botella de vodka. Estaba muy borracho, pero recuerdo que contesté al teléfono y escuché a mi padre identificarse a sí mismo. Su voz de viejo temblaba por algo más que por el peso de los años; dio rienda suelta a la ira contenida durante toda una vida, y al no responderle, me dijo: «Oye, hijoputa. Ha muerto con tu fotografía en la mano». Yo le contesté: «Lo siento», y colgué. ¿Qué había que decir? ¿Cómo podía explicar que a lo largo de todos aquellos años cualquier mención a mi abuela, cualquier carta suya o cualquier pensamiento sobre ella, evocaba a la señora Ferguson? Su risa, su furia, la piedra amarilla que giraba y bailaba: bailadeslumbradeslumbra.

4. Ojo de loca no se equivoca: qué pena que no me duela tu nombre de Pedro Lembel Crónica publicada en el diario La Nación de Chile, disponible en: www.lanacion.cl/noticias/cultura-y-etretencion/literatura/ojo-de-loca-no-se-equivoca-que-pena-que-no-me-duelatu-nombre-ahora/2015-01-23/131556.html

Pedro Lembel (Santiago, 1952-2016) Pedro Mardones Lemebel, hijo de Pedro y Violeta, nació en 1952, literalmente en la orilladel Zanjón de La Aguada. Vivió en medio del barro hasta que, a mediados de la década siguiente, su familia se mudó a un conjunto de viviendas sociales en avenida Departamental. En ese medio, en el cual los niños tenían limitado acceso a la educación, ingresó a un liceo industrial donde se enseñaba forja de metal y mueblería y, posteriormente, cursó estudios en la Universidad de Chile, de donde egresó con un título de profesor de Artes Plásticas. Sus primeros acercamientos sistemáticos a la literatura ocurrieron en un taller literario a comienzos de los ochenta, donde empezó a escribir cuentos. También participó en algunos concursos menores, como el organizado por la Caja de Compensación Javiera Carrera, donde obtuvo un premio por su cuento "Porque el tiempo está cerca", publicado en una antología de 1983. El autor tenía entonces 26 años y trabajaba como profesor de Artes Plásticas en dos liceos, de los cuales fue despedido ese mismo año, presumiblemente por su apariencia, ya que no hacía mucho esfuerzo por disimular su homosexualidad. Después de esa experiencia no volvió a hacer clases y decidió concentrarse en los talleres de escritura. Allí fue forjando redes intelectuales, políticas y afectivas, principalmente con escritoras feministas y de izquierda como Pía Barros, Raquel Olea, Diamela Eltit y Nelly Richard, quienes lo acogieron y vincularon a instituciones que estaban a medio camino entre la cultura marginal de resistencia a la dictadura y la academia oficial. Sin embargo, su inserción en las filas de la militancia de izquierda fue problemática, ya que su homosexualidad tampoco fue bien recibida en ese círculo. La primera vez que usó sus famosos tacones fue en 1986, en una reunión de los partidos de izquierda en la Estación Mapocho, donde el escritor leyó su manifiesto "Hablo por mi diferencia", ante una audiencia perpleja. Ese mismo año, Pedro participó con siete relatos suyos en la antología Incontables, editada por el taller de Pía Barros. En algún momento indeterminado de aquellos años revueltos, la vida artística de Pedro Mardones Lemebel tomó un giro sorprendente. Pasó del anonimato literario a la performance artística, al formar junto al poeta Francisco Casas el dúo "Las Yeguas del Apocalipsis", que se caracterizó por irrumpir de manera sorpresiva y provocadora en lanzamientos de libros y exposiciones de arte, transformándose a poco andar en un mito de la contracultura. Para esa misma época, Pedro adoptó exclusivamente su apellido materno, dejando atrás el nombre con el que había firmado sus primeros trabajos literarios. De este modo fue dejando atrás al personaje teatral, para consolidarse definitivamente como escritor. En 1995 Lemebel publicó su primera colección de crónicas, La esquina es mi corazón y al año siguiente creó un programa en Radio Tierra, llamado "Cancionero", donde leía crónicas ambientadas con sonidos y música incidental. A partir de entonces comenzó a convertirse en un cronista urbano que husmeaba por los pliegues más oscuros de la vida cotidiana chilena. En los años siguientes publicó Loco afán y De Perlas y cicatrices, nuevas recopilaciones de crónicas en las que se fue afianzando su singular voz literaria, que mezclaba lo barroco y lo marginal en un tono de provocación y resentimiento.

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Hacia fines de la década de los noventa, Lemebel -que ya era un personaje popular- se consolidó como figura literaria en el ambiente local y emprendió su proyección internacional. En el año 2001 incursionó en la novela con Tengo miedo torero, volumen que permaneció durante más de un año entre los libros más vendidos en el país, además de ser traducido a diversos idiomas. Posteriormente, continuó desarrollando su labor de cronista publicando títulos de crónicas como Zanjón de la Aguada y Adiós mariquita linda. Murió el 23 de enero de 2015, a los 62 de años de edad, aquejado de un cáncer a la laringe. Solo un par de semanas antes, había recibido un homenaje por parte de actores, artistas y escritores nacionales, al que asistió pese a encontrarse hospitalizado

