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Joao Guimaraes Rosa
El caballo que bebía cerveza
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BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN
BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
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El caballo que bebía cerveza Joao Guimaraes Rosa, Brasil Edición Digital Gratuita distribuida por Internet Editor: Aquiles Julián, República Dominicana. Email:
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Coeditores asociados: Fernando Ruiz Granados México José Acosta New York, EE.UU. Pedro Camilo Santo Domingo Aníbal Rosario New York, EE.UU. Milagros Hernández Chiliberti Venezuela Eduardo Gautreau de Windt Santo Domingo, RD Mario Alberto Manuel Vásquez Salta, Argentina José Alejandro Peña Estados Unidos César Sánchez Beras Massachusetts, EE.Uu. Félix Villalona Santo Domingo, RD Ángela Yanet Ferreira
Primera edición: Enero 2010 Santo Domingo, República Dominicana BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN es una colección digital gratuita que se difunde por la Internet y se dedica a promocionar la obra narrativa de los grandes creadores, difundiéndola y fomentando nuevos lectores para ella. Los derechos de autor de cada libro pertenecen a quienes han escrito los textos publicados o sus herederos, así como a los traductores y quienes calzan con su firma los artículos. Agradecemos la benevolencia de permitirnos reproducir estos textos para promover e interesar a un mayor número de lectores en la riqueza de la obra del autor al que homenajeamos en la edición.
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BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
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Índice El médico de Itaguara / Aquiles Julián
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Los cien años de Joao Guimaraes Rosa / Harold Alvarado Tenorio
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Desenredo
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Lunas de Miel
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La tercera orilla del río
19
Los hermanos Dagobé
23
Un joven muy blanco
26
El caballo que bebía cerveza
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Cinta verde en el cabello
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Seu Zito recordando a Joao Guimaraes Rosa / versión R. Aldemar
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Los cangaceiros: bandidos de honor en el sertao / A. Bécquer C.
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Joao Guimaraes Rosa: gran señor y gran señora / Ricardo Bada
48
Joao Guimaraes Rosa / biografía
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34 BIBLIOTECA BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34DIGITAL – EL CABALLO QUE DEBEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA AQUILES JULIÁN
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El médico de Itaguara Por Aquiles
Julián
En septiembre del 2008 edité un libro digital en homenaje modesto al centenario del nacimiento de Joao Guimaraes Rosa, el soberbio narrador brasileño, autor de una obra personalísima, desbordante y cautivadora. El paso del tiempo lo agiganta. Aquel modesto y tímido doctor que se internaba a lomo de caballo en los áridos territorios del sertón brasileño, que escuchaba a los moribundos confesarse asumiendo parcialmente la función del cura local; que lidiaba con todo tipo de afección en los perdidos lugares olvidados de Dios en que ejercía, se fue llenando de historias, dramas, tragedias, pasiones, inquinas, aventuras… Fue apropiándose de la sangre, el llanto, las miserias, el heroísmo, la impudicia, los terrores, el delirio de aquella gente, de aquella tierra sin ley y sin esperanzas. Guimaraes Rosa en sí mismo es un hombre excepcional. Desarrolló una pasión por la tierra, la naturaleza y la gente que adobó con una inteligencia inquisitiva y un ojo y un oído curiosos. Igualmente tenía un don extraordinario para los idiomas y un hambre de saber igualmente insaciable. Saúl Ibargoyen reseña cómo en la escritura de Guimaraes, en particular en su monumental novela Gran Sertón: Veredas, conviven “plenitud y vacío, externo e interno, Dios y el Diablo, erudición y cultura popular, universalidad y regionalismo, mensura y aventura…” Para Guimaraes “el sertón es el terreno de la eternidad, de la soledad”. Él andaba a caballo en esa tierra reseca y hostil para llevar un poco de alivio al terrateniente que ardía en fiebres o se retorcía del dolor, para calmar el fuego de los que se consumían en enfermedades degenerativas o terminales, para asistir al postrer momento de los que concluían su tiempo en esta tierra y se internaban en los intemporales espacios de la eternidad. Allí, en aquella desmesura, aquel médico miope, lector intenso, que leía en francés, holandés, alemán, español, italiano, esperanto, árabe, sánscrito, lituano, polaco, tupí, hebreo, japonés, checo, finés, danés y algunas variantes de chino, vio cómo los temas más metafísicos, trascendentales, universales e intemporales, aquellos que han acompañado a la especie desde siempre y posiblemente mueran con nosotros, cobraban vida, tomaban cuerpo y eran actuados y expresados por vidas primitivas, rudimentarias, agobiadas por el hambre, atrapadas en la miseria y en la violencia de estas inmensidades calcinadas en que los más desamparados se recluían. Las violencias tribales de los yagunzos, campesinos depauperados que arañaban una tierra inhóspita, los cangaceiros que asaltaban e imponían su código de sangre y respeto, BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
5 los terratenientes que se enseñoreaban en aquella extensión desértica, el ejército abusador, venal y arbitrario, los funcionarios y políticos manipuladores y corruptos, ese mundo que somos, que es nuestro retrato, semianalfabeto o totalmente ágrafo, que pierde el barniz civilizado y se devuelve a la fiera que, acosada, reacciona y busca sobrevivir, es la realidad no sólo del sertón, es una realidad en nuestras calles, en nuestras ciudades: es nuestra actualidad. Guimaraes definió a Gran Sertón: Veredas como simultáneamente una novela y un largo poema. Igual pueden decirse de sus historias. Su novela es un monólogo alucinante en que un yagunzo, Riobaldo, se confiesa a un médico rural, monólogo hilvanado por Guimaraes de todas las confesiones oídas y atesoradas, de todos las anécdotas desmesuradas con que se entretiene el tiempo en un lugar en que nada hay que hacer sino intentar sobrevivir un día más hasta encontrar la muerte; y entonces, a partir de toda esa masa vital abrir los grandes temas metafísicos: Dios, el demonio, la muerte… Riobaldo, el personaje principal de la novela, nos aclara el papel simbólico, de parábola, de la misma, al declarar: “El sertón es el mundo”. En la década del 40 del siglo pasado, en mi país, República Dominicana, frente al interés localista, la exaltación del entorno que era exaltación simultánea e impuesta de los fastos y logros de la dictadura trujillista, un grupo de escritores jóvenes se propuso hacer una poesía con el hombre universal. Una sutil manera de disentir. Así surgió el más importante movimiento literario del país en toda su historia: La Poesía Sorprendida. Y eso dio origen a un debate entre el localismo y el universalismo. ¿Habrá alguna manera de entender que es un debate bizantino? El localismo ombliguista termina en la viñeta pintoresca, en el costumbrismo. Pero el universalismo extremo termina en una literatura inodora, incolora e insípida. A lo universal se llega a partir de lo local que aporta sabor, color, textura, sudor, lágrimas, vivencias y referencias que enriquecen el mundo del lector. ¿No es esa la enseñanza de Rulfo? ¿De Faulkner? ¿De Guimaraes? Por igual, cualquier experiencia humana se vincula a temas mayores, a conflictos extratemporales y extralocales, tienen una resonancia que encuentra eco en otros momentos, en otras tierras, en otras lenguas, en otras obras, en otras culturas. Disfrutemos a este poeta mayor del Brasil, autor de este caudaloso poema, de esta confesión desbordada, de este recuento arduo que es la novela más importante de la lengua portuguesa, la novela fundadora y paradigmática, una novela que es cumbre y mayoría de edad para una literatura y es desde su aparición un clásico, un referente, un hito, un reto y un tesoro a descubrir. Estos cuentos son un modesto homenaje a su persona y una invitación a abrevar en su obra. BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
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Los cien años de João Guimarães Rosa Por Harold
Alvarado Tenorio
El pasado 27 de Junio se cumplieron cien años del nacimiento del más grande escritor brasileño, autor de Grande Sertão: Veredas, quizás, la más grande obra de ficción que se produjo en las Américas en el siglo pasado. Modesto e inclinado a la introspección, João Guimarães Rosa nada publicó en libro hasta la aparición de Sagarana (1946), cuentos que habían aparecido en la revistaO Cruzeiro, desde 1929, sin causar repercusión alguna. Y aun cuando se inició como poeta y ganó un premio, decidió abandonar el metro y la rima, porque, según confesó a Günter Lorenz en 1965: “Descubrí que la poesía profesional puede ser la muerte de la poesía verdadera. Por eso volví hacia la saga, la leyenda, el cuento sencillo, pues estos son asuntos que escriben la vida y no la ley de las reglas llamadas poéticas.” Saragana incluye “Hora e vez de Augusto Matraga”, anuncio del vasto asunto de su gran novela: la conversación-redención de un jagunço arrepentido y vencido, que ilustra la parábola de la vida como el intento de cruzar a nado un río y, al llegar a la otra orilla, luego de incontables esfuerzos, nos damos cuenta que la corriente nos ha arrojado lejos del lugar a donde queríamos llegar. La oralidad que ya aparece en estas historias es una fusión personalísima de artificios y espontaneidad, sometiendo la lengua, atomizándola mediante la invención de onomatopeyas, libres permutaciones de prefijos verbales, atribución de novedosos regímenes, inversión de las categorías gramaticales y multiplicación de desinencias afectivas, donde las palabras resucitan como Lázaros, y las que viven son sometidas a permutaciones; otras son paridas para, in totum, sugerir la existencia de nociones, sensaciones y fenómenos que hasta entonces no percibíamos. BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
7 João Guimarães Rosa nació en Cordisburgo, un pueblecito perdido en el centro de Minas Gerais, el 27 de Junio de 1908, el primero de los seis hijos de Francisca (Chiquitinha) Guimarães Rosa y Florduardo Pinto Rosa, un comerciante de aves, juez de paz, cazador de pumas, peluquero y contador de historias, que llevaba al chico consigo hasta los mismos antros donde los gauchos y los vaqueros recordaban sus vidas, mientras comían recostados en las sillas de montar o descansaban entre el pienso de las bestias. Miope desde niño, pero voraz lector, con sus gruesos lentes aprendió por sí mismo francés, holandés y alemán, brillantez lingüística que nunca lo abandonó, llegando a hablar, aparte de aquellas y la propia, español, italiano, esperanto, algo de ruso, y también leía sueco, latín, griego, húngaro, árabe, sánscrito, lituano, polaco, tupí, hebreo, japonés, checo, finés, danés y algunas variantes del chino. Luego, durante la pubertad, entró en fascinación con el mundo de los insectos y la vida natural, haciéndose coleccionista de mariposas, aves y serpientes vivas y muertas, lo que quizás lo empujó a matricularse en la Facultad de Medicina de Minas Gerais, donde se recibió, ejerciendo de inmediato la profesión en otro pueblecito, Itaguara, donde, acompañado por su mujer y sus dos hijitas, atendía una clientela variopinta de marginados, gobernantes, moribundos y terratenientes, cuyas historias conocería de sus propias bocas y almas cuando recorría las llanuras desérticas del sertón, hasta las fronteras con Mato Grosso, Bahía y el Amazonas.
