el principito - Pehuén Editores

ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY. EL PILOTO Y LAS POTENCIAS NATURALES. A Saint-Exupéry se le había encomendado iniciar el último ramal, de Comodoro Rivadavia ...

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ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY

EL PILOTO Y LAS POTENCIAS NATURALES

El Piloto y las Potencias Naturales Antoine de Saint-Exupéry © Pehuén Editores, 2001

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ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY

EL PILOTO Y LAS POTENCIAS NATURALES

EL PILOTO Y LAS POTENCIAS NATURALES*

*Publicado en el semanario Marianne, N° 356, el 16 de agosto de 1939. Recogido, póstumamente, en el volumen Un sentido de la vida. © Pehuén Editores, 2001

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ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY

EL PILOTO Y LAS POTENCIAS NATURALES

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A Saint-Exupéry se le había encomendado iniciar el último ramal, de Comodoro Rivadavia a Punta Arenas. Realizó personalmente los vuelos de reconocimiento y creó las bases de Comodoro Rivadavia-San Julián, Punta Arenas y organizó las de Trelew y de Bahía Blanca. Emprendió su primer viaje de estudios en el extremo sur, en un Laté, después de haber inspeccionado las instalaciones del aeropuerto de Pacheco. En este relato, Saint-Exupéry describe su combate con un ciclón patagónico, ese terrible viento que sopla desde el Cabo de Hornos hacia el Estrecho de Magallanes. Esta experiencia, casi incomunicable como señala el propio autor, muestra en plenitud lo que significa el vuelo solitario y el encuentro con las fuerzas de la naturaleza desatadas.

ONRAD*, SI RELATA un tifón, describe apenas las olas monumentales, las tinieblas y el huracán. Renuncia a tratar esta materia. Pero en la bodega atestada de inmigrantes chinos, el vaivén ha derribado y dispersado sus equipajes, roto sus cajas y mezclado sus pobres tesoros. Ese oro que, centavo a centavo, han amasado durante toda su vida, esos recuerdos que se asemejan entre sí pero que son individuales, todo vuelve al desorden, todo vuelve al anonimato, todo se confunde en un magma inextricable. Conrad sólo nos muestra el drama social en el tifón. Todos hemos conocido esa impotencia de transmitir nuestras impresiones, cuando, luego de la tempestad, de vuelta al redil, en el pequeño restaurante de Toulouse, bajo la protección de la criada, renunciábamos a relatar el infierno. Nuestro relato, *Joseph Conrad (1857–1924), novelista inglés de origen polaco, autor de relatos de ambientes marítimos, tales como Lord Jim, El negro del “Narciso” y Tifón. A este último alude Sain-Exupéry.

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de cascajo, se alzan montañas en forma de roda, aguzadas, dentadas, despojadas de su carne hasta el hueso. Durante tres meses de verano la velocidad de esos vientos, en tierra, se eleva hasta ciento sesenta kilómetros por hora. Lo sabíamos bien. Mis compañeros y yo, una vez atravesado el páramo de Trelew, cuando nos acercábamos a las inmediaciones de la zona que barrían, reconocíamos su presencia en no sé qué color azul grisáceo, y ajustábamos un punto cinturón y tirantes, a la espera de los grandes remolinos. Comenzábamos un vuelo penoso, cayendo a cada paso en baches invisibles. Era un trabajo manual. Durante una hora, los hombros aplastados por esas variaciones brutales, hacíamos un trabajo de estibadores. Más allá, una hora después, encontrábamos la calma. Nuestras máquinas resistían. Confiábamos en las junturas de las alas. La visibilidad, por lo general, era buena y no planteaba problemas. Considerábamos esos viajes como una tarea dura, no como dramas. Pero ese día no me gustaba el color del cielo. El cielo estaba azul. De un azul puro. Demasiado puro. Un sol duro brillaba sobre la tierra raída y hacía resplandecer, cada tanto, esos espinazos blanquecinos hasta el hueso. Ninguna nube. Pero a ese azul, más que nunca, se mezclaba ese resplandor de cuchillo afilado. Sentí por anticipado el vago malestar que precede los grandes esfuerzos físicos. Esa misma pureza del cielo me molestaba.