Ojo de loca no se equivoca: qué pena que no me duela tu nombre Y qué sabe uno si se ha enamorado o fue pura ilusión. Qué sabe uno del amor si lo único que conoció fueron sobajeos y manotazos desesperados bajo los puentes. Por eso, arremango los años y retrocedo al jodido ayer; más bien, voy deshilando ciertos milagros que aún no puedo entender ni olvidar. Y a veces, en el momento urgido de escribir estos garabatos, echo mano al corazón. Y se me viene de golpe la tarde aquella de los años '80 cuando mi amiga Cecilia llamó para contarme que le había llegado un arrendatario, un chico más bello que el sol, un pendex de 20 abriles ligeros que había aterrizado en Santiago para estudiar en un instituto audiovisual. Te va a encantar, Peter. Te vas a enamorar, lo tienes que conocer. Y allí estaba yo tocando el timbre en el departamento de la Ceci que, por entonces, vivía en un segundo piso casi esquina de Vicuña Mackenna con Irarrázaval. Ahí estaba yo haciéndome el desinteresado esperando conocer esa maravilla de inquilino. Todavía no llega de clases, dijo mi amiga. Pero siéntate y tomamos once mientras aparece. Y al campanear la llave en la cerradura, yo puse cara de indiferencia. Pero al abrirse la puerta entró como un milagro aquel moreno de largo pelo sombrío con cara de virgen apache. Tiene cara de diosa india, dije mirándolo con curiosidad. ¿Qué onda?, preguntó el chico poniendo ojos de susto. Y allí empezó todo. Ahí nos pusimos a chacharear como locos de música, cine, política, arte y cuanta huevá se nos venía a la cabeza. Pasa a mi pieza para mostrarte unas fotos que me tomaron, a ver si te gustan, dijo bajito mientras la Cecilia recogía las migas de la mesa. Y qué fotos ni qué nada, si lo único que yo quería era estar junto al nene mirando su boca de clavel mojado que salpicaba besos. Entonces, fui hasta la ventana de su habitación, que daba a Vicuña Mackenna, y mirando el brilloso asfalto del invierno pregunté: ¿Cuándo es tu cumpleaños?

Faltan sólo 20 días, contestó interrogando con párvula emoción: ¿Me vai a regalar algo?, agregó curioso. Mira, acércate a la ventana, dije empañando el frío vidrio con mi tibio aliento. Y luego con el dedo dibujé un corazón en el cristal, hablando luego con voz de terciopelo azul: El día de tu cumpleaños, exactamente a las 12 de la noche, observa a través de este dibujo la calle de allá abajo. Y me despedí de él, robándole una foto suya que escondí sigiloso en mi bolsillo. Y 20 días después, justo a la medianoche, completamente desnudo y en medio de Vicuña Mackenna con su foto pegada en mi pecho, ahí estaba la loca enamorada en medio de un gran corazón dibujado con neoprén que encendí como molotov cardíaca.

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Allí estaba la loca chiflada de amor como barricada bajo su ventana en medio del estampido de las micros y autos bocineando detenidos por esa tarjeta de fuego humano. Quedó tal escándalo, tal cagada con los vecinos que se asomaban a las ventanas sin entender que pasaba, con los choferes de micro que amenazaban con sacarme la cresta si no me movía de allí, con mi amiga Cecilia que trataba de dar explicaciones diciendo que no era una protesta, con el chico que se puso pálido tras la ventana y corrió escaleras abajo llevando una frazada para cubrir mi desnudez, con su carita emocionada y sus ojos llorosos diciéndome: la cagaste, Pedro, nunca nadie me había regalado algo así. ¿Esto es una performance? Algo así, más bien un regalo de cumpleaños solamente, murmuré tiritando mientras me empinaba un copete para calentar el cuerpo. Aquella fue su noche y resultó inolvidable; por eso, agradecido, me abrazó lagrimeando y esperamos el amanecer brindando por sus verdes años. Después de aquello, los vecinos reclamaron tanto que al final mi amiga Cecilia tuvo que cambiarse de casa y despedir al guapo arrendatario. Ella nunca me dijo nada, pero le cagué su hábitat con mi desenfrenada pasión. De ahí vino el amor con su violenta frescura. No podíamos despegarnos ni un solo momento. Mandó al carajo a su bella novia, que siempre después de tener relaciones, cuando él se fumaba un cigarro mirando el techo, preguntona insistía: ¿Estái pensando en el Pedro? No la soporté más, me dijo, contándome que la mina picada se puso a pololear con un cadete de la Escuela Militar. Y este güevón me fue a buscar al instituto con una pistola y me llevó a hacerme el examen del sida. ¿Cachái, Pedro, lo que he pasado por ti? Por eso te amo, susurré con la voz lluviosa. Por eso pasaron los años y seguí amándote de lejos con la boca llena de océanos. Por eso también te fuiste a Manhatan, donde no te alcanzara mi mala fama. El invierno se acaba, hoy descubrí el fogonazo de los aromos en mi ventana, una gota de rocío borra el corazón en el vidrio. Ya no te quiero como entonces, más bien ya no te quiero. Desde Nueva York, un mail me cuenta que regresas, justo ahora cuando me están migratorias para partir.