Guimaraes Rosa a los 12 años
A los veintinueve años fue nombrado cónsul en Hamburgo, en el mismo momento en que estallaba la segunda guerra mundial. En el Museo del Holocausto de Jerusalén hay un grueso volumen que recoge cientos de declaraciones de los perseguidos del nazismo que afirman deber su vida al escritor. Al romperse las relaciones diplomáticas entre Brasil y Alemania, fue puesto durante cuatro Con su madre, doña Chiquitita, y su hermana Vilma. meses en prisión, junto a otros funcionarios, en Baden-Baden, de donde saldría con destino a Bogotá y permanecería ahí hasta 1944. Más tarde regresaría durante los terribles días de la IX Conferencia Interamericana de 1948, cuando luego del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán la ciudad fue destruida por las llamas y la insurrección. Durante la estadía en la BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
8 fría capital colombiana, situada a 2 mil 640 metros sobre el nivel del mar, Guimarães Rosa escribió Páramo, una historia de la muerte parcial del protagonista, causada por la soledad, la saudade de los suyos, el frío, la humedad y la asfixia que produce el soroche bogotano. Aun cuando desde 1963 había sido elegido miembro de la Real Academia de Letras de Brasil, sólo aceptó ingresar a ella en 1967, justo tres días antes de su muerte, acaecida en su departamento de Copacabana el 19 de Noviembre. Tenía cincuenta y nueve años. 1956 fue el año de la publicación de dos de sus grandes libros: Cuerpo de baile, un volumen de más de ochocientas páginas de extensos poemas narrativos, y su insuperada novela Grande Sertão: Veredas. Para preparar esta inmensa suma de estorias, Guimarães recorrió a caballo la escuálida Minas Gerais, hablando con vaqueiros y etnólogos, indagando sobre antropología, consultando archivos, haciendo anotaciones de tratados de entomología, geología, mitos, lengua, colores y textura de la tierra, a la manera como Da Cunha había obrado para redactar Os Sertões, arquetipo de su obra. Original corregido por Guimaraes Rosa
Grande Sertão: Veredas es un monólogo-diálogo de Riobaldo, un ex bandido, convertido en honorable estanciero, que recuerda con nostalgia episodios de su rica vida aventurera y amorosa. La historia de la lucha entre dos bandos de jagunços termina por enaltecer un mundo violento, recorrido por políticos y un ejército implacable y venal, ahíto de traiciones, terrores religiosos, miseria y explotación. A través de esta memoria a saltos trasmite la crueldad del paisaje y sus violencias, que para la imaginación de los viejos seguidores de Antônio Conselheiro –cuya alquimia de cultos cristianos, ritos africanos e Álvaro Mutis, Joao Guimaraes Rosa y Gabriel García Márquez. indígenas dio origen a las macumbas y el candomble–, era apenas una grotesca cruzada de dudosos caballeros andantes. La destreza narrativa de Guimarães Rosa permite que la historia se deslice de la realidad a la fantasía, y de ésta al mito, BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
9 como en muchos de sus cuentos, con un expresionismo e invención mitológica de primer orden. El asunto de la novela es la posesión diabólica. Riobaldo está convencido de haber hecho un pacto que lo llevó a una vida de perversidad y crímenes con un daimon que aparece en todas partes: es voz en el desierto, susurro en la conciencia, súbita mirada tentadora, irresistible maldad. Para conjurar el efecto del Patas aparece Diadorim, muchacha disfrazada de hombre, cuya identidad sólo es revelada después de su partida de este mundo. Riobaldo cuenta sus esfuerzos por vengar la muerte y entender la relación con su extraordinario amigo y constante compañero, joven de inusual hermosura y pureza hacia quien siente una atracción sexual que lo atormenta. Siendo un cuento contemporáneo de la lucha entre el bien y el mal, el ángel y el diablo son difíciles de identificar para un hombre fatigado con las vacilaciones, las dudas y la angustia. Como centro de la relación se encuentra la aventura de esa alma, que dividida entre el amor y el odio, la amistad y la enemistad, la superstición y la fe, pero inspirada por el honor, el amor ultramundano y la más transparente amistad, lucha –como un caballero medieval– contra la traición, la tentación de la carne y los oscuros Riobaldo sabe que la vida no es inteligible. Descifrando las cosas que le parece importa salvar del olvido, hace su confesión para sí mismo –frente al rostro taciturno del lector–, movido por el anhelo de reafirmar la unidad de su yo, tratando que su papel en los misteriosos caminos de la existencia tenga algo de positivo. Sabe que cada hombre tiene un lugar en el mundo y en el tiempo que le ha sido concedido; que su tarea, una vez cumplida, debe servir a la verdad de los hombres. Así, sus averiguaciones sobre la existencia del diablo y la naturaleza de sus poderes no sólo nos van preparando, en las incesantes alusiones, para recibir un espantoso misterio, sino que desean, al vincularlo a una realidad concreta, aislarlo –mediante el Amor–, para que no vuelva a contaminar el mundo. Cuando al fin llega la revelación, así haya sido presentida, nos trastorna. Riobaldo, queriendo someter a Hermógenes, asesino del padre de Diadorim, pacta con el Maligno y puede hacerse jefe de su bandería. La ayuda del demonio le hace pensar en cómo tendrá que pagarla. Pero Diadorim muere en el mismo momento en que mata a Hermógenes, el Mal. Entendemos entonces las especulaciones metafísicas del viejo ex bandido: si rehace en la soledad de su edad todas las suposiciones de los teólogos, todas las teorías de la demonología –llegando hasta creer que Satán es parte del ánima–, es por un asunto personal, íntimo, revivido de manera tan verosímil que quedamos convencidos de la posibilidad de la experiencia. Riobaldo sabe, y nosotros le creemos, que los acontecimientos inesperados y favorables que ha vivido forman parte del pacto: llega a BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
10 sentirse omnipotente, señor del mundo, y entonces surge la duda, da pasos en falso, no sabe qué hacer y siente una terrible insatisfacción. Su poder, como sucede a menudo, llega en el momento en que ya de nada sirve, cuando los obstáculos para llevar a cabo su pasión por Diadorim desaparecen. Riobaldo, poeta, al hacer el inventario de su vida, ha hecho una travesía por todas las contingencias del ser: el amor, la alegría, la ambición, la insatisfacción, la soledad, el dolor, el miedo y la muerte. Ha referido hechos y cosas como si hubiesen acabado de suceder, sin mancharlas con la razón, descubriendo los abisales sentimientos del alma, los ocultos mecanismos de la alienación. Al final, cuando el protagonista ha logrado vomitar el fardo de la vida, cuando ha quedado vacío, sentimos también el efecto de la catarsis. Otra lectura que debe hacerse de Grande Sertão: Veredas es la de su cuerpo de poesía, su lenguaje. Por estar cargado de un hondo sentido moral y místico, es principio de todas las cosas: las palabras significan y vuelven a ser, las sílabas tienen el color y la resonancia subconsciente de su forma, la magia rige sus significados. El eterno poema escrupuloso penetra en los modismos y peculiaridades expresivas de las gentes del sertón, el mundo creado por Guimarães Rosa a partir de su lengua:el portugués de Brasil transformado por su conocimiento de otros idiomas, libre de la tiranía de las gramáticas y los diccionarios, inventados, según afirmó, por los enemigos de la poesía. Guimarães Rosa recurre a células rítmicas, aliteraciones, rimas internas, osadías morfológicas, elipsis, cortes y dislocaciones de la sintaxis, voces arcaicas y neologías, metáforas, anáforas, metonimias, fusión de estilos y coro de voces para levantar un habla densa y profundamente personal por enigmática. Cada frase es un verso que hace de la totalizante estructura otro signo de la historia que cuenta. La distribución de los acentos en las frases, el ritmo de cada párrafo, indican los diversos estados de Riobaldo mejor que los sucesos mismos. “Por la magnitud de su empresa, por el nivel de creación verbal y mítica en que se sitúa Grande Sertão: Veredas, por la sabiduría de su enfoque humanístico y la ironía sazonada de su visión narrativa, esta obra de Guimarães Rosa –dijo en 1965 Emir Rodríguez Monegal– es una, si no la más grande, de las creaciones de la literatura latinoamericana. Es, también, una síntesis magistral de las esencias de esa enorme, desmesurada, escindida tierra de Dios y el Diablo que es su patria.”