nuestros gestos, nuestras grandes palabras habrían hecho sonreír a nuestros camaradas como fanfarronerías infantiles. No es casualidad. El ciclón del que hablaré fue realmente la experiencia más impresionante en su brutalidad, por la que he pasado; y sin embargo, más allá de cierta medida, ya no sé describir la violencia de los remolinos sino multiplicando superlativos que no añaden nada más que una molesta sensación de exageración. He comprendido lentamente la razón de esta impotencia: se quiere describir un drama que no ha existido. Si se cae en la evocación del horror, es que el horror ha sido inventado luego, al revivir los recuerdos. El horror no se muestra en la realidad . Por eso es que al comenzar este relato de una revuelta de los elementos, que he vivido, no siento la impresión de escribir un drama comunicable. Abandoné la escala de Trelew, rumbo a Comodoro Rivadavia, en la Patagonia. Allí se vuela sobre una tierra abollada como un viejo caldero. Ningún otro suelo, en ningún lado muestra tan bien su desgaste. Los viejitos que empujan, a través de una escotadura de la cordial era de los Andes, las altas presiones del Pacífico se estrangulan y aceleran en un estrecho corredor de cien kilómetros de frente, en dirección al Atlántico, y arrasan todo a su paso. Unica vegetación de un suelo raído hasta la trama, sólo la cubren pozos de petróleo, como un bosque incendiado. Cada tanto, dominando colinas redondeadas en que los vientos sólo dejaron un residuo © Pehuén Editores, 2001

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Primero, no avanzaba. Después de oblicuar a la derecha, para corregir a una repentina deriva, vi cómo el paisaje se inmovilizaba poco a poco, luego se detenía definitivamente. Ya no ganaba terreno. Mis alas ya no devoraban el trazado de la tierra. Esa tierra que veía girar, girar, pero en su sitio: el avión patinaba como sobre un engranaje gastado. Al mismo tiempo tenía la absurda impresión de mostrarme en descubierto. Todas esas crestas, todas esas aristas, todos esos picos, que hacían surcos en el viento y me arrojaban sus remolinos, me parecían cañones apuntándome. Así se formaba lentamente en mí la idea de sacrificar mi altura, y de buscar, en el fondo de un valle, la protección de un flanco de montaña. Además lo desease o no, era aspirado hacia el suelo. Atrapado así en las primeras oleadas de un ciclón, del que supe por experiencia veinte minutos después, que alcanzaba en tierra la fantástica velocidad de doscientos cuarenta kilómetros, no sentí nada trágico. Si cierro los ojos, si olvido el avión y el vuelo para buscar la expresión de mi experiencia en su íntima simplicidad, vuelvo a encontrar la perplejidad de un mozo de cordel cargado de bultos en equilibrio, que se debate contra el deslizamiento de su carga, ataja uno de los objetos con un movimiento brusco que provoca el desmoronamiento de otro, y que de pronto, cuando está complemente ahogado en el absurdo, se encuentra tentado de abrir los brazos y abandonar la pila íntegra. Ninguna

En las tormentas negras, el enemigo se muestra. Uno lo mide, se puede preparar a recibir su embate. En las tormentas negras, se sujeta al adversario. Pero, a gran altura, en tiempo claro, esos remolinos de tempestad azul sorprenden al piloto como aludes, y siente el vacío por debajo. También notó algo más. A nivel de las montañas había no una bruma ni vapores, no una neblina de arena, sino algo así como un reguero de ceniza. No me agradaba ese polvo de tierra erosionada que el viento arrastraba al mar. Tendí fondo mis correas de cuero y, manejando con una mano, me aferré con la otra a un travesaño de mi avión. Y sin embargo todavía navegaba en un cielo notablemente calmo. Al fin se estremeció. Todos nosotros conocíamos esos choques secretos que anuncian tempestades verdaderas. Ni balanceo ni vaivén. Ningún movimiento de gran amplitud. El vuelo sigue siendo rectilíneo y horizontal. Pero se han recibido en las alas esos golpes anunciadores: choques espaciados, apenas perceptibles, infinitamente secos, y que estallan cada tanto, como si el aire tuviese rastros de pólvora. Luego a mi alrededor todo estalló. No tengo nada que decir sobre los dos minutos que siguieron. No afloran a mi mente más que algunos pensamientos rudimentarios, esbozo de razonamiento, observaciones simples. No puedo hacer un drama con eso, porque no hubo drama. Sólo puedo alinearlos en algo así como un orden cronológico. © Pehuén Editores, 2001