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La entrevista http://cultura.elpais.com/cultura/2016/02/23/babelia/1456227960_961332.html

BABELIA

ENTREVISTA

Hebe Uhart: “Quiero salgan plumas nuevas”

que

me

Salió de su zona de confort, la narrativa, para explorar las crónicas de viajes. “Se me agotaron las ganas de escribir ficción. No quiero volverme autómata” LEILA GUERRIERO 2 MAR 2016 - 00:05 CET

La escritora argentina Hebe Uhart, en Buenos Aires. Dafne Gentinetta

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Viajé mucho este año. Ocho viajes. Unos cortos y otros largos. Uno por mes, desde marzo a noviembre”. Sentada ante la mesa de la sala de su departamento, en Buenos Aires, de espaldas al balcón en el que cultiva plantas y hace asados a los que invita a escritores amigos, casi siempre muy jóvenes, la escritora argentina Hebe Uhart enumera, en orden y desorden, los sitios a los que viajó durante 2015: Bogotá, Lima, Quito, Otavalo, Resistencia, Tucumán, Carmen de Patagones, un movimiento fuerte por regiones en las que siguió los rastros del tema que guiará su próximo libro de crónicas de viajes, De aquí para allá, que publicará Adriana Hidalgo en el segundo semestre de 2016: las comunidades indígenas. Eso que la corrección política llama “pueblos originarios” y que ella, al estilo uhartiano, llama “indios”. —En Lima estuve con una pareja. Rebeca, una maestra peruana que se enamoró de un indio shipibo. Con ellos fuimos a visitar a una artesana que vivía en lo que en Lima se llama pueblo joven, que son nuestras villas miserias. Hacía cosas hermosas pero estaba un poco resentida, como las personas que están dispuestas a vivir en un lugar mejor. El indio shipibo, criado en la selva, contó que su mamá lo había dejado, porque el ritual en la selva es que tenés cinco hijos y dejás uno a la intemperie, y que el abuelo de la artesana lo había sacado y lo había criado, y él dijo en un tono normal: “Agradezco al abuelo de fulanita que me sacó”. Como quien agradece a alguien que te sacó de un atasco de autos. ¿Sí o no? ¿Sí o no?, preguntará muchas veces, como si la frase fuera a la vez una certeza y la necesidad de averiguar. Y eso, averiguar, es lo que ha estado haciendo en los últimos años, abandonando el cuento o la novela corta, ese terreno que maneja con destreza y que la puso en el lugar de “la mayor cuentista argentina contemporánea”, según el escritor Rodolfo Fogwill, para abrazar un oficio desconocido: la crónica de viajes. “Noto una repercusión mayor de mi trabajo, pero no me da mucho placer. Tengo más vanidad con mis plantas que con eso” —Yo empecé a hacer los viajes porque se me agotaron las ganas de escribir ficción y me pareció más revelador salir por el mundo a mirar. Pero si sigo haciendo viajes tengo que pensar qué es lo que hago. Porque no quiero volverme automática. Yo quiero que me salgan plumas nuevas. Así, a una edad en la que muchos se entregan a la placidez que otorga el prestigio, esta mujer nacida en 1936 hizo el movimiento inverso y dejó todas sus certidumbres y comodidades para echarse a los caminos. Nació en Moreno, un suburbio de la ciudad de Buenos Aires, y a primera vista su ADN podría describir la esencia de la argentinidad de clase media: hija de descendientes de italianos y vascofranceses, madre maestra, padre empleado bancario, un hermano mayor que fue cura y rector de un colegio católico, ella misma maestra. Podría, si no fuera por algunos cortocircuitos: si no fuera por las visitas que hacía de niña, “para estudiarla”, a su tía María, “la tía loca”, que vivía en una casa que destrozó arrojando a las paredes baldazos de agua; si 50

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no fuera porque en la adolescencia empezó a vestirse de negro, a lavarse sólo con jabón para la ropa después de leer que “a los tibios los vomita el Espíritu Santo”; si no fuera porque empezó a estudiar filosofía a los 18 pero se enamoró de un hombre casado y, para sacárselo de la cabeza, se fue a vivir a Rosario, a cuatro horas de la capital, y terminó los estudios allí; si no fuera porque su hermano murió en un accidente de auto, a los 27 años, y porque esa fue la primera de varias muertes que seguirían con la de su padre, la de su tía María, que sumieron su casa en una opresión que la hizo huir con lo primero que pasaba por ahí, y lo primero que pasaba por ahí fue un hombre alcohólico. —Ignacio. Empalmaba la borrachera de la noche con la de la mañana, empezaba el día con una copita. Después tuve otras parejas. Pero todos tenían show. Hombres con show. Y el show se paga.