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Desenredo Del narrador a sus oyentes: —Juan Joaquín, cliente de quien cuenta, era apacible, respetado, bueno como aroma de cerveza. Señor de lo debido para no ser célebre. ¿Quién puede empero con ellas? Dormido Adán, nació Eva. Llamábase Liviria, Rivilia o Irlivia, la que, en esta ocasión, a Juan Joaquín se le apareció. Tirando a bonita, ojos de carbón vivo, morena miel y pan. Casada, por lo demás. Sonriéronse, viéronse. Era infinitamente mayo y Juan Joaquín se enamoró. Sumariando el asunto, se entendieron; volando lo demás con ímpetu de nave tendida a vela y viento. Pero muy teniendo todo, claro está, que ser secreto, a siete llaves. Porque en el marido, cuando celoso, se hacía notar la valentía y ya se sabe que los pueblos son la ajena vigilancia. De modo que al rigor los dos se sujetaron, conforme al clandestino amor y según aconseja el mundo desde que es mundo. No hay, empero, abismos infranqueables en barquitos de papel. No se veía cuándo y cómo se veían. Juan Joaquín, por lo demás, era pura, calculada retracción. Espe rar es reconocerse incompleto. Dependían ellos de enormes milagros. El embriagado engaño, quiero decir. Hasta que se produjo el derrumbe. Lo trágico no viene en cuentagotas. Sorprendió el marido a la mujer: con otro, un tercero... Sin muchas vueltas, pistola en mano, la asustó y lo mató. Se dice tam bién que levemente la hirió, cosa ligera. Juan Joaquín, doliente sorprendido, en lo absurdo se negaba a creer, y barrido por dolores fríos, calores, lágrimas quizá, cayó en decúbito dorsal devuelto al barro, a medio estar entre lo inefable y lo nefando. Jamás la imaginara con el pie en tres estribos; llegó a maldecir sus propios y gratos abusufructos. Se contuvo para no verla, prohibiéndose ser pseudopersonaje, en circunstancias de tan sangrienta y negra magnitud. Ella —lejos— siempre y más que nunca hermo sa, ya repuesta y sana. Él, ejercitándose en resistir, siervo de penosas emociones. Los porvenires, mientras tanto, maduraban. ¿Que no hay fin que sobrevenga? Desafortunado fugitivo, y como a la Providencia place, el marido falleció, ahogado o de tifus. El tiempo se las ingenia. BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
12 De inmediato lo supo Juan Joaquín, sumido en su franciscanato, dolorido pero ya medicado. Fue, pues, con la amada a encontrarse —ella sutil como alas leves, pantanal de engaños, la firme fascinación. En ella creyó, en un abrir y no cerrar de oídos. Y así fue como, de repente, se casaron. Alegres y mucho, para feliz escándalo popular. Pero hubo peros. ¿Llega siempre imprevisible lo abominable? ¿O es que los tiempos se siguen, parafraseándose? Prodújose el arribo de los demonios. Esta vez fue Juan Joaquín quien con ella se de paró y en mala hora: traicionado y traicionera. De amor no la mató, que no era hombre de remontarse a tamaños leonismos ni tigreces tales. La expulsó apenas, apostrofándose, como inédito poeta y hombre. Y viajó huida la mujer a ignoto paradero. Todo aplaudió y reprobó el pueblo, repartido. Por el hecho, Juan Joaquín se sintió heroico, casi criminal, reincidente. Triste, al fin, y tan callado. Sus lágrimas corrían detrás de ella, como blancas hormiguitas. Pero, en la frágil barca del consenso, de nuevo pudo verse respetado. Se pierde la cami sa, cuando no lo que ella viste. Era el suyo un amor meditado, a prueba de remordimientos. Se dedicó a resarcirse. Pero hubo peros. Pasaban los días y, pasándolos, Juan Joaquín iba aplicándose, en progresivo, empeñoso afán. La bonanza nada tiene que ver con la tempestad. ¿Creíble? Sabio siempre fue Ulises, que empezó por hacerse el loco. Deseaba él, Juan Joaquín, la felicidad —idea innata. Se consagró a remediar, redimir la mujer, a pulmón pleno. ¿Increíble? Cabe notar que el aire viene del aire. De sufrir y amar uno no se desacostumbra. Él quería apenas los arquetipos, platonizaba. Ella era un aroma. ¿Amantes, ella? ¡Nunca los tuvo! Ni uno ni dos. Díjose y decía Juan Joaquín. A embustes atribuía la leyenda, falsas patrañas escabrosas. Cabíale descalumniarla, y a todo se obligaba. Trajo a flor de escena del mundo lo que, del caso bajo, fuera tan claro como agua sucia. Demostrándolo, amate mático, contrario al público pensamiento y a la lógica, desde que Aristóteles la fundó. Lo que no era tan fácil como refritar albóndigas. Sin malicia, con paciencia, sin insistencia, principalmente. El punto está en que lo supo del modo que sigue: por antipesquisas, acronología menuda, charlitas secreteadas, entrecocidos testimonios. Juan Joaquín, genial, operaba el pasado —plástico y contradictorio borrador. Creaba una nueva transformada rea lidad, más alta. ¿Y más cierta?
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13 La celebraba, ufanático, dándola por justa y averiguada, con rotunda convicción. Haya el absoluto amar y no habrá injuria que aguante. De modo que surtió efecto. Desaparecieron los puntos suspensivos, el tiempo secó el asunto. Diluíase la tiniebla, anteriores evidencias, sus siniestras brumas. Lo real y válido en ascenso y hacia arriba. Y todos lo creían. Juan Joaquín antes que todos. Por fin hasta la propia mujer. Le llegó la noticia adonde se encontraba, en ignota, defendida, perfecta distancia. Se supo desnuda y pura. Volvió sin culpa, con dengues y titubeos, desplegando su bandera al viento. Tres veces se roza la felicidad. Juan Joaquín y Viliria se retornaron y compartieron, transmuta dos, lo verdadero y mejor de su útil vida. Y archívese el asunto.
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Lunas de Miel
A lo mejor, mismamente, de lo mismo, siempre llega la novedad. ..... En aquella víspera, yo andaba medio flojo, débil; ¿declinaba yo hacia los nones? En los primeros de noviembre. Soy casi de paz, tanto como puedo. Descuento hacia atrás, todo aquello en que me metí, en la juventud: desmanes, desórdenes, agravios. Entonces, después, la vida en serio, que, entre nosotros, de brava se enfurecía. Soy acomodado labrador, es decir -de pobre no me ensucio y de rico no me empuerco. Defensa y cautela no fallecen, en esta hacienda Santa Cruz de la Onza, de hospitalidades; mía. Aquí es una rinconada. De flojera por el calor, me ponía a observar. En ese día, nada por nada. De fastidio y aburrimiento, comía demasiado. Del almuerzo, después, me remitía a la hamaca, al cuarto. Cuestión de edad, digestiones y salud: hígado. Misía María Andreza, mi santa y medio pasada mujer, me hervía un té, para el empacho. Bueno. Don Fifino, mi hijo, de la banda de afuera de la puerta, notició: que había llegado cierto sujeto, un recadero, con carta. Con calma. Prestezas y prisas no me agravian. ..... Don Fifino, mi hijo, sin ser necio ni sonso del todo, me estaba explicando: que el tipo ése había arribado tan a socapa, que sólo se notó, ya detenido, a caballo, atrás del ingenio, ni los perros habían ladrado, tampoco hizo rechinar la tranquera; y que, con armas, bien provisto, rifle a bandolera. Y, entonces, mi capataz, José Satisfecho, por debajo me informaba, de él, el nombre, el cual -Baldualdo. Soy mosquito en hocico de ocelote: no moví las cejas, no mostré pasmo. sabía de la fama de ese Baldualdo -que valía un batallón, con grande y muerta clientela. Por ahora, ¿a mí qué me importaba? De eso digo: mi propio José Satisfecho, ya había sido también un "Ze Sipío", mano en el rifle, para que se me entienda. En las eras de los tiroteos contra el Mayor Lidelfonso y sus soldados. Conmigo. Yo con él, y otros. Sólo la vida tiene de esas rústicas variedades. Yo pongo la mesa y pago el gasto. Me moví de la hamaca, vine a ver quién. Aquel hombre que había llegado. Me miró presto, medido respeto, me repreguntó mi nombre por entero. La carta que traía para mí, a mano, era de verídico y alto mensaje. Releí las tres y tres veces el nombre que la firmaba: don Seotaciano. ..... Y -¡me gustó esto! Es lo que deletreo: "Estimado amigo mío y compadre..." Don Seotaciano, de su distante sede los hechos importantes maniobrando, con estopín corto y brazo largo. El muy jefe, hombre de gran esfera, tigroso león como la pantera, pero justo el pan de bueno, en noblezas y formas. Mi compadre mayor, mandante, desde mucho . Y, hace tanto tiempo de eso. Pero, ahora se acordaba de éste, aquí, en este sitio, confiante de lealtad. Y con un asunto. Para cosa sintreguas: lo que, seguro había de haber: -perro, gata y zaragata. Pero tengo que secundar, y quiero. Si él rayó, yo tajo. Declara, en resumen: "Para un joven y una joven, le pido fuerte resguardo. Lo demás se verá más tarde" ¡Esas sandeces de amor! -sonreí. Salí de los suspensos para los preparativos. ..... Quedito, era lo que se necesitaba. Temperar el venir de las cosas, acomodar a los BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
15 huéspedes, los esperados. Dando órdenes conformes. Prevenido para valer por cuatro. Aquel día era sábado. Me entendí con José Satisfecho y con Don Fifino, mi hijo: que me trajesen del retiro del Medio, ciertos hombres; y unos cuantos, de ésos del Muño, de las rozas: siempre quedarían todavía otros en el hoy por hoy, para el trabajo. Pero aquéllos aquí a la mano; porque: a horas competentes, hombres de posibilidades. Con hartos frijoles y arroz y cargas de pólvora, plomo y bala. Sensato, me dicen. Sólo en paz, con Dios, tranquilo. Sensato, sincero y honrado. ..... Misia María Andreza, mi mujer, me miraba. ..... Aquel Baldualdo, decente: -"Si le place, señor mío, por unos días, aquí, me quedo..." -me dijo, bajito, sabiendo de memoria su deber. Él ya era mi compañero -por arte de los ángeles de la guardia. En la terraza caminé unos pasos, ejercitados. Los que iban a venir, ¿un joven, una joven? Misia María Andreza, mi correcta mujer, uno o dos cuartos arreglaría -toallas, bienestar, flores en floreros. Seguro que de noche llegarían, sagaces. "Ah, mi vieja, vamos a tocar rabeles..." -bromeé, limpiando el revólver. Misia María Andreza, buena compañera, dijo apenas, moviendo el copete: "El lentisco de mata virgen no se endereza..." La tomé de la mano medio afectuoso. Repensé en todas mis armas. ¡Ay, ay, la lejana juventud! ..... Sin nadie, entre nosotros, desprevenido; de hecho a la media noche llegaron. Novios, mucho amor. Ella era de las lindas, reteniendo las atenciones; yo ni supe hija de qué padre. Sólo medio asustadita, sonrisas desahogadas. El joven -¡hombre!- de los buenos. Vi rápido. Tenía rifle largo. Gallardo, guapo. No, todavía no eran matrimonio. Cenaron. No hablaron. La joven se retiró a la recámara, a la inviolable de la casa; doncella con recato. El joven, ése, valeroso, quiso ranchearse en la casa del ingenio. Joven, un deporte de fuerte. Aprecio. Pude presumir de su padre. Ah, ellos habían viajado solitos, como se debe de, en fugas particulares. Me gustó más. Sólo poco después llegó otro sujeto que, a ellos dos, con buena distancia, garantizaba protección, sin que ellos supiesen -también por orden de don Seotaciano. ..... Las cosas bien hechas, medidas, como sólo un gran capitán concibe. Ese otro se llamaba el Bibiano, era un valiente de espingarda: me tomó la bendición. Bueno. Todo en todo, en orden, me adormecí, conforme, propietario de mi sueño. ¿Por qué no? Gente mía ya galopaba en esa noche y madrugada. Un enviado a la Hacienda Congoña, de mi compadre Verísimo, por tres rifles, tres hombres, prestados. Para seguridad. La gente de allá es lumbre. Y uno a la Laguna de los Caballos, por otros tres -para que mi compadre Serejerio no se sintiese despreciado. Bueno. Yo juzgo a los otros por mí. Con tino y consideración el respeto es granjeado: con honor, sosiego y provecho. Por bien encaminar, me adormecí bien. Sólo vivo en lo supradicho. ..... Amanecí antes del sol, todo en paz, posesiones y rocíos. Admiro esas exactitudes del campo, en olores, adornado; mientras tanto nada. Misia María Andreza, mi mujer, me cuidaba. A ella dije: -"Que no me conste quién es esta joven, no lo que haya revelado." El no, por ahora. Yo no quería saber, solamente para prevenir: podía ser hija de conocido, pariente mío o amigo. No tenía caso. En esas horas le era fiel a don Seotaciano. Siquiera, por lo menos. ¡Aquél es tu amigo, que te quita de ruido!- buen dicho. Ese día, de domingo. Se almorzó con hambre, a pesares de. La joven y el Joven, justo ante mí, dichosos se contemplaban. Tanta cosa en este mundo, bien hecha. Misia María Andreza, mi conservada mujer, en cocinar se esmeraba. Nomás me dije, ni pensé: BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