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horizontales. La otra idea es una idea fija: hay que llegar al mar. El mar es llano. No chocaré con el mar. Y viro, en lo que puede llamarse viraje esa danza vagamente dirigida en lo valles que se orientan hacia el este. Hasta ahora no hay nada que sea muy patético. Lucho contra el desorden, me agoto contra el desorden, me agoto queriendo reedificar un gigantesco castillo de naipes que se derrumba indefinidanente. Apenas siento un temor elemental, cuando una de las paredes de mi prisión se levanta como una ola contra mí. Apenas me oprimen el corazón las zancadillas que me disparan las aristas vivas, cuando paso por sus remolinos. Cuando saltan esos polvorines invisibles. Si reconozco un sentimiento claro en esa mezcla de sentimientos confusos, es un sentimiento de respeto. Respeto a ese pico. Respeto a esa arista aguzada. Respeto a esa cúpula. Respeto a ese valle transversal, que desemboca en el mío y va a provocar sabe Dios qué remolinos, al mezclar su torrente de viento con el que ya me arrastra. Y así descubro que no lucho contra el viento, sino contra esa misma arista, contra esa cresta, contra esa roca. Lucho contra la roca, pese a la distancia. Gracias a prolongamientos invisibles, gracias a músculos secretos, él mismo se me opone. Delante de mí, a mi derecha, reconozco el pico de Salamanca, un cono perfecto que yo sé, domina el mar. ¡Voy a evacuarme al mar! Pero aún debo pasar bajo el viento de ese pico. En su “rechazo”, como decimos. El pico de Salamanca

imagen de peligro rondaba mi espíritu. Hay una especie de ley del camino más corto de la imagen; el acontecimiento es encerrado en el símbolo que lo resume en el más rápido escorzo; yo era ese acarreador de vajilla que resbaló y dejó caer su edificio de porcelana. Ahora soy prisionero de un valle. Mi incomodidad, lejos de atenuarse, se acrecentó. Los remolinos, ciertamente, no han matado a nadie. Bien sabemos que la expresión “pegado al suelo por los remolinos” no es más que una expresión de periodista. ¿Cómo descendería el viento bajo tierra? Pero hoy, en mi fondo de valle, he perdido las tres cuartas partes del control de mi aparato. Y veo que esta proa de piedra, allí enfrente, se balancea de derecha a izquierda, escala bruscamente el cielo, y, un segundo, me domina antes de caer bajo el horizonte. El horizonte... no hay más horizonte. Estoy como encerrado entre las bambalinas de un teatro atestado de planos de decorados. Verticales, horizontales, oblicuas, todas las líneas se mezclan. Cien valles transversales me enredan en sus perspectivas. No alcanzo a ubicarme cuando una nueva erupción me hace girar un cuarto de vuelta, o me vuelve. Y debo desenredarme nuevamente. Entonces nacen en mí dos ideas: Una es un descubrimiento: sólo hoy comprendo la causa de algunos accidentes de aviación ocurridos en montaña, que no pueden explicarse por la bruma ausente. Los pilotos han confundido un instante, en este vals del paisaje, vertientes oblicuas y planos © Pehuén Editores, 2001