La escritora Hebe Uhart. Diego Sampere —¿Qué son hombres con show? —Son personajes y te fascinan por eso. Armando, de Tandil. Roberto, un administrador de consorcios que hubiera querido ser escritor. La parte intelectual funcionaba bien. Todo lo demás, un desastre. Él se iba con otras minas. Después volvía y me contaba. Eso me hacía sufrir. Habla sin autoconmiseración, con el mismo tono modesto y despreocupado que usa en sus crónicas para decir que un cacique de la pampa le parece “medio turbio”, o cuando cuenta que la artesana de Otavalo le sonó “resentida”, un adjetivo que muchos se cuidarían de usar. 51

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Alternó su vida de estudiante de filosofía con un trabajo como maestra de colegio primario en escuelas raídas por la carencia más plena. En 1962, por insistencia de un amigo, publicó los relatos que escribía desde adolescente en un libro llamadoDios, San Pedro y las almas, en una editorial pequeña que, como varias de las que la publicaron durante décadas, ya no existe. Le siguieron, entre muchos otros, Eli, Eli, lamma sabachtani (1963, Goyanarte); Camilo asciende (Torres Agüero, 1987),Mudanzas (1995, Bajo la Luna Nueva, 1997), Guiando la hiedra (Simurg, 1997),Señorita (Simurg, 1999). Su nombre, durante todos esos años, circuló entre lectores enterados pero escasos. En 2003 una editorial mediana y prestigiosa, Adriana Hidalgo, se interesó por sus relatos y publicó Del cielo a casa. En 2008 la misma editorial publicó Turistas. En 2010, cuando llevaba 16 libros escritos, Alfaguara publicó, en la colección en la que aparecen los cuentos completos de Faulkner, Nabokov, Cortázar, Fogwill, sus Relatos reunidos. Para entonces se decía, utilizando el adjetivo como un elogio, que su literatura era naif. Ella nunca estuvo de acuerdo, quizás porque nada hay menos inocente que su forma de mirar. “Naif, como si una fuera medio tarada”, decía en una entrevista años atrás. “Yo no soy inocente. Lo que sí tengo es esa veta medio optimista”. Su libro Un día cualquiera, de 2013, es el último que podría entrar en la categoría de ficción. Los 20 relatos de impronta autobiográfica culminan con un largo monólogo interior de una mujer donde Uhart capta sin complacencia ni desprecio el mundo de una persona común: “No suspendo el tiempo en función de algún hecho central en el que antes ponía todas mis fantasías; ahora es como si todo fuera importante e irrelevante a la vez. Y si el tiempo se ha adueñado de mí, me parece que me he hecho a la vez más dueña del tiempo. Ojalá que me dure”. En 2015, Carlos Pardo escribía en Babelia acerca de ese libro: “(…) cada frase de Hebe Uhart es una lección de cercanía y la evidencia de que es una de las mejores escritoras de nuestro idioma”. “Hay una edad para todo y sé que mi culminación ya pasó. Me resigno a escribir lo mejor que pueda. Pero por ahí no puedo mucho” —¿Notás una repercusión mayor de su trabajo ahora? —Sí. Pero no me da mucho placer. Tengo más vanidad con mis plantas que con eso. Si alguien me elogia las plantas me pongo contenta. Pero si alguien me elogia los cuentos, no. Hay una edad para todo y yo sé que mi culminación ya pasó. Ahora me voy a resignar a escribir lo mejor que pueda. Pero por ahí no puedo mucho. —¿No es duro saber que lo mejor que ibas a hacer en tu vida ya lo hiciste? —Pero a mí me quedan cosas para ver. Lo que lleva, una vez más, a ese movimiento que hizo que, pasados los 70 años, Hebe Uhart comenzara a tejer su propia versión de On the Road. Siempre fue una gran viajera —se fue a los 19 en barco mercante a Ushuaia, a los 20 a Perú por tierra—, pero empezó a escribir crónicas de viaje en el suplemento cultural del diario El País de Montevideo, 52

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mientras daba clases como profesora de filosofía en la universidad, y en un taller literario que todavía dicta (y que es uno de los más codiciados de Argentina). En 2011, varios de aquellos textos fueron reunidos en Viajera crónica (Adriana Hidalgo), luego en Visto y oído(Adriana Hidalgo, 2012) y finalmente en De la Patagonia a México (Adriana Hidalgo, 2015). Pero si en las primeras crónicas se advertía cierta improvisación —llegaba a un pueblo cualquiera, hablaba con el primero que pasaba—, en Visto y oído y De la Patagonia a México se puede ver el recorrido con intención, las lecturas previas, aunque el método Uhart de ir donde la lleva el viento aparece una y otra vez, como cuando en la crónica sobre su paso por la feria de Guadalajara, incluida en De la Patagonia a México, le dice a una de las muchachas destinadas para asistirla que quiere visitar la casa de algún ciudadano común. La chica le ofrece ir a la de su abuela. Cuando llegan, Hebe le dice: “Qué casa cómoda”. Y la mujer le contesta: “Está mal construida”. Hebe le pregunta si tiene animales, y la mujer le dice que nunca le gustaron. Esa charla, en apariencia frustrante, le permite escribir una frase que resume toda su capacidad de observación: “Yo creo que está furiosa pero a la manera mexicana, o sea, con disimulo”. Ahora, su nombre circula por toda Latinoamérica, y la invitan a congresos y ferias de libros que terminan plasmados en textos como Azul: “En el congreso (…) escucho cosas un tanto desconcertantes, por ejemplo que después de Borges no podemos leer con inocencia, y no sé a qué se refiere, el que lo dice ni lo explica”. —Su taller está muy requerido. —Sí, porque la gente no discrimina. Como me volví medio famosa, quieren venir. Es medio fastidioso. Dicen: “Queremos estar con ella”. —Pero es un buen momento para vos. —Sí. ¿Viste mi balcón? Vení que te muestro las plantas.