16 los enamoramientos son mis otras mocedades. ..... La gente moviéndose, tranquila, el tiempo creciendo, parado. De ese modo, se pasó el día, en oros y copas; mientras nada. La linda Joven, allá dentro, en el oratorio rezaba. Misia María Andreza, mujer, sinceros cariños le daba. Nosotros acá afuera. Don Fifino, mi hijo, de esta banda, el Bibiano en la parte del cerro, en el puente del arroyo el Baldualdo; con otros y otros hombres; pero a escondidas, tan sutilmente, que no se veían ni se notaban. Conmigo, juntos, José Satisfecho y el Joven novio, de pocas palabras: caminábamos de la zanja al vallado. Misia María Andreza, mía ¿por mí también rezaba? Yo -exagerado. Proveía, no meditaba. Día y tanto, Dios loado. Entonces, vino el anochecer, las estrellas, a las esperas. Ahí, uno en pos de otro, llegaban, a los surtos, los de la Hacienda Congoña y los de la Laguna de los Caballos. Ésos no se reían, en armas. Ah, las buenas amistades. ..... Así, más gente, otra vez, se despertó antes de los gallos. Allí, para el incierto lunes medio redondo. Día de las fuertes llegadas. Primero, dos hombres más, que don Seotaciano enviaba. Jefe bravo. Después, según aviso dado, todavía otros, un par de jinetes: el sacristán atrás del cura. Ave. ¿El cura; joven, espingarda a la espalda? Armado con esmero; rifle corto. Se apeó, bendijo todo, aprestado para el casorio que se iba a tener: bodas en la casa. Tuve que moverme para prepararme, vestir mejor ropa -para esos momentos. Misia María Andreza, mi mujer, con gusto dispuso el altar. El Joven y la Joven se enaltecían. Amor es sólo amor. Airosos. Iban los dos, el brazo en el brazo. ¡Vean cómo son las pasiones! Todo bueno, bastante bueno, Misia María Andreza bien vestida, me parece que hasta con colores. Soy hombre para bandas de música. El cura dijo bellas palabras. A esa altura yo ya sabía: la novia de cuál familia. Hija del Mayor Juan Dioclecio, duro y rico, de hecho, fuerte. Esas cosas y escalofríos... Bueno. Me encogí de hombros. Yo cerco un campo, y en él soplo: destorcidas claridades. Terminado el casorio se salió del altar a la mesa, se pasó de sala a sala. ..... Ahí, en sencillo banquete, que con todo y lechón y pavo, rellenos como de costumbre; vinos. Comimos nosotros todos y el cura; yo sin hastío ni empacho. Los dulces. Se cantó a coro. El novio de armas al cinto. La novia, una hermosura, como se debe, con velo y azahares. La vejez de la lana es la suciedad... -yo pensé, consonante, viéndome. ¡Esas delicias de amor! -Suspiré apenas pensando. Yo bajaba de los valles a los cerros. Y, todavía en la ceremonia, mi hermano Juan Norberto llega, de lejos, de su hacienda Las Arapongas. Sabida, allá, la noticia, llegaba para ayudarme. Traía mayor novedad: -"Si el Mayor atacase con matones, don Seotaciano bajaría a la escena -al frente de cien de sus hombres: ¡a proteger la retaguardia!" De glorias, silbé, sentado. Aquel Joven novio, gentil, era pariente de don Seotaciano. Alguno de mis hombres tocaban guitarras. ¿Se bailaba? ..... Miré a mi saludable Misia María Andreza -contemplada. ..... ¡Y era noche de las mayores! Vinieron mis compadres Serejerio y Verísimo, en persona. ..... Buena gente para llevar a cabo empresas dificultosas. Hasta el cura dijo que se quedaba: para confesar a quién o quién en la hora. Sólo que, sobre la mesa el brevario, pero al lado, la pistola. Buen cura, muy virtuoso, amigo de don Seotaciano. Ahora, se esperaba por el mayor Dioclecio y sus matones. -"¡Pero tan cierto!" - se decía- "¡Esas cosas quiero verlas a la noche!" -otro. Otro: -"¿Y quién es el que apaga la vela?" Ahí, BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
17 por toda parte, se me dice no más patrullas, trincheras, centinelas. Pasos callados, suaves, retintín de carabinas. Ah, esta vieja hacienda Santa Cruz de la Onza, con picas para cualquier hojalata. Punto era que, yo, el jefe. Yo estaba ya medio sanguinolento: medio aturdido. Yo, sencillamente. Yo -en nombre mío y de don Seotaciano. ..... La gente debía quedarse en vela. En estos bancos y sillas. Aquellas lámparas y lamparillas. Todos, los del mando. En la sala. Yo, mi hermano Juan Norberto, compadres Verísimo y Serejerio, y el Novio, más don Fifino. También la novia en su vestido blanco, y Misia María Andreza, mujer mía. Todos y todas. La rueda de hombres buenos. Cerca de mí, mi Ze Sipío. Y la cena -las sobras del almuerzo- con alegría. Hombres comiendo parados, el plato en la mano; alerta el oído. La gente, risueños de guerra, para cualquier cosa. ¡Aquí, que viniera el enemigo! -esos Dioclecios, demonios. La hora -de encerrar los huelgos. Y se esperaba -con luces para mil brujas. Y: mantantiru-liru-lá... se dice -¡pique será! ¿No venía nadie? A lo que es que es, estábamos. ..... La gente, a un paso de la muerte, valiente, juntos, tantos, bastantes. Nadie venía. La Novia sonreía al Novio, levemente; esas nupcias. Y yo con la mente erradamente, de quien se halla en estado armado. Lo que a otro mengua a mí me sobra. Mía, Misía María Andreza, mujer, me sonreía. Lo que los viejos no pueden tener más: secretitos, secreteados. Nadie venía. Madrugar y gallos cantaban. El cura rezó, guerrero, en denodado placer de las armas. Primeramente, sentí el merecer más en ese venturoso día. Recibí más naturaleza -fuente seca que brota de nuevo- el rebrotar, rebrotado. Misia María mi Andreza me miró con un amor, estaba bella, rejuvenecida. En esa noche ¿nadie venía? ¡Mientras nada! Madrugada. El Novio se retiró con la Novia; y unos más, que con más sueño ya están a cierra ojos. Resolvio turnar la vigilancia. Yo, feliz, miré para mi Misia María Andreza; fuego de amor, verbigracia. Mano en la mano, diciéndole yo -en la otra empuñando el rifle-: "Vamos a dormir abrazados..." Las cosas que están para la aurora, son confiadas antes a la noche. Bueno. Nos adormecimos. ..... Amanecí a deshoras, naciendo de los acogimientos. Todos en sus puestos. Aquel día, el martes. ¿Sería el día? Se esperaba, medio cuidadoso, medio alegres; serios, sin algaraza. ¿Con qué entonces? En esas calmas dilatadas. Y, pues. ..... Y, justo, pues, surgio la novedad: un recado. El peón que lo traía era un empleado de los Dioclecios: que hoy, en esta fecha, solito, un patrón vendría a visitarme, de paso. Amistoso. ¡¿Había visto yo, ésta?! -¿con qué? me reuní con los jefes compañeros para comparar ideas, consonante. Se llegó a la razón: que ellos, más el grueso de los hombres y rifles, deberían salir, por un rato -esperar en el retiro del Medio, de aquí a media legua y casi nada. Mi hermano Juan, mis dos compadres, más el sacristán atrás del cura. Dejar, provisionalmente, sin gente en armas, mi casa de hacienda. Así, así, entonces. Bueno. Para no hacer desafueros, de lo que mucho me cuido. ¿No venía solito, embajador, apenas para decirme a mí pues y pues? ¿Amenazar, quejarse, declarar guerras? Sea lo que fuere. Mi puerta da al oriente. No veo otra banda. Soy un hombre leal. Soy lo que soy -yo- Joaquín Norberto. Soy el amigo de don Seotaciano. ..... Aquí, recibí al hombre en la puerta de lo que es mío. Y él era un hermano de la novia. Mi conocido, cordial con buen apretón de manos. Entramos. Nos sentamos. Severo, sereno, yo estaba: sensato, él, desenvuelto. No venía a provocar escándalos, ni a producir confusiones; parecía portarse en términos. ¿Si de buena forma se condujese el negocio? Mi deber y gusto era reconciliar, rescatar y componer, como hombre de bien y BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
18 jefe en armas. Ahora era el desenrrollar de allá y de acá, de ambas partes. Me aclaré. Invité al hombre a comer. Y, entonces me definí: con medios modos y trastejos no se pone ni se quita. Llamé a los Novios, ¡a la mesa! ..... Gente tiesa -un par de todo valor. Vinieron. El hombre sonrió, mi visitante. Dio la mano a ella, y a él dijo: -"¿Cómo le va? ¿cómo le va?" -en leal estima y franqueza. Bueno. Se comió y se platicó de diversas materias. Bueno. Aquello, al escurrir del caballo. Suavemente, con incompletos, él invitó a los dos, a que se fuesen con él: para la bendición de los papás y una fiesta de tornabodas. ¿No estaba en lo justo y aprobado? Él sabía lo del casamiento. A mí me invitó también, y más a Misia María, querida Andreza. Bueno, consonante. Yo, convenientemente, no podía, por los hechos... Pero mandé a mi hijo don Fifino, representante; él quiso, por amor a la fiesta, decidido. ..... Porque los novios aceptaron ir, satisfechos, agradeciéndome se despidieron. Y yo, respondiendo por lo derecho: -"Sólo enmiendo: ¡abajo de Dios, sólo don Seotaciano!" dije. El hombre de pie para salir. Y, a él, directo, seguro, en la regla del bienvivir: -"Soy el padrino de ellos dos, en el casorio, ¡y voy a ser padrino del primer hijo, si les place!" -grueso dije, fingiendo franca risa. Siempre sería bueno. Y él, ¿no me iba a entender? Poquita duda. Esta vida tiene que ser declarada y firmada. ¡Lo más en lo más, si no las carabinas! ..... De la terraza, Misia María Andreza, y yo, nosotros, contemplábamos a la gente: los caballeros, en el congraciamiento, en buena ida. Todo tan terminado, de repente, se me dice, todo quitado. ¡Ni guerra, ni más lunas de miel, regalo no regalado! ..... Miré a Misia María Andreza, mía, que me miraba. Ay de. Encuanto nada. ..... Se fueron el Baldualdo y el Bibiano, también consonantes. Don Seotaciano, estaba servido y mis deberes concordados. Mi capataz, el José Satisfecho, medio flojo, cerraba la tranquera. Aquella lunas de miel, tan pocas, así en soplo de gaita. Las pasajeras consolaciones: haz de cuenta de amor, lo que era mi cestito de cargar agua. Nosotros ahora: salir de las desilusiones, el entrar en edad. Pero, don Fifino, mi hijo, un día habría de robarse a una joven así -¡en armas! Sonreí, yo, Joaquín Norberto respetador. Abracé a Misia María Andreza, mía, teníamos los ojos desanublados. ¿Qué me dicen? Pues sí. Aquí en esta hacienda Santa Cruz de la Onsa; aquí es un recato. Ah, bueno; y semejante hecho pasó.