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demasiado tarde mi falta. A todo motor, a doscientos kilómetros por hora (velocidad máxima en esa época) y a veinte metros de la espuma, no progresaba. Un viento semejante, si ataca un bosque tropical, se prende en las ramas como una llama, las retuerce en espiral y desarraiga los árboles gigantes como si fuesen rábanos... Aquí, cayendo de lo alto de las montañas, aplastaba al mar. Aferrado con todo mi motor, frente a la costa, contra ese viento en que cada repliegue del suelo enganchaba su estela como un largo reptil, me parecía aferrarme al extremo de un látigo monstruoso que chasqueaba por sobre el mar. En esta latitud América ya es angosta y la Cordillera de los Andes no está lejos del Atlántico. No me debatía sólo contra las corrientes de los montes de la costa, sino, sin duda, con un cielo íntegro que caía sobre mí desde lo alto de los Andes. Por primera vez después de cuatro años de vuelo de línea, dudaba de la resistencia de mis alas. Temía también embestir al mar, no por los remolinos descendentes que formaban necesariamente, a su nivel, un colchón horizontal sino a causa de las posiciones acrobáticas involuntarias en que me sorprendían. A cada giro dudaba de enderezar antes del choque. En fin, temía, ante todo, irme simplemente a pique, una vez agotada la gasolina, lo que me parecía fatal. A cada instante esperaba el desagote de mis bombas. Y, en efecto, las sacudidas eran tales que la inercia de la gasolina en los tanques medio llenos, o en

es un gigante... Y el pico de Salamanca me impone respeto. Tengo un minuto de tregua... dos segundos... Algo se anuda, se cierra, se estrecha. Estoy simplemente admirado. Abro los ojos de par en par. Me parece que todo mi avión vibra, se extiende, se amplifica. Sin moverse, horizontal, es alzado quinientos metros en algo así como una dilatación. Domino de pronto a mis enemigos, yo, que hace cuarenta minutos no podía elevarme a más de sesenta metros. El avión tiembla como en otra marmita. El océano se descubre ampliamente. El valle se abre sobre ese océano, sobre la salvación. Y he aquí que, sin transición, recibo en el vientre, a mil metros de él, el choque del pico de Salamanca. Todo se me escapa. Y voy dando tumbos hacia el mar. Estoy frente a la costa. Perpendicular a la costa. Han pasado muchas cosas en un minuto. Primero, no desemboqué en el mar. He sido arrojado hacia el mar como por una tos monstruosa; vomitado por mi valle como por una boca de cañón. Cuando, casi en seguida a mi parecer, viré de tres cuartos para controlar mi distancia a la costa, la distinguí, esfumada, a diez kilómetros, ya azul como una costa extranjera. Y la forma dentada de esos montes recortados sobre el cielo puro me hizo el efecto de una fortaleza almenada. Estaba aplastado a ras del agua por el poder de los vientos doblegantes y al momento advertí la velocidad de la perturbación que intentaba remontar, comprendiendo © Pehuén Editores, 2001

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todo pensamiento que no fuese la imagen de un acto simple. Enderezar. Enderezar. Enderezar. Enderezar. Tenía sin embargo instantes de tregua. Sin duda esos instantes de reposo se parecían aún a las más violentas tempestades que hubiese soportado, pero en comparación, sentía una gran relajación. Las reacciones de defensa se distendían un poco. Sabía prever esos momentos. No era yo quien marchaba hacia esas zonas de relativa calma: pero esos oasis casi verdes, bien marcados en el mar, corrían hacia mí. Leí claramente en las aguas el anuncio de una provincia habitable. Y, cada vez, durante la tregua temporaria, volvía el poder de pensar y de sentir. Entonces me juzgaba perdido. Entonces la angustia me ganaba poco a poco. Y, cuando veía estallar en mi dirección una nueva ofensiva blanca, era presa de un corto pánico, hasta el preciso instante en que chocaba en las lindes del hervidero, contra mi invisible mar. Luego no sentía nada. ¡Subir! Sentía sin embargo ese deseo. La zona de calma me parecía infinitamente profunda. Entonces volvía una sorda esperanza: “Tomaré altura... arriba encontraré otras corrientes que me permitan avanzar... voy...”. Empleaba entonces la tregua para, intentar a toda prisa el escalamiento. Era duro, pues los vientos descendentos seguían siendo sólidos adversarios. Cien metros... doscientos metros... y pensé: “Si alcanzo los mil metros estoy salvado”. Pero distinguía en el horizonte la jauría blanca lanzada contra mí. Y extendía la mano para no ser golpeado en pleno pecho, para no