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ANEXO GARAMTICAL

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El verbo 1. Lean el siguiente texto. Un hombre a orillas del mar. Frente a la intensidad. De pronto, un pequeño cangrejo en la arena. a. Reescriban en sus carpetas dos versiones del fragmento: la primera, como si fuera parte de un cuento; la segunda, como si fuera parte de una película. Usen los verbos de la siguiente lista, conjugados adecuadamente. caminar – reflexionar – saltar b. Comparen los textos y respondan: ¿qué tiempos verbales usaron en cada texto? ¿Todos usaron las mismas formas? ¿Cuáles consideran más adecuadas? c. En uno de los textos anteriores, cambien los verbos por los de la siguiente serie. Luego responda: ¿en qué aspectos se modifica el relato al reemplazar los verbos? estar – emocionarse – ver

Significados de los verbos   

En el nivel semántico, un verbo puede indicar las siguientes referencias. Una acción: supone la voluntad del sujeto; por ejemplo, Salta en la arena. Un estado: ofrece una descripción estática; por ejemplo, Está frente a la inmensidad. Un proceso: señala el pasaje de un estado a otro; por ejemplo, Se emociona frente a la inmensidad. 2. Completen el siguiente fragmento de un relato de piratas con los verbos adecuados, según se trate de estados o acciones. alcanzar – pedir – burlarse – avistar – tener – sostener Vestido con un traje de botones de oro y perlas, el pirata Hawkins le ______________________ [ACCIÓN] a un paje que le sirviera bebida en la copa de plata que ______________________ [ESTADO] en su mano. Entre trago y trago, ______________________ [ACCIÓN] de las dificultades del virrey. Mientras tanto, David Lynch, el vigía que ______________________ [ACCIÓN] tierra, se acercó a Antolín, el joven rehén español.

Ninguno

de

los

dos

______________________

[ESTADO]

los

veinte

años;

uno

______________________ [ESTADO] barba roja como el fuego; el otro, cerraba barba negra.

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La flexión verbal 4. Completen las siguientes oraciones con el pronombre adecuado o con una construcción sustantiva, según lo indique la forma verbal. Tengan en cuenta que otras palabras de la oración también pueden ser pistas para descubrirlo. Noelia, Daniel y _____________ terminamos _____________ y Martín, practiquen en tu casa. Su invitación, por favor. _____________ no aparece en la lista. _____________ pintaba de naranja el cielo del atardecer. Fui _____________ quien lo descubrió.

Desde el punto de vista morfológico, el verbo es la clase de palabra del español que presenta más variaciones. En relación con el sujeto, manifiesta las categorías de persona (1ª, 2ª y 3ª) y número (singular y plural); en relación con el significado de toda la oración, las categorías de tiempo (los grupos presente, pretérito y futuro), modo (indicativo, subjuntivo e imperativo) y aspecto (perfectivo e imperfectivo). Estos significados gramaticales se manifiestan a través de sufijos flexionales.

Persona y número Los verbos varían su terminación en concordancia con el sujeto acerca del cual predican. Por ejemplo:

Yo nunca me gano una rifa. Esta tarde vendrán algunos amigos. (=ellos)

Es decir que el verbo núcleo del predicado concuerda en persona y número con el pronombre sujeto de la oración o con el que puede reemplazar a la construcción sustantiva que funciona como sujeto. El verbo flexiona para indicar las personas gramaticales 1ª, 2ª y 3ª, singular y plural. La 1ª y 2ª designan a las personas participantes en el acto de habla, mientras que la 3ª señala a la persona o elemento del que se habla.

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5. Lean la siguiente pregunta: ¿Tuvo buen viaje? 

Describan varios contextos en que podría aparecer, quiénes podrían ser los participantes de esa situación comunicativa y a qué persona puede referirse el hablante. 6. Tachen las opciones que no corresponden en la siguiente afirmación. Al pronombre usted le corresponde la 2ª / 3ª persona del discurso, pero el verbo que concuerda con él tiene la forma de la 2ª / 3ª persona gramatical.



¿En qué otro pronombre se da una situación similar? _________________________________________________________________________________________

Tiempos y modos Lean el siguiente fragmento de la novela Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne, publicada entre 1869 y 1870. No quería limitar la libertad de mis compañeros, pero no experimentaba el menor deseo de separarme del capitán Nemo. Gracias a él y a su submarino, completaba día a día mis observaciones y perfeccionaba un libro sobre las profundidades marinas en su propio elemento. ¿Encontraría alguna vez una ocasión semejante para observar las maravillas de los mares? a. Respondan: ¿en qué tiempo está narrado este fragmento: pasado, presente o futuro? b. Relean la pregunta final y respondan en grupos: el verbo conjugado ¿se refiere a algo ya ocurrido o a un futuro en relación con lo que ocurrió? ¿Cómo se denomina ese tiempo verbal? El

tiempo

y el

modo

son otras dos categorías gramaticales que expresa el verbo por medio de

sufijos flexionales. En general, el tiempo verbal está relacionado con la información sobre el momento en que ocurren los hechos, medidos en relación con el momento en que se produce el enunciado. En los relatos en pasado, los condicionales permiten referirse a un futuro respecto a los hechos ocurridos, mientras que con el pluscuamperfecto el narrador puede ubicar hechos anteriores. Por ejemplo, El capitán Nemo había capturado a los exploradores y los mantenía como rehenes. Ellos creían que Nemo no los liberaría nunca.