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La tercera orilla del río ..... Nuestro padre era un hombre cumplidor, ordenado, positivo y fue así desde jovencito y niño, por lo que testimoniaron las diversas personas sensatas, cuando indagué la información. De lo que yo mismo recuerdo, él no parecía más extravagante ni más triste que los otros, conocidos nuestros. Solamente quieto. Era nuestra madre la que mandaba y quien a diario regañaba a mi hermana, a mi hermano y a mí. Pero ocurrió que, cierto día, nuestro padre mandó que se le hiciera una canoa. ..... Era en serio. Encargó la canoa, una especial, de cedro rojo, pequeña, sólo con la tablilla de popa, para que cupiera justo el remero. Tuvo que ser fabricada toda ella, elegida fuerte y arqueada en rígido, apropiada para durar en el agua unos veinte o trienta años. Nuestra madre mucho renegó contra la idea. ¿Sería posible que él, que no se ocupaba de esas artes, se iba a proponer ahora pesquerías y cacerías? Nuestro padre nada decía. Nuestra casa, en ese tiempo, estaba aún más cercana al río, cosa de menos de cuarto de legua: el río por ahí se extendía grande, hondo, callado siempre. Ancho, de no poder verse la otra orilla. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa quedó lista. ..... Sin alegría, sin inquietud, nuestro padre se caló el sombrero y decidió un adios. No dijo otras palabras, ni se llevó provisiones y ropas, ni nos hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, pensé que iba a gritar, pero persistió, solamente alba de tan pálida, mordió el labio y bramó: -"¡Vete, puedes quedarte, no vuelvas más!" Nuestro padre contuvo la respuesta. Me miró, manso, haciendo ademán de que lo acompañara, sólo algunos pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero, de golpe, mañoso, obedecí. El rumbo de aquello me animaba, me asaltaba una idea y pregunté: -"Padre, ¿puedo ir con usted en esa canoa?" Volvió a mirarme y me dio la bendición, con un gesto me mandó de regreso. Hice como que vine, pero di la vuelta en la gruta del monte para saber. Nuestro padre entró en la canoa, la desamarró para remar. Y la canoa salió alejándose, lo mismo su sombra, como un yacaré, extendida larga. ..... Nuestro padre no regresó. No iba a ninguna parte. Sólo ejercitaba la invención de permanecer en aquellos espacios del río, de medio a medio, siempre en la canoa, para no salir de ella nunca más. Lo extraño de esa verdad espantó a la gente. Aquello que no había, acontecía. Los parientes, vecinos y conocidos nuestros, se reunieron, y juntos se aconsejaron. Nuestra madre, avergonzada, se portó con mucha cordura; por eso todos atribuyeron a nuestro padre el motivo del que no querían hablar: locura. Unos consideraban que podría tratarse del cumplimiento de alguna promesa o que, nuestro padre, tal vez, por escrúpulo de alguna enfermedad, como ser lepra, despertaba para otra suerte de vida, cerca y lejos de su familia. ..... Las voces de las noticias eran dadas por ciertas personas -pasantes, moradores de las riberas, incluso en la lejanía del otro lado- diciendo que nuestro padre nunca surgía a buscar tierra, en ningún punto o rincón, ni de día, ni de noche, del modo como cursaba el río, libre, solitario. Entonces, nuestra madre y los parientes nuestros concluyeron: que las provisiones que estuvieran escondidas en la canoa se gastarían; y, él, o desembarcaba y se alejaba yéndose para siempre, lo que por lo menos se correspondía BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
20 con lo correcto, o se arrepentía, de una vez, y volvía a casa. ..... Eso era un engaño. Yo mismo cumplía con llevarle, cada día, un tanto de comida hurtada: idea que tuve, ya en la primera noche, cuando nuestra gente probó con prender fogatas a la orilla del río, mientras que a su claridad, se rezaba y se llamaba. Después, seguido, aparecí con pilocillo, pan de maíz, penca de plátanos. Avisté a nuestro padre, al fin de una hora, muy tardada de transcurrir: así solo, él allá a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa, detenida en el liso del río. Me vio, no remó hacia acá, no hizo señas. Le enseñé la comida, la deposité en una cueva de piedras en la barranca, a salvo de alimañas, de lluvia y rocío. Eso, hice y rehice siempre, mucho tiempo. Sorpresa que más tarde tuve: nuestra madre sabía de esa agencia, disimulaba no saberla; ella misma dejaba, facilitadas, sobras de cosas, para que yo las consiguiese. Nuestra madre no se manifestaba mucho. ..... Hizo venir a nuestro tío, su hermano, para ayudar en la hacienda y en los negocios. Hizo venir al maestro para nosotros, los niños. Encomendó al cura que un día se paramentase, en la orilla, para conjurar y rogar a nuestro padre que desistiera de la entristecedora porfía. Otra vez, por disposición de ella, para amedrentar, vinieron los dos soldados. Todo lo cual no valió de nada. Nuestro padre pasaba a lo largo, entrevisto o desleído, cruzando en la canoa, sin dejar que se acercase nadie a la mano o a la voz. Incluso cuando estuvieron, no hace mucho, dos hombres del periódico, que trajeron lancha y pretendían retratarlo, no vencieron: nuestro padre desaparecía por el otro lado, aproaba la canoa en el brezal, de leguas, que hay, por entre juncos y matorrales, y él solo conocía, a palmos, su oscuridad. ..... Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. A las penas, que aquello trajo, uno nunca se acostumbró, es verdad. Lo sé por mí, que lo quería, y lo que no quería, sólo con nuestro padre lo hallaba; esto tironeaba mis pensamientos para atrás. Lo duro era no entender, de ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos de la mitad del año, sin protección, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, por todas las semanas, y meses, y los años -sin tener en cuenta su irse del vivir. No bajaba en ninguna de las orillas, ni en las islas y los bajíos del río, nunca más pisó suelo o pasto. Claro, que al menos, para dormir, su poco, él debería amarrar la canoa en alguna punta de la isla, en lo escondido. Pero ni prendía fueguito en la playa, ni disponía de luz fabricada, nunca más raspó un cerillo. Lo que comía era casi; aun de lo que uno depositaba entre las raíces de la ceiba o en la gruta de la barranca, él recogía poco, ni lo suficiente. ¿No se enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para mantener derecha a la canoa, resistente, aún en la demasía de las arroyadas, en el subir de las aguas, ahí cuando, en la embestida de la enorme corriente del río, todo arrolla el peligroso, aquellos cuerpos de animales muertos y troncos de árboles bajando -en espanto, en encuentro. Y jamás habló palabra con persona alguna. Nosotros, tampoco, hablamos más de él. Sólo pensábamos. No, nuestro padre no podía borrársenos, y si, por un rato, uno hacía como que olvidaba, era apenas para despertarse de nuevo, de repente, con la memoria, al provocarse otros sobresaltos. ..... Se casó mi hermana; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en él, cuando se comía una comida más sabrosa; también, abrigados de noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte, y nuestro padre, sólo con la mano y un guaje para ir vaciando la canoa del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro encontraba BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
21 que me iba pareciendo más a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbón, con uñas grandes, enfermo y flaco, negro por el sol y por los pelos, con aspecto de bicho, casi desnudo, aunque disponía de piezas de ropa que de cuando en cuando se le proporcionaban. ..... Y no quería saber de nosotros: ¿no nos tenía afecto? Justamente por afecto, por respeto, las veces que me alababan a causa de alguna buena acción mía, yo siempre decía: -"Fue papá el que un día me enseñó a hacerlo así...", lo que no era cierto, exacto, era mentira, por verdad. ¿Si él no se acordaba, ni quería saber más de nosotros, por qué, entonces, no subía o bajaba el río, hacia otros parajes, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabía. Pero mi hermana tuvo un niño, ella porfió en que quería mostrarle el nieto. Fuimos todos al barranco, fue un lindo día, mi hermana con vestido blanco, el del casamiento; levantaba en los brazos a la criaturita, el marido sostuvo, para protegerlos, la sombrilla. Nosotros llamamos , esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, todos lloramos, allí, abrazados. Mi hermana se mudó, con el marido, lejos. Mi hermana se decidió y se fue, para una ciudad. Los tiempos cambiaban en la lenta prisa del tiempo. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre a residir con mi hermana. Había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Nunca podría casarme. Yo permanecí, con los bagajes de la vida. Nuestro padre me necesitaba, lo sé -en su vagar por el río por el yermo- sin dar razón de su actitud. Cuando yo quise saber, y, resuelto, indagué, me dijeron lo que se decía: nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que le preparó la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había muerto, nadie que supiese, que hiciese memoria de nada. Sólo las falsas habladurías, sin sentido, como ocurrió, en el comienzo, con las primeras crecientes del río, con lluvias que no escampaban, todos temieron el fin del mundo, decían: que nuestro padre había sido elegido como Noé, y que, por lo tanto, con la canoa se había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo, mi padre, no podía condenarlo. Y apuntaban ya en mí las primeras canas. ..... Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué tenía yo tanta, tanta culpa? Si mi padre siempre ponía ausencia: y el río -río- río, el río -ponía perpetuidad. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo demorarse. Yo mismo tenía achaques, ansias, cansancios, torpezas del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. Por más avejentado, no iba día más, día menos, a flaquear en su vigor, a dejar que la canoa se volcase o que flotase sin pulso, en el andar del río, para despeñarse, horas abajo en el estruendo y en la caída de la cascada brava con hervor y muerte. Apretaba el corazón. Él estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que no sé, el dolor abierto, en mi fuero. Sabría, si las cosas fuesen distintas. Y fui madurando una idea. ..... Sin vísperas. ¿Soy loco? No. En nuestra casa la palabra loco no se usaba, nunca más se usó, todos esos años, nunca a nadie se acusó de loco. Nadie es loco. O, entonces, todos. Lo fui, porque fui allá. Con un pañuelo, para hacer más visible la señal. Estaba en mis cabales. Esperé. Por fin él apareció, ahí y allá, el bulto. Estaba ahí, sentado en la popa, estaba allí, al grito. Llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, jurando y declarando, tuve que reforzar la voz: -"Padre, usted está viejo, ya cumplió lo suyo... Ahora, regrese, no debería... regrese y yo, ahora mismo, cuando quiera, los dos de acuerdo, ¡yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa...!" Y, así diciendo, mi corazón latió en firme compás. BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
22 ..... Él me escuchó. Se levantó. Manejó el remo, en el agua, con la proa hacia acá, conforme. Y yo temblé, hondo, de repente: porque antes, él había erguido el brazo y hecho un saludo -el primero, después de tantos años transcurridos. Yo no podía... Con pavor, erizados los cabellos, corrí, huí, me arranqué de ahí en un proceder desatinado. Porque me pareció que él venía: de la parte del más allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo un perdón. ..... Sufrí el severo frío de los miedos, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy hombre, después de este perjurio? Soy el que no fue, el que va a callar. Sé que ahora es tarde, y temo concluir mi vida en la mezquindad del mundo. Pero entonces, al menos, que, en el capítulo de la muerte, me agarren y me depositen también en una simple canoa, en el agua, que no cesa, de extendidas orillas: y, yo, río abajo, río afuera, río adentro -el río.