las tabuladuras, provocaba repentinas detenciones del motor, que soltaba no un gruñido homogéneo, sino un extraño lenguaje Morse compuesto de largas y breves. Sin embargo, aferrado a los comandos de mi pesado avión de transporte, absorbido por la lucha física, sólo conocía sentimientos rudimentarios y consideraba sin sentir nada, las huellas del viento en el mar. Veía grandes charcos blancos, de ochocientos metros de envergadura, correr hacia mí a doscientos cuarenta kilómetros por hora, allí donde las trombas descendentes se dividían contra las aguas en explosiones horizontales. El mar era a la vez verde y blanco. De un blanco de azúcar molida y placas verdes esmeralda. No distinguía en ese tumulto desordenado unas olas de otras. Chorreaban torrentes sobre el mar. Los vientos imprimían allí huellas gigantes, como en otoño en las cosechas, cuando un gigantesco remolino se propaga a través de los trigales. A veces, entre las playas, una absurda transparencia ofrecía la visión del fondo verde y negro. Luego crujía en mil astillas blancas el gran vidrio del mar. Cierto, me encontraba perdido. Después de veinte minutos de lucha, no había ganado cien metros. Además, el vuelo era tan difícil, a diez kilómetros de los acantilados, que yo me preguntaba cómo resistiré a los remolinos si alguna vez me acercaba. Marchaba sobre baterías que tiraban sobre mí. Pero, ¿cómo habría conocido el miedo? Estaba vacío, absolutamente, de © Pehuén Editores, 2001

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monstruosa. Y me he embarcado en una absurda letanía, que no interrumpiré hasta el fin del vuelo. Un solo pensamiento. Una sola imagen. Una sola frase que infatigablemente repito: “¡Aprieto las manos... aprieto las manos... aprieto las manos...”. Me he condensado íntegramente en esta frase, ya no hay mar blanco, ni remolinos, ni festones de montañas. Aprieto las manos. Ya no hay peligro ni ciclón, ni tierra perdida. En algún lado hay manos de caucho que, si una sola vez dejan escapar el volante, no tendrán tiempo de volver a sujetarlo y de domar el vuelco antes de llegar al mar. No sé nada. No siento nada, sólo que me vacío. Me vacío de mi fuerza, y a la vez de mi deseo de luchar. Mi motor prosigue su lenguaje Morse, largas y breves, crujidos y sacudones de un paño que se desgarra. Cuando el silencio se prolonga más de un segundo, tengo la impresión de que se detiene el corazón. Mis bombas desagotadas. ¡Acabado! No, sigue de nuevo... Leo en el termómetro de ala treinta y dos grados centígrados bajo cero. Pero estoy bañado en sudor de pies a cabeza. Chorrea sobre mi rostro. ¡Qué baile! Sabré al instante que mi batería de acumuladores ha arrancado sus bielas de acero y se ha aplastado contra el techo, que ha abollado. Me enteraré también de que las nervaduras de ala se han despegado y que ciertos cables de comando están desgastados hasta el último fragmento. Y sigo vaciándome. Ignoro cuándo me vendrá la

ser sorprendido en una posición peligrosa. Demasiado tarde. La primera zancadilla me volteaba. Así el cielo se me aparecía como una especie de cúpula resbalosa, donde no lograba mantenerme. ¿Cómo dar órdenes a las propias manos? Acabo de hacer un descubrimiento que me alarma. Mis manos están estumecidas. Mis manos están muertas. No recibo ningún mensaje de ellas. Sin duda pasa eso desde hace rato, pero no lo he notado. Lo grave es notarlo; hacerse esa pregunta... En efecto, las torsiones de las alas arrastraban a los cables de comando e imprimían a mi volante aletazos desordenados. Desde hacía cuarenta minutos me aferraba a él, con todas mis fuerzas, para amortiguar un poco esos choques, de los que yo temía hiciesen saltar los cables. He apretado demasiado, y ya no siento mis manos. ¡Qué descubrimiento! Mis manos son manos extrañas. Las miro, separo un dedo; me obedece. Miro a otro lado. Tomo la misma decisión. No sé si el dedo me obedece. No me ha comunicado ningún mensaje. Pienso: “Si mis manos se abrieran, ¿cómo lo sabría?”. Y bruscamente las miro, siguen cerradas, pero tuve miedo. ¿Cómo distinguir la imagen de una mano que se abre, de la decisión de abrirla, cuando han dejado de transmitir las sensaciones entre la mano y el cerebro? Imagen o acto de voluntad, ¿cómo reconocerlos? Hay que ahuyentar la imagen de manos que se abren. Viven una vida aparte. Hay que evitarles esa tentación © Pehuén Editores, 2001