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7. Subrayen los verbos conjugados en el fragmento de la novela. ¿En qué modo verbal están conjugados? Expliquen oralmente por qué se usa allí ese modo.

El

modo

es una de las formas en que el hablante expresa su intención en el enunciado. El indicativo

expresa hechos considerados reales; el subjuntivo indica duda, posibilidades que no pueden asegurarse, deseos y pedidos, y el imperativo, órdenes, pedidos o consejos.

   

Desde el punto de vista sintáctico, el verbo desempeña la función de núcleo del predicado verbal. De acuerdo con su comportamiento sintáctico, los verbos admiten la siguiente clasificación. Verbos transitivos: llevan obligatoriamente objeto directo. Por ejemplo, De joven, tomó clases de fancés. Verbos intransitivos: no llevan objeto directo Verbos pronominales: se conjugan con pronombre, que aparece enclítico en el infinitivo. Por ejemplo, caerse ----> El hombre araña se cayó de una terraza. Verbos impersonales: se conjugan en 3ª persona singular y no indican un sujeto agente. Forman oraciones unimembres. Por ejemplo, Llueve en Buenos Aires. Hace frío. Hay relámpagos.

Los verbos irregulares Lean los siguientes diálogos: MAESTRA: —Chicos, no pueden producir tanto ruido. PEDRO: —No, seño, yo no lo producí. ABUELO: —¿A qué hora dijo tu mamá que volvamos a casa, Luna? LUNA: —Yo no sabo, abu.

Verbos regulares e irregulares Un verbo regular cumple dos requisitos:  la raíz del infinitivo se mantiene igual al conjugarlo en cualquier tiempo, modo, persona y número (saltar / salto / salté / saltaremos)  Las desinencias sin iguales a las del verbo modelo de su conjugación (amar / amé / amaremos – saltar / salté / saltaremos) Un verbo es irregular: 60

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 si cambia su raíz (pensar / pienso)  si las desinencias no siguen las del verbo modelo (partir/ partía, ir/ iba),  o si, a la vez, cambia la raíz, y las desinencias no siguen las del verbo modelo (partir /partió – decir /dijo). Generalmente, la irregularidad no se observa en toda la conjugación de un verbo, sino en algunas personas, tiempos y modos.

2. Completen el texto con los siguientes verbos conjugados en presente del indicativo convencer – cocer – oler En la casa de mi abuela disfruto mucho cuando ______________________ el aroma inconfundible de sus deliciosas comidas. Yo la ayudo, si llego a tiempo y la ______________________ de que puedo hacer la tarea más tarde. Entonces ella limpia las verduras, mientras yo ______________________ las carnes. 3. Ubiquen las formas verbales en la columna de la tabla que corresponda: Saltó – dijo – calificaremos – haré – hizo – repite – conozcamos – liberarás – cuentan –íbamos – venza Verbos regulares

Verbos con irregularidad en la raíz

Verbos con irregularidad en la desinencia

Verbos con irregularidad en la raíz

___________________ ___________________ ___________________ ___________________

___________________ ___________________ ___________________ ___________________

___________________ ___________________ ___________________ ___________________

___________________ ___________________ ___________________ ___________________

4. Lean el siguiente fragmento de la anécdota más famosa de Guillermo Tell. Luego, reescríbanlo en sus carpetas como un relato en pasado. Un día en que baja de la montaña con su pequeño hijo, Guillermo Tell pasa por la plaza ante la estatua del gobernador y sigue de largo sin rendirle el homenaje que el funcionario pretende. Lo detiene el guardia apostado al pie y quiere obligarlo a saludar. Pero el valiente suizo no se muestra dispuesto a obedecer. Entonces, los soldados lo conducen ante el gobernador en persona. Este somete al cazado a un interrogatorio. Su aire altivo y sus serenas respuestas mueven al gobernador Gessler, que conoce su fama de buena puntería, a darle un castigo que sería para él más cruel que el encierro de la cárcel. 61

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a. Subrayen en ambos fragmentos (en presente y en pasado) los verbos conjugados que presentaron irregularidades. Conjúguenlos en los restantes tiempos correlativos del grupo correspondiente. b. Busquen en el texto un verbo que en infinitivo en –cir y otro que termine en –cer. ¿Qué irregularidad presentan en la primera persona del presente de indicativo? Mencionen dos ejemplos más de cada uno. 5. Reescriban en sus carpetas el siguiente traslado el comentario al pasado, con los tiempos y modos verbales que correspondan:

La disminución del hábito de la lectura tiene mucho peso en el Congreso de Literatura Iberoamericana, como para que ande circulando el tema y se discuta sobre él. Se producen debates entre congresales, y algunos contradicen sus opiniones con otros. 6. Trasladen el siguiente texto al presente, usando los modos verbales correspondientes.

La iniciativa previó el acercamiento a la lectura como una actividad interesante. No se erró al considerar que los chicos mostraban serios problemas al leer, como para que hubiera necesidad de un plan de apoyo y todos quisiéramos colaborar. Además, este proyecto abolió todos los prejuicios respecto de la relación entre las personas de la tercera edad y los jóvenes. 7. Trasladen el siguiente texto al futuro, usando los modos verbales adecuados.