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Los hermanos Dagobé Enorme desgracia. Estábase en el velatorio de Damastor Dagobé, el más viejo de los cuatro hermanos, absolutamente facinerosos. La casa no era pequeña, pero mal cabían en ella los que iban a hacer guardia. Todos preferían permanecer cerca del difunto, todos temían, más o menos, a los tres vivos. Demonios, los Dagobés, gente que no gustaba. Vivían en estrecha desunión, sin mujer en el lar, sin más pariente, bajo la jefatura despótica del recién finado. Éste había sido el gran peor, el cabeza, fierabrás y maestro, que metió en la obligación de la mala fama a los jóvenes –“los nenes”, según su rudo decir. Ahora, sin embargo, durante que muerto, en no-tales condiciones, dejaba de ofrecer peligro, poseyendo –en lo encendido de las velas, en su estar entre algunas flores– sólo aquella mueca sin querer, la mandíbula de piraña y la nariz muy torcida y su inventario de maldades. Debajo de las vistas de los tres de luto, se le debía, a pesar de todo, mostrar todavía acatamiento; convenía. Se servían, de vez en cuando, café, aguardiente quemado, palomitas de maíz, así a-lacostumbre. Sonaba un voceo sencillo, bajo, de los grupos de personas, por los oscuros o en el foco de las lamparitas y lamparones. Allá afuera, la noche cerrada; había llovido un poco. Raramente, uno hablaba más fuerte y súbito se moderaba, y compungíase, despertando de su descuido. En fin, igual a lo igual la ceremonia, al estilo de allá. Pero todo tenía un aire espantoso. He aquí que un mequetrefe pacífico y honesto, llamado Liojorge, estimado por todos, fue quien había enviado a Damastor Dagobé al destierro de los muertos. El Dagobé, sin sabida razón, le había amenazado con cortarle las orejas. Entonces, cuando le vio, avanzó hacía él, con puñal y punta; pero el tranquilo del muchacho, que administraba un pistolón, le pegó un tiro entre los dos pechos, por encima del corazón. Hasta entonces vivió Téllez. Después de lo que mucho sucedió, sin embargo, se espantaban de que los hermanos no hubiesen realizado la venganza. En lugar, se apresuraron a organizar velatorio y entierro. Y era bien extraño. Tanto más que aquel pobre Liojorge permanecía aún en la aldea, solitario en casa, resignado ya a lo pésimo, sin ánimo de ningún movimiento. ¿Podía entenderse aquello? Ellos, los Dagobés sobrevivos, hacían los debidos honores, serenos y hasta sin jaleo, pero con alguna alegría. Derval, el benjamín, principalmente, se movía social, tan diligente, con los que llegaban o estaban: “Perdone la molestias...” Doricón, el más viejo ahora, se mostraba ya solemne sucesor de Damastor, corpulento como él, entre leonino y mular, el mismo maxilar avanzado y los ojitos venenosos; miraba hacia lo alto, con especial compostura, pronunciaba: “¡Dios lo tenga en su gloria!” Y el de en medio, Dismundo, hermoso hombre, ponía una devoción sentimental, sostenida, en mirar al cuerpo en la mesa: “Mi buen hermano...” En efecto, el finado, tan sórdidamente avaro, o más, cuanto mandón y cruel, se sabía que había dejado buena cuantía de dinero, en billetes, en el banco. Si así, qué tales: a nadie engañaban. Sabían el hasta-qué-punto, lo que todavía no estaban haciendo. Aquello iba a ser cuando los tigres. Más después. Sólo querían ir por BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
24 partes, nada de apresurados, tal su no rapidez. Sangre por sangre; pero por una noche, unas horas, mientras honraban al fallecido, podían suspenderse las armas, en el falso fiar. Después del cementerio, sí, agarraban al Liojorge, con él terminaban. Siendo lo que se comentaba, en los rincones, sin ocio de lengua y labios, en un susurruido, de las tantas perturbaciones. Por lo que, aquellos Dagobés, brutos sólo de indicios, pero matreros también, de los que guardan la lumbre en el puchero, y los jefes de todo, no iban a dejar una paga en paz: se veía que ya tenían sus intenciones. Por eso mismo era por lo que no conseguían disimular el cierto experto contento, casi riéndose. Saboreaban ya el sangrar. Siempre, a cada podido momento, sutilmente tornaban a juntarse, en un vano de ventana, en el menudo confabuleo. Bebían. Nunca uno de los tres se distanciaba de los otros; ¿lo que era que se acautelaban? Y a ellos se llegaba, vez tras vez, algún compareciente, más compadre, más confioso, traía noticias, secreteaba. Lo asombrable! Íbanse y veníanse, en el escapar de la noche, y: lo que trataban en el proponer, era sólo respecto al rapaz Liojorge, criminal de legítima defensa, por mano de quien el Dagobé Damastor hizo desde aquí el viaje. Se sabía ya de que, entre los velantes, siempre alguien, poco y a poco, pasaba palabras. El Liojorge, solo en su morada, sin compañeros, ¿se enlocaba? Por cierto, no tenía la expedición de aprovecharse para escapar, lo que de nada serviría: fuese adonde fuese, pronto lo agarraban los tres. Inútil resistir, inútil huir, inútil todo. Debía de estar en el agacharse, verse en las moradas: por allá, meado de miedo, sin medio, sin valor, sin armas. ¡Ya era alma para sufragios! Y, no es que, no sin embargo... Sólo una primera idea. Con que, alguien que de allá viniendo volviendo, a los dueños del muerto iba a proporcionar información, la sustancia de este recado. Que el rapaz Liojorge, osado labrador, afianzaba que no había querido matar a hermano de ciudadano cristiano ninguno, sólo apretó el gatillo en el postrer instante, por deber de librarse, por destinos de desastre. Que había matado con respeto. Y que, por valor de prueba, estaba dispuesto a presentarse, desarmado, allí delante de, a dar fe de venir, personalmente, para declarar su fuerte falta de culpa, caso de que mostrasen lealtad. El pálido pasmo. ¿Si caso que ya se vio? De miedo, aquel Liojorge se había enlocado, ya estaba sentenciado. ¿Tendría el valor? Que viniese: saltar de la sartén a las brasas. Y en suceso de hasta escalofríos –lo tanto cuanto se sabía– que, presente el matador, torna a brotar sangre del matado. Tiempos, estos. Y era que, en el lugar, allí no había autoridad. La gente espiaba a los Dagobés, aquellos tres pestañeares, sólo: “¡Güeno’stá!”, decía el Dismundo. El Derval: “¡Haiga paz!”, hospedoso, la casa honraba. Severo, en sí, enorme el Doricón. Sólo hizo no decir. Subió en seriedad. De recelo, los circunstantes tomaban más aguardiente quemado. Había caído otra lluvia. El plazo de un velatorio, a veces, es muy dilatado. Mal había acabado de oír. Se suspendió el indagar. Otros embajadores llegaban. ¿Querrían conciliar las paces, o poner urgencia en la maldad? ¡La extravagante proposición! La cual era: que el Liojorge se ofrecía a ayudar a cargar el ataúd. ¿Habían oído bien? Un loco –y las tres fieras locas, lo que ya había, ¿no bastaba? Lo que nadie creía: tomó la orden de palabra el Doricón, con un gesto destemplado. Habló indiferentemente, se le dilataban los fríos ojos. Entonces, que sí, que viniese – dijo– después de cerrado el ataúd. La tramada situación. Uno ve lo inesperado. ¿Sí y sí? La gente iba a ver, a la espera. Con los soturnos pesos en los corazones; cierto BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
25 esparcido susto por lo menos. Eran horas precarias. Y despertó despacio, despacio el día. Ya mañana. El difunto hedía un poco. Arre. Sin escena, se cerró el ataúd, sin jaculatorias. El ataúd, de ancha tapa. Miraban con odio los Dagobés –sería odio al Liojorge–. Supuesto esto se cuchicheaba. Rumor general, el lugurmullo “Ya que ya, viene él...” y otras concisas palabras. En efecto, llegaba. Había que abrir de par en par los ojos. Alto, el mozo Liojorge, despojado de todo atinar. No era animosamente, ni siendo para afrentar. Sería así con el alma entregada, una humildad mortal. Se dirigió a los tres: “Ave María purísima!” él, con firmeza. ¿Y entonces? Derval, Dismundo y Doricón –el cual, el demonio de modo humano– sólo habló el casi: “¡Hum... Ah!” Qué cosa. Hubo de agarrar para cargar: tres hombres a cada lado. El Liojorge agarró el asa, al frente, por el lado izquierdo –le indicaron–. Y lo encuadraban los Dagobés, de odio en torno. Entonces fue saliendo el cortejo, terminado lo interminable. Surtió así, ramo de gente, una pequeña multitud. Toda la calle embarrada. Los entrometidos más adelante, los prudentes en la retaguardia. Se cataba el suelo con la mirada. Al frente de todo, el ataúd, con las vacilaciones naturales. Y los perversos Dagobés. Y el Liojorge, ladeado. El importante entierro. Se caminaba. En el tentempié, muy de paso. En aquel intercalamiento, todos, en cuchicheo o silencio, se entendían, con hambre de preguntar. El Liojorge aquél, sin escapatoria. Tenía que hacer bien su parte: tener las orejas gachas. El valiente, sin retorno. Como un criado. El ataúd parecía tan pesado. Los tres Dagobés, armados. Capaces de cualquier sopetón, ya estaban con la mirada apuntada. Sin verse, se adivinaba. Y, en aquello, caía una lluviecita. Caras y ropas se empapaban. El Liojorge –¡tan aterrorizado!– su prudencia en el ir, su tranquilidad de esclavo. ¿Rezaba? No sabría parte de sí, sólo la presencia fatal. Y, ahora, ya se sabía: bajado el cajón a la fosa, a quemarropa lo mataban; en el expirar de un credo. La lluviecita ya se ablandaba. ¿No se iba a pasar por la iglesia? No, en el lugar no había cura. Se proseguía. Y entraban en el cementerio. “Aquí, todos vienen a dormir” –era, en el portón, el letrero–. Se hizo el airado ayuntamiento, en el barro, al lado del hoyo; muchos, pero, más atrás, preparando el huye-huye. La fuerte circunspectancia. La ninguna despedida: al una-vez Dagobé, Damastor. Depositado hondo, en forma, por medio de tensas cuerdas. Tierra encima: pala y pala; asustaba a la gente, aquel son. ¿Y ahora? El rapaz Liojorge esperaba, se escurrió dentro de sí. ¿Veía sólo siete palmos de tierra, de él delante de la nariz? Tuvo un mirar arduo. Se torcía el silencio. Los dos, Dismundo y Derval, exploraban al Doricón. Súbito, sí: el hombre se estiró de hombros, ¿sólo ahora veía al otro, en medio de aquello? Le miró cortamente. ¿Se llevó la mano al cinturón? No. La gente era la que así preveía, la falsa noción del gesto. Sólo dijo, súbitamente, oyóse: –Mozo, váyase usted, recójase. Sucede que mi añorado hermano era un condenado diablo... Dijo aquello, bajo y mal-son. Pero se volvió hacia los presentes. Sus otros dos hermanos, también. A todos agradecían. Si no es que sonreían, apresurados. Se sacudían de los pies el barro, se limpiaban las caras del que les había saltado. Doricón, ya fugaz, dijo, BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