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he tenido miedo. ¿Tuvo miedo? Asistí a un extraño espectáculo. ¿Qué extraño espectáculo? No sé. El cielo estaba azul y el mar muy blanco. ¡Tendría que relatar mi aventura ya que vuelvo de tan lejos! Pero lo ocurrido se me escapa. “Imaginen un mar blanco... muy blanco... más blanco todavía...”. No se comunica nada multiplicando los epítetos. No se comunica nada con esos balbuceos. No se comunica nada porque no hay nada que comunicar. Ningún drama verdadero reside en esos pensamientos que han horadado las entrañas, en ese dolor en los hombros. Ni en ese cono del pico de Salamanca. Estaba cargado como un polvorín, pero si digo eso, reirán. Yo también... sentí respeto por el pico de Salamanca. Eso fue todo. No es un drama. Sólo hay un drama y patetismo en las cosas humanas. Quizá mañana me sienta conmovido, cuando embellezca mi aventura al imaginarme, a mi vivo, a mí que marcho sobre la tierra de los hombres, perdido en el ciclón. Haré trampas, pues el que luchaba con brazos y piernas contra ese ciclón no puede compararse con este hombre feliz del mañana. Estaba demasiado ocupado. Sólo traje un pequeño botín, hice un pobre descubrimiento. Este es mi testimonio: ¿cómo distinguir de una simple imagen el acto voluntario, cuando las sensaciones no se transmiten? Probablemente habría logrado emocionarlos relatándoles la historia da algún niño injustamente

indiferencia de las grandes fatigas y el fúnebre gusto del descanso. ¿Qué puedo contar de eso? Nada. Me duelen los hombros. Mucho. Como si hubiese cargado pesadas bolsas. Me asomo. En un charco verde he visto, por transparencia, un fondo tan cercano que distingo todos sus detalles. Pero la rodilla del viento pulveriza la imagen. Luego de una hora y veinte minutos de lucha, logré una ascensión de trescientos metros. Distinguí, un poco al sur, un ancho reguero sobre el tirar, algo así como un río azul. Decidí derivar hasta ese río. No adelanto, pero tampoco retrocedo. Si alcanzo esta ruta abrigada por no sé qué interferencias, quizá pueda remontar lentamente hacia la costa. Me dejo derivar entonces hacia la izquierda. Me parece también que la violencia del viento disminuye. Precisé una hora para cubrir mis diez kilómetros. Luego, al abrigo del acantilado, acabé de bajar hacia el sur. Intento ahora subir para internarme por sobre la tierra, en dirección al terreno de escala. Logro mantenerne a trescientos metros de altura. Reina siempre un tiempo atroz, pero no hay comparación... Se acabó... Sobre el terreno vi unos ciento veinte soldados. Concentrados por mí, debido al ciclón. Me ubico, pues, en medio de ellos. Después de una hora de maniobras, entran el avión en el hangar. Desciendo. No cuento nada. Tengo sueño. Muevo lentamente los dedos que no logro desentumecer. Apenas me parece que recién © Pehuén Editores, 2001

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castigado. Pero los enredé con un ciclón sin afligirles, quizá. Así, ¿acaso no asistimos cada semana, desde nuestras butacas de cine, al bombardeo de Shanghai? Podemos admirar, sin horror, las volutas de hollín y ceniza que esa tierra volcánica lanza lentamente hacia el cielo. Y sin embargo al mismo tiempo que el grano de los graneros, que la herencia de las generaciones, que los tesoros familiares, la carne de los niños quemados, dilapidada en humo, engrosa lentamente ese cúmulo negro. Pero el drama físico en sí no nos conmueve si no nos muestra su sentido espiritual.