Un Congreso Nacional de Editores se propuso relativizar el impacto de los medios electrónicos en su actividad, y lo hizo de una manera sencilla: quisieron demostrar que en los países europeos hubo una mayor demanda de libros, mientras que en América latina disminuyó la lectura. 8. Completen con los verbos conjugados en las formas indicadas:

Aunque 1 _____________ otras posibilidades de solución, es natural que nosotros

2 _____________

3 _____________ un serio inconveniente. Tal vez con este planteamiento 4 _____________ algunas complicaciones y 5 _____________ avanzar en el tema.

tener razón, porque ya se se

1 caber, 3ª persona pl., presente del subjuntivo. 2 querer, 1ª persona pl., presente del subjuntivo. 3 producir, 3ª persona sing., pretérito perfecto simple 4 deshacer, 3ª persona pl., futuro imperfecto del indicativo 5 poder, 1ª persona pl., presente del subjuntivo

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PROPOSICIONES INCLUIDAS      

Oraciones subordinadas que dependen o se relacionan con la oración principal. Cada proposición cumple una función sintáctica específica en la oración principal, según el tipo de proposición que sea: adjetiva, sustantiva o adverbial. Cada proposición (internamente) tiene su propio sujeto y verbo, junto con los complementos que seleccione ese verbo (od., oi., predicat., circ., etc.) Cada proposición está introducida por un encabezador determinado. El encabezador es un pronombre relativo (que, cuando, porque, etc.) que inicia o introduce la proposición. Todas las proposiciones pueden ser reemplazadas por aquello que representa: Si es una prop. adjetivareemplazo por un adjetivo Si es una prop. sustantivareemplazo por un sustantivo Si es una prop. adverbialreemplazo por un adverbio

PROPOSICIONES INCLUIDAS ADJETIVAS -

-

-

Como la proposición adjetiva cumple la función de un adjetivo, siempre está modificando a un sustantivo. Por eso tienen siempre un antecedente sustantivo. Es decir, aparece un sustantivo antes de la proposición adjetiva. Cumplen las mismas funciones sintácticas que un adjetivocada proposición puede ser: MODIFICADOR DIRECTO, PREDICATIVO.

Los siguientes pronombres son encabezadores de las P.I.Adjetivas:

¿Quién duda de la palabra de alguien que nos cuenta sus propias experiencias?

QUE/ en que Cual/ del cual

La empresa [cuyo director es mi peor enemigo] está en quiebra.

Como Cuando Cuyo Cuanto Donde Quien/a quien

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PROPOSICIONES INCLUIDAS SUSTANTIVAS -

-

NO tienen nunca un antecedente sustantivo. Están introducidas por un verbo. Cumplen las mismas funciones QUEque un sintácticas sustantivocada proposición puede SI ser: Sujeto, aposición, objeto directo, predicativo y EL/LA/LO QUE término de complemento. La PI Sustantiva QUIEN/ES puede reemplazarse entera por el pronombre demostrativo “esto”.

Los encabezadores de las P.I.Sustantivas son:

Ejemplos:

CUANTO/AS

-

Sujeto: Me agrada que vengas a visitarme Me agrada esto. Aposición: Me vino a la mente eso, que dejara en paz a José. Objeto directo: Quiero que me escribas Predicativo: La fiesta está que arde. Término de complemento: Estoy convencido de que vi a tu cuñada. - Interrogativa indirecta (OD): Me preguntó si quería tomar algo

Ejemplos de proposiciones incluidas sustantivas Muchas novelas actuales utilizan esta técnica [que nos hace ver la historia a través de los ojos de un personaje]. Supongamos que volvemos a la escena anterior, donde un niño corría inocentemente hacia la escena de un crimen. Podemos tener una focalización variable, si a lo largo de la historia vamos variando la perspectiva, de la cual se adueña uno u otro personaje. Y en 1974 destruyó el original inconcluso de La cordillera, en el que había trabajado durante más de diez años. Pero es interesante señalar el uso que hace de estos verboides Cortázar, quien utiliza el gerundio para dejar la acción sostenida en el tiempo, (matiz durativo), y lo coloca como un broche que cierra un relato a la par que lo deja abierto. Este relato de Juan Rulfo puede servirnos como ejemplo de uso de la primera persona en sus dos variantes: singular (yo), que aparece cuando toma la palabra el narrador, un individuo que se separa del grupo, y 67

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plural (nosotros) cuando la narración está a cargo del grupo, de la comunidad, que incluye al primer narrador. Hay que crear el ambiente donde ese personaje se va a mover. No me gusta la manera como la mira. Fue el día cuando se recibieron los chicos que yo choqué con el auto. Ejemplos de proposiciones incluidas sustantivas con encabezador Alberto esperó que se calentara el motor, sentía la excitación del coleccionista a punto de adquirir la pieza maestra de su colección Supongamos, por ejemplo, que un capítulo comienza con alguien que planta un árbol. El conde Drácula vivió en Transilvania en la época en que los turcos tomaron Constantinopla, fue quien consiguió detener el avance musulmán en Europa central. Como siempre, no es necesario que hagas todos los ejercicios. Elige el que más te guste, y empléate a fondo. Si algún mes no puedes enviar textos, no te preocupes. Se trata de adquirir cierto ritmo de escritura, pero también de graduar tus posibilidades. No te voy a discutir que me enfrenté a quien me pareció que estaba absolutamente fuera de lugar. Sin embargo, puedes contar con que no voy a seguir la discusión fuera del ámbito profesional. En el concurso de Miss Golfito no tenemos nada con que coronar a la ganadora. Así que les propongo que la coronen con lo que tengan más a mano. Él se vio con el revólver en la mano y no supo si disparar. He evaluado si es una suposición, y también la he descartado, provisionalmente puedo sostener que es una posconjetura. -PUEDE OCURRIR QUE VARIAS PROPOSICIONES INCLUIDAS DEPENDAN DEL MISMO VERBO: No, no me refiero a eso, quiero saber qué comentan a la salida, qué les impresionó, si gustó el final, tal vez la deslumbrante actuación de la protagonista, algo, cualquier cosa.