26 completó: “...Nosotros nos vamos a vivir a un pueblo grande...” El entierro había terminado... Y otra lluvia empezaba
Un joven muy blanco En la noche del 11 de noviembre de 1872, en la comarca del Cerro Frío, en Minas Gerais, pasaron hechos de pavoroso suceder, referidos en periódicos de la época y registrados en las Efemérides. Dicho que un fenómeno luminoso se proyectó en el espacio, seguido de estruendos, y la tierra se abaló, en un terremoto que sacudió los altos, rompió y allanó casas, revolvió valles, mató gente sin cuenta; cayó otro sí aterrador temporal, con asombrosa y jamás vista inundación, subiendo las aguas de río y riachos sesenta palmos del plan. Después de los cataclismos se confirmó que el terreno, en radio de una legua, había cambiado de aspecto: sólo escombros de cerros, grutas muy abiertas, riachos lejos transportados, matorrales volteados por las raíces, solevantados nuevos cerros y rocas, haciendas revueltas sin resto — rodar de piedra y lodo, tapaban el estado del suelo. Aun lejano el astroso derredor, pereció la mucha criatura y crías, soterradas o ahogadas. Otros vagaban al abandono, siquiera conociendo más, tan al revés, los caminos de otrora. Por lo que, en el término de una semana, día de San Félix, confesor, el hecho de venir al patio de la Hacienda del Casco, de Hilario Cordeiro, con sede casi dentro de la calle del Arraial del Oratorio, un cuitado de esos fugitivos, ciertamente llevado por el hambre: el joven, pasmo. Sucedió súbitamente, y era joven de distinguida presencia, pero en lastimeras condiciones, sin el total de harapos con qué componerse, por eso envuelto en paño, especie de manta de cubrir caballos, hallada no se sabe dónde; y así en bochorno, fue visto, muy temprano, apareciendo y escondiéndose por detrás del cercado para las vacas. Tan blanco; pero no blancuzco, sino de un blanco leve, semidorado de luz: pareciendo tener debajo del cutis una segunda claridad. Mucho se asemejaba a esos extranjeros que uno no encuentra ni jamás vio; constituía en sí otra raza. Así es el modo como todavía hoy se cuenta, pero cambiado incierto, por el pasar del tiempo, pues narrado por hijos o nietos de los que eran muchachos, puede que niños, cuando en buena hora lo conocieron. BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
27 Hilario Cordeiro, siendo hombre cordial para los pobres, temeroso y bueno, y todavía más en ese postiempo de calamidad, en el cual sus mismos parientes habían sufrido muertes y allanamientos totales, no dudó en dispensarle alojamiento, cuidando adecuarle ropa y botinas, y darle de comer. Lo que era menester de benemerencia, pues el joven, con los sustos y golpes, había pasado por desgracia extraordinaria: perdida la completa memoria de sí, su persona, además del uso del habla. Ese joven, pues, para él, ¿sería el futuro igual materia que el pasado? Nada oyendo, no respondía ni que no, ni que sí; lo que era cosa de compadecer y lamentar. Tampoco podía entender, es decir, entendía a veces, al revés, los gestos. Puesto que una gracia debía tener, no se le podía dar otro nombre, no adivinado; tampoco se sabía de qué generación fuese —el hijo de ningún hombre. Desde que allá llegó, y diariamente, comparecían los varios moradores, por su causa, a ver qué les parecía. Tonto, no lo era. Sólo aquella intención de sueños, el aire de cierto cansancio. Sorprendente, sin embargo, lo que asaz observaba, resguardado, hasta, menudamente, acechaba las costumbres de las cosas y personas; lo que mejor se vio, aún, en el después. Le quisieron. Más, quizá, el negro José Kakende, esclavo medio liberto de un músico desquiciado, y él mismo, de idea perturbada; por lo últimamente, entonces, delirante disparatado, a causa de haber sufrido los grandes pavores, en el lugar del Condado: giraba ahora por aquí y allí, pronunciando advertencias y desorbitadas sandeces —queriendo dar por cierto y verdad la portentosa aparición que había visto en las márgenes del río de Peixe, en la víspera de las catástrofes. Sólo a uno no agradó el joven, o mejor, ya lo malquiso de ab initio — tachándolo de vago y malhechor furtivo, digno, en otros tiempos, de degradación en África y de los hierros de El rey: el llamado Duarte Días, padre de la más bella joven, de nombre Viviana; y de quien se sabía era hombre de carácter fuerte, además de maligno injusto, sobre prepotencias: en aquel corazón no caía nunca una lluviecita. No se le dio atención. Llevaron al joven a misa, y se comportó, no mostró creer ni descreer. Cánticos y música del coro escuchaba serio, sentimental. Triste, que se diga, no; pero, como si consiguiera en sí más nostalgias que las demás personas, nostalgia enterada, a salvo del entendimiento, y que por lo tanto se purificaba en mayor alegría —corazón de perro con dueño. Su sonrisa a veces se detenía, referida a otro lugar, otro tiempo. Sonriendo más con la cara, o con los ojos; puesto que nunca se le vieron los dientes. El padre Bayao, antes de conferir con él bondadosamente, de improviso se le enfrentó con la señal de la cruz: y él no mostró desagrado por la materia. Estaba en las altas atmósferas, aumentaba su presencia. "Comparados con él, nosotros todos, comunes, tenemos los semblantes duros y el aspecto de mala y constante fatiga." Trazos estos consignados por el propio sacerdote, en carta de puño y firma para testimonio del hecho raro, al canónigo Lessa Cadaval, de la Catedral de Mariana. En la cual igualmente hace mención al negro José Kakende, que en la misma ocasión se le acercó, con alto y disparatado hablar, para imponer su visión de la orilla del río: "...el arrastre del viento y grandeza de nube, en resplandor, y en ella, entre fuego, se movía una artimaña amarilla oscura, aparato volante, chato y redondo, con redoma de vidrio sobrepuesta, azulada, y que, posado, de adentro descendieron los Arcángeles, mediante ruedas, llamaradas y rumores." Y, con el mismo risueño José Kakende, vino Hilario Cordeiro llevando al joven a la casa, en un exceso de desvelo, como si fuese su verdadero padre. BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
28 Pero, a la puerta de la iglesia se encontraba un ciego, Nicolau, limosnero, el cual, en viéndolo el joven, lo miró sin medida y entregadamente —¡cuentan que sus ojos tenían color de rosa!— y fue en dirección a él, dándole rápida partícula, sacada de la faltriquera. Pues, estando el ciego bajo sol, y escurrido de sudor, a almas cristianas debería causar meditación el contraste de tanto padecer el calor del astro rey aquel que ni de las bellezas de la luz podía gozar. El ciego, palpando la dádiva en la mano, a guisa de averiguar en qué rara casta de moneda consistía, y convenciéndose pronto que ninguna, la llevó presto a la boca; lo que le advirtió su lazarillo: que no era cosa de comerse, sino especie de carozo de fruto de árbol. Entonces el ciego la guardó con airados celos y por varios meses, aquella semilla, que sólo fue plantada después del remate de los hechos, todavía por narrar aquí: y dio una azulada planta de flores, entremezcladas de modo imposible, en un primor confuso, y, los colores, nadie llegó a un acuerdo con respecto a ellos, por desconocidos en el siglo; con poco, desmerada y resequida, sin producir otras semillas o brotes; ni los insectos sabían buscarla. Pero, terminada de pasar aquella escena, surgía, en el atrio, Duarte Días con unos compañeros y servidores, para imponer la sorpresa de una exigencia y crear problema: quería llevar consigo al joven, basándose en que: por la blancura del cutis y demás delicadezas, debería ser uno de los Rezendes, parientes suyos, desaparecidos en el Condado, en el terremoto; y que, pues, hasta el reconocimiento de alguna noticia, le competía tenerlo en custodia, según la costumbre. Siendo que Hilario Cordeiro pronto contestó al postulado, y el argumento por casi nada terminaría en seria desavenencia, Duarte Días, porfiando y excediéndose, de eso sólo volvió en sí ante el parecer de Quincas Mendaña, del Cerro, notable en la política y proveedor de la Hermandad. Y, más adelante, todavía, mejor razón iba a tener Hilario Cordeiro de su celo, pues que todo pasó a serle dicha, sea en salud y paz, en la casa, sea en el asaz prosperar de los negocios, capital y bienes. Y no que el joven le proporcionase auxilio en la sujeción a servicios o, en el realizar, con vagar, algún oficio; en eso ni siquiera podía hacerse cargo de sí —con las manos no callosas, albas y finas, de hombre de palacio. Él andaba muy en la luna, paseaba por todo el lugar y más allá, practicando aquella libertad vaporosa y el espíritu de soledad; parecía quebrantado por un hechizo, según el decir de la gente. No obstante que tenía grandes dotes, para lo que fuese funcionar ingenios, herramientas y máquinas, a que se prestaba haciendo muchos inventos y desbaratando casos, vivo, cuidadoso y despierto. Sólo de extraña memoria pues, el mirar para arriba, siempre, lo mismo de día como de noche —acechador de estrellas. Muchas veces, sin embargo, le gustaba la diversión de prender fuegos, siendo de admirarse cuánto se entusiasmó, el día de San Juan, con las muchas fogatas de la fiesta. En eso sobrevino, justo, el caso de la joven Viviana, siempre mal contado. Eso fue cuando él allá compareció, acompañado del negro José Kakende y vio a la joven muy bonita, pero que no se divertía como las otras: y él se le acercó mucho, gentil y espantoso, le puso la palma en la mano, delicadamente. Pues, siendo así, la joven Viviana la más hermosa, era de admirarse que la belleza de la figura no le sirviera para transformar, en su interior, la propia y vagarosa tristeza. Pero Duarte Días, el padre, que a eso había asistido, prorrumpió en pleiteantes gritos: "¡Tienen que casarse! ¡Ahora tienen que casarse!" —con instancia. Afirmaba que el joven era hombre, y uno, y aún soltero, y le había infamado a la hija, debiendo tomarla por esposa y arrostrar el estado BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