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ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY 1900-1944 ¿Dónde comienza lo imaginario y dónde lo autobiográfico en la obra literaria de Antoine de Saint-Exupéry? La respuesta, el deslinde, es casi imposible. Como pocos escritores de éste siglo, el narrador francés hizo de su vida una acción, y de ésta una escritura. Aviador y escritor fueron sus actividades esenciales. Desde sus primeras narraciones, El aviador (1926), Correo del sur (1928) y Vuelo nocturno (1931), Saint-Exupéry presenta verdaderos reportajes sobre un oficio peligroso y sin gloria: el pilotaje de línea. Eran los primeros tiempos de las compañías de navegación aérea que cobran competir con otros medios de transporte. Allí el hombre, el piloto, se veía constantemente confrontado con sí mismo y tiene que apelar a sus recursos profundos para no venir a menos ante sus propios ojos: tenacidad, coraje, optimismo, cualidades modestas pero esenciales. Por eso, estando perdido en medio del desierto, no debe desesperarse sino movilizar todas sus fuerzas a la espera de un socorro aleatorio. Es creer que el hombre es más grande que un destino absurdo. El avión es sólo una máquina, el desierto una extensión infinita de arena, el correo por trasportar un pretexto. Sin embargo, con la ayuda de esos materiales el hombre dedicado a su tarea construye una vida provista de meta y significado. Quizás por eso André Gide escribió en el prólogo de Vuelo nocturno: ) 11 (

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“Yo le agradezco especialmente la iluminación de esa verdad paradójica, para mí de grande importancia en psicología: que la dicha del hombre no reside en la libertad, sino en la aceptación de un deber”. Pero, como su muerte lo demostrará, libertad y deber fueron para Saint-Exupéry una misma cosa. Antoine Marie Roger de Saint-Exupéry nació en Lyon el 29 de junio de 1900. Fue el tercer hijo de una familia noble empobrecida. Su padre era inspector de seguros en el Ródano. Estudió en diversos colegios católicos, tanto en Francia como en Suiza. A los doce años tuvo su bautizo aéreo en el aeródromo de Ambérieu, hecho que lo marcará definitivamente. En 1920 ingresa a la sección de arquitectura de la Escuela de Bellas Artes en París, estudios que abandona al año siguiente para hacer el servicio militar en el 2° Regimiento de Aviación en Estrasburgo. Allí obtiene su título de piloto civil y militar y es enviado a Casa blanca, en el norte de Africa, región que siempre amó y que está presente en muchos de sus libros. Siendo subteniente de reserva sufre, en 1923, su primer accidente de aviación en Bourget. Es desmovilizado. Realiza una serie de trabajos hasta que, en 1926, es contratado por la Compañía General de Empresas Aeronáuticas y, posteriormente, nombrado jefe de aeropuerto en Cabo Juby (Marruecos). Paralela a su actividad de aviador, inicia Saint-Exupéry la de escritor. Ambas ya no se separarán más. Después de realizar un curso especial sobre navegación aérea, de la marina, Saint-Exupéry se embarca, a fines de 1929, rumbo a Buenos Aires donde asume el servicio de Aeropostal que ha establecido una línea en América del Sur. Es nombrado director de Aeropostal Argentina, pero no permanece en tierra. Realiza innumerables vuelos estableciendo nuevas rutas, muchas de ellas con Chile. En Argentina se casa con Consuelo Suncin. En Francia aparece Vuelo nocturno que obtiene el premio Femina 1931. Esta

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novela es publicada en Chile al año siguiente, traducida por Hernán Diaz Arrieta, Alone. Entre 1934 y 1938, la actividad de Saint-Exupéry es intensa. Realiza diversos viajes por Francia, Africa del Norte e Indochina. El diario Paris-Soir lo envía a la Unión Soviética para que realice una serie de reportajes. Posteriormente, intenta un raid ParísSaigón que es interumpido por un accidente en el desierto, a docientos kilómetros de El Cairo. Esta experiencia será la base de su relato El principito. Cuando estalla la guerra civil española, en 1936, es enviado por el periódico L’Intransigeant para reportearla. Sus artículos muestran una clara simpatía por los republicanos, a pasar de su origen aristocrático. Tiempo después, intenta un nuevo raid, esta vez para unir Nueva York con Tierra del Fuego, pero sufre un grave accidente en Guatemala. En 1939 Saint-Exupéry publica Tierra de hombres y obtiene el premio de la Academia Francesa. En este texto revela sus nuevas preocupaciones: la de una fraternidad que agruparía a todos los hombres de buena voluntad contra el surgimiento de una barbarie que azota a España y que muy pronto abatirá a toda Europa; y la de una dignidad que nadie le puede conceder a nadie, que cada persona tiene que reivindicar y construirse ella misma. “Las aprehensiones del escritor se concretan: estalla la segunda guerra mundial. Es movilizado como capitán de aviación y asignado al grupo de reconocimiento 2/33 en Orconte. Después de heroicas misiones, una parte del grupo se repliega a Argel, en 1940. Saint-Exupéry deja esta ciudad e ingresa a Francia donde es desmovilizado. Posteriomente parte a Portugal, y de allí se embarca a Nueva York. Aparece, en 1942, su novela Piloto de guerra. Es publicada, simultáneamente, en los Estados Unidos y Francia, pero la edición francesa es prohibida por el gobierno de Vichy a instancia de las autoridades alemanas de ocupación. Al