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PROPOSICIONES ADVERBIALES 

-

Proposiciones adverbiales impropias Denotan un evento que se vincula al denotado por la oración principal a través de una relación de índole lógica o argumentativa, que a menudo puede parafrasearse mediante una coordinación, como se reconoce en los siguientes pares de oraciones: Si dice la verdad, lo liberamos. = Diga la verdad y lo liberamos. Si dice la verdad, ya sabe lo que le espera. = Diga la verdad o ya sabe lo que le espera. Aunque dice la verdad, nadie le cree. = Dice la verdad, pero nadie le cree.

1- CAUSALES Denotan la causa real de lo enunciado en la principal o, en el caso de los modificadores de modalidad, la razón que el hablante aduce para anunciar la principal. Van encabezadas por conjunciones (porque, que, como) o por locuciones conjuntivas (ya que, puesto que, dado que): a. Como puede ofenderse, no hagas eso. b. No hice lo que me pediste porque temí ofenderlo. c. No hagas esto, que puede ofenderse. Las causales antepuestas (por ejemplo, las introducidas por como) denotan eventos que se suponen conocidos por el destinatario, es decir, información dada que sirve como punto de partida para introducir información nueva, la de la principal. En cambio, el subordinante más típico porque encabeza oraciones que siguen a la principal, lo que indica que aporta información nueva. Como conjunción causal, que encabeza subordinadas pospuestas que van separadas por una pausa de la principal, que es una oración directiva o con otra modalización (No haría eso, que puede ofenderse). En las causales el verbo puede estar flexionado en indicativo o en subjuntivo. Este subjuntivo solo aparece en contextos en los que hay una negación explícita o implícita en la oración principal. Indica que se desestima un evento como causa de otro. La negación puede tener alcance solo sobre la subordinada (a y b) o bien sobre la oración compleja en su conjunto (c y d): a. No lo dije porque quisiera ofenderte, sino porque creí que correspondía. b. Lo dije no porque quisiera ofenderte, sino… c. No se van a arreglar las cosas porque nos hayan concedido un nuevo crédito. d. No se van a arreglar las cosas por (el hecho de) que nos hayan concedido un nuevo crédito. 2- CONCESIVAS Expresan una dificultad que, contra lo que se conjetura, no constituye un obstáculo para la realización del evento expresado en la principal. El verbo se flexiona en indicativo (cuando la dificultad es real) o subjuntivo (cuando es eventual): a. Aunque mis padres se oponen, estudiaré teatro. b. Aunque mis padres se opongan, estudiaré teatro. 69

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Además de este valor que corresponde a su significado típico, el subjuntivo también se usa en casos en los que, sin ponerse en duda la realidad del obstáculo, se lo desestima como no relevante para la argumentación: c. Aunque sean mis padres, no tiene derecho a oponerse. Obviamente, en (c) no se cuestiona el hecho de que los padres del hablante lo sean efectivamente, sino la eficacia del argumento, probablemente esgrimido por otro. Por este particular valor evaluativo de la opinión expresada por un contrincante, se ha denominado “subjuntivo polémico” este uso del modo. Las concesivas pueden ser también introducidas por locuciones conjuntivas como aun cuando, si bien, además de los esquemas constructivos sin nexo (utilización de comas, por ejemplo: Digan lo que digan Darío es una excelente persona) y por el constituyente discontinuo por más… que, que admite la intercalación de un sustantivo (incluso propio), adjetivo o adverbio: a. No puede haberse comportado así, por más tonto que sea. b. Esta vez no lo contratarán por más Maradona que sea. c. Por más tarde que llegues, siempre habrá alguien despierto. 3- CONSECUTIVAS Son inversas a las causales ya que expresan el resultado o efecto de lo expresado por la principal, la causa: a. Estoy agotado porque caminé mucho. b. Caminé tanto que estoy agotado. Sin embargo, estas oraciones difieren por el carácter excesivo de (b): en efecto, la presencia del intensificador tanto (sobre el que cae el acento más prominente de la oración) añade un valor enfático del que carece (a). La oración consecutiva expresa, entonces, una valoración enfática en relación con la cantidad o calidad, anticipada por la presencia del intensificador. Los intensificadores son núcleos de sintagmas cuantitativos que tienen como complemento las oraciones consecutivas. Pueden ser adverbios como tanto y su apócope tan, o determinantes como tanto (-a, -s), tal (-es) o el artículo indefinido uno.

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