29 de casado. El joven oía, de buena concordia, sin hacerle caso. Mas la gritería de Duarte Días sólo tuvo término cuando el padre Bayao y otro de los mayores le recusaron tan despropositadas furias e insensatez. También la joven Viviana, con radiantes sonrisas, lo serenaba. Ella, que, a partir de esa hora, despertó en sí un al fin de alegría, para todo el resto de su vida, de ahí un don. Sólo que, Duarte Días —lo que no se entiende— iba a producir, aún, otros lances de estupefacción, helos aquí. De tal modo que, para alboroto de todos, en el día de la misa de Dedicación a la Virgen de las Nieves, y Vigilia de la Transformación, 5 de agosto, él fue a la Hacienda del Casco, requiriendo hablar con Hilario Cordeiro. También el joven allá estaba. Se veía otro y nada desairoso —uno lo miraba y pensaba en un repentino claro de luna. Entonces, Duarte Días declaró: suplicaba que lo dejasen llevar al joven para su casa. Que así lo quería, y necesitaba, mucho, no por ambicioso o impostor, tampoco por intereses menores, sino por haberle cobrado, con contriciones de escrúpulo, ¡fuerte estima de afecto! Decía y desgobernaba las palabras, alterado, mientras de sus ojos corrían gruesas lágrimas. Ahora no se comprendía el desbarajuste de actitud tan contraria: la de un hombre que, para manifestar el amor, no disponía más que de los arrebatados medios y modales de la violencia. Pero, el joven, claro como el ojo del sol, lo tomó de la mano, y, con el negro José Kakende, lo fue conduciendo por el campo —después se supo que por tierras del propio Duarte, donde las ruinas de un ladrillar. Y ahí indicó que mandarse cavar: con eso se encontró, allí, una vena de diamantes o una gran olla de monedas, según tradiciones distintas. Por arte de tal prodigio, Duarte Días pensó que iría a volverse riquísimo, y cambiado estuvo de verdad, de la fecha en adelante, en hombre sucinto, virtuoso y bondadoso, admirablemente, consonante al aseverar sobremaravillado de los coevos. Pero, en contra, en el día de la veneranda Santa Brígida, de voz común otra vez de él se supo: el joven, plácido. Se dice que había salido en la víspera, acampando por los altos, en uno de sus desapareceres; era un tiempo de truenos secos. José Kakende contaba, solamente, que le había ayudado a prender, en secreto, con formación, nueve fogatas; y más, el Kakende sólo sabía repetir aquellas viejas y divagadas visiones —de nube, llamas, ruidos, redondos, ruedas, armatoste y entes. Con la primera luz del sol, se había ido el joven, tenidas alas. Todos singularmente deploraron, para nunca, inciertos. Dudaban de los aires y montes; de la solidez de la tierra. Duarte Días vino a morir de pena; pero la hija, la joven Viviana, conservó su alegría. José Kakende conversó mucho con el ciego. Hilario Cordeiro, y otros, decían experimentar saudade y media muerte, sólo al pensar en él. Él cintilaba ausente, aconteció. Pues. Y nada más.
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El caballo que bebía cerveza
Aquella alquería del hombre quedaba medio oculta, oscurecida por los árboles, que nunca se vio plantar tantos tamaños alrededor de una casa. De mi madre oí, cómo en el año de la gripe española, llegó él, precavido y espantado, para adquirir aquel lugar totalmente defendido, y la morada, donde desde cualquier ventana alcanzase a vigilar a distancia, las manos en la espingarda; en aquel tiempo, en que no era aún tan gordo como para dar asco. Decían que comía cualquier inmundicia: caramujos, hasta ranas, con las brazadas de lechuga embebidas en un balde de agua. Era de ver, cómo comía y cenaba en la parte de afuera, sentado en el umbral de la puerta, el balde entre las gruesas piernas, en el suelo, y las lechugas; salvo que la carne, aquella, era legitima de vaca, guisada. Lo demás que gastaba era en cerveza, que no bebía a la vista de la gente. Yo pasaba por allí y él me decía: “—Irivalini, bisoña 1 (1. Transcripción fonética de la palabra italiana bisogna, que debe Interpretarse aquí “por hace falta”) otra botella, es para el caballo….”. No me gusta preguntar, no me hacía gracia. A veces no la llevaba, a veces la llevaba, y él me devolvía el dinero gratificándome. Todo en él me daba rabia. No aprendía a decir mi nombre a derechas. Afrenta u ofensa, no soy de los que perdonan: a nadie, de ninguna. Mi madre y yo éramos de las pocas personas que pasaban por delante de la tranquera, para alcanzar la pasarela del riachuelo. “—Déjale probecillo, padeció en la guerra…”, iba explicando mi madre. El se rodeaba de diferentes perros grandes para vigilar la arquería. A uno, que no me gustaba, le veía yo, el bicho asustador, antipático –el peor tratado; y hacía así por no acobardarme al lado de él, que estaba a todas horas, con desdén, llamando al endiablado perro de nombre—Mussolino. Yo me recomía de rabia de que un hombre de aquéllos, cogotudo, panzudo, ronco de catarro, extraño a las náuseas, a ver si era justo que poseyese dinero y estado, viniendo a comprar tierra cristiana, sin honrar la pobreza de los demás, y encargando cantidades de cerveza para pronunciar la fea palabra. ¿Cerveza? Para que tuviese sus caballos, los cuatro o tres, siempre descansados, pues no montaba en ellos ni era capaz de montar. Ni de caminar casi, que no lo conseguía. ¡Cabrón! Se paraba chupando unos puros pequeños, malolientes, muy mascados y baboseados. Merecía un buen correctivo. Sujeto metódico, con su casa cerrada, pensando que todo el mundo era ladrón. Esto es, a mi madre la estimaba, la trataba con benevolencia. Conmigo no adelantaba nada –no disponía de mis iras--. Ni cuando mi madre se puso grave y él ofreció dinero BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
31 para los remedios. Lo acepté: ¿quién vive del no? Pero no lo agradecí. Seguro que tenía remordimiento de ser extranjero y rico. Y sin embargo no consiguió nada: la santa de mi madre se fue para las tinieblas, ofreciéndose el condenado del hombre a pagar el entierro. Después pregunto si yo quería ir a trabajar con él. Me defendí, vaya. Sabía que no tengo temor, en mi soberbia, y me enfrento a unos y a otros. Pocos me hacían cara en el lugar. Sólo si era para contar con mi protección de día y de noche, contra aquéllos y los advenedizos. Tanto que no me encargó ni medio servicio que cumplir, sino que yo estaba para Zangolotinear por allí a condición de que fuese con armas. Pero las compras las hacia yo para él. “Cerveça Irivalini. Es para el caballo…”. Lo que decía, en serio, en aquella lengua de batir huevos. Pero ¡que no me insultase! Aquel hombre todavía me iba a conocer. Lo que más me extrañó fueron aquellos descubrimientos. En la casa, grande, antigua, atrancada de noche y de día, no se entraba; ni para comer ni para guisar. Todo ocurría del lado acá de la puerta. El mismo me figuro que raras veces se metía por allí, a no ser para dormir o para guardar la cerveza –-ah, ah, ah--. La que era para el caballo. Y yo, para mí: “--¡espérate tú, cerdo, para ver si, antes o después, no me meto yo ahí, no haya lo que hay!”. O sea, que por entonces, yo debía haber buscado a las personas educadas, contarles los absurdos, pidiendo providencias, aventar mis dudas, lo que no hice fácilmente. Soy de ni palabra. Pero por allí también aparecieron los otros: los de afuera. Astutos los dos hombres llegados de la capital. Quien me llamó hacia ellos fue el señor Priscilo, subcomisario. Me dijo: “—reivalino Belarmino, aquí éstos tienen autoridad, sírvate de confianza”. Y los de fuera, llevándome aparte, me acosaron a preguntas. Todo, para sacarme noticias del hombre; querían saberlo con pelos y señales. Admití que sí, pero no aportando nada. ¿Quién soy yo, osexno, para que me ladre el perro? Sólo barrunté escrúpulos, por las malas caras de aquéllos, sujetos disimulados, ordinarios también. Pero me cogieron a modo. El Principal de los dos, el de la mano en la mandíbula, me inquirió que si mi patrón, siendo hombre muy peligroso, vivía, de verdad, solo. Y que me fijase, en la primera ocasión, si no tenía en una pierna, abajo, señal vieja de carlanca, argolla de hierro, de criminal huido de la prisión. Pues sí, lo prometí. ¿Peligroso para mí? –Ah, ah--. Porque, vaya, en su mocedad haya podido ser un hombre; pero ahora, con la panza, regalón, pachorrazo, solamente quería la cerveza – para el caballo--. Desgraciado de él. No es que yo me quejase por mi, que nunca me gustó la cerveza; si me gustase la compraría, la bebería o la pediría, que él mismo me la hubiera dado. También él decía que no le gustaba, no. De verdad. Consumía sólo la cantidad de lechugas con carne, boquilleno, nauseabundo, con ayuda de mucho aceite, devorando que hacía espuma. Últimamente andaba medio desatinado; ¿es que supo de la llegada de los de fuera? Marca de esclavo en su pierna no la observé ni lo procuré BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
32 tampoco. ¿Soy yo servidor de alguacil mayor, de esos curiosos que tanto remiran? Pero buscaba la manera de entender, aunque fuese por una rendija, aquella casa, bajo llave, espiada. Ya estaban mansos, amigables, los perros. Pero parece que el señor giovanio desconfió. Pues, en mi hora de sorpresa, me llamó, abrió la puerta. Allí dentro hasta hedía a cosa siempre tapada, no daba un aire bueno. La sala grande, vacía de cualquier mobiliario, sólo para espacios. El, ni que aposta, me dejó mirar a mis anchas, anduvo conmigo, dándome facilidades, me satisfizo. Ah, pero después, para conmigo, caí en la cuenta, en la idea al fin: ¿y los cuartos? Había muchos de aquéllos, yo no había entrado en todos, resguardados. Por detrás de alguna de aquellas puertas presentí vaho de presencia –sólo más tarde--. Ah, el carcamal quería pillear de listo; ¿y no lo era yo más? Además de que unos días después, se supo de oídas , ya tardía la noche, diferentes veces, de galopes en el descampado de la vega, de caballero salido a la puerta de la chácara. ¿podría ser? Entonces el hombre me engañaba tanto como para armar una fantasmagoría de lobizón. Sólo aquella divagación que yo no acababa de entender, para dar razón de algo: ¿Y si tuviese incluso, un extraño caballo, siempre escondido allí dentro, en la oscuridad de la casa? El señor priscilo me llamó, justo, otra