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año siguiente, circulará clandestinamente por todo el país. En este relato, Saint-Exupéry se declara solidario, desde el exilio, con los franceses vencidos y se niega a abrumarlos. Francia no es esa banda de políticos corrompidos e irresponsables que, habiendo aceptado una guerra que no podían conducir, están llevando la nación al desastre, Francia es un viejo pais, con fuertes raíces en el tiempo, cuya sustancia viviente es prometedora de un evidente despertar, siempre que deje de creer en “los refrigeradores, la política, las cuentas y los crucigramas”; que deje de escuchar a los robots de la propaganda para prestarle oídos a los “viejos cantos aldeanos del siglo XV”. En 1943, publica Carta a un rehén, verdadero llamado de esperanza a la Francia ocupada. En el mismo año aparece en Nueva York El principito, el libro francés contemporáneo más leído en todo el mundo. Al momento de su publicación, SaintExupéry se embarca hacia Africa del Norte. Permanece en Laghouat, donde se reagrupan las escuadrillas francesas. Después de muchas dificultades no razón de su edad, es aceptado como piloto y comienza su entrenamiento en aviones modernos. Realiza sus primeras misiones, a pesar de la oposición del comandante. En su tiempo libre, retoma la escritura de un libro comenzado hace más de siete años, Ciudadela. Nunca lo terminará. Su escuadrilla se instala en la isla de Córcega. Saint-Exupéry está autorizado para realizar sólo cinco misiones de reconocimiento sobre Francia, pero ya lleva ocho. El 31 de julio de 1944 intenta la novena, un reconocimiento sobre la región de Annecy. Nunca regresará a su base. Hacia las 13.30 horas es abatido por un avión alemán cuando estaba próximo a la isla. Nunca se recuperará su cuerpo. Antoine de Saint-Exupéry nunca le temió a la muerte, pero sí le dolió separarse de su amigo el Principito. Quizás nunca, quizás siempre, pensó que el reencuentro iba a ser tan pronto,

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sólo al año de haberle evocado en su libro. Por esas cosas de la vida o, mejor dicho, por esa locura de los hombres que es la guerra, el ruego final de Saint-Exupéry a sus pequeños lectores, y a más de una persona mayor, ya no es necesario. El, antes que ninguno, ya está nuevamente con su querido Principito, tal vez regando a la pretenciosa flor o alimentando al encerrado cordero o bien limpiando de baobabs al pequeño planeta. Nosotros, que todavía no tenemos esa suerte y que ya no tenemos a quién escribirle, debemos esperar que en un desierto, que en una ciudad, que en una esquina, nos encontremos con el principito. Si va acompañado de una persona mayor, ambos riendo como locos, no hay nada que temer. Sabemos bien de quien se trata. Mariano Aguirre

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CRONOLOGÍA DE LAS OBRAS DE ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY 1926 1928 1931 1939 1942 1943

El aviador (relato). Correo del sur (novela). Vuelo nocturno (novela). Tierra de hombres (novela). Piloto de guerra (novela). Carta a un rehén (ensayo). El principito (relato).

PUBLICACIONES PÓSTUMAS 1948 1953 1956

Ciudadela (reflexiones). Cartas de juventud (1923–1931). Carnets (apuntes). Un sentido de la vida (artículos y reportajes).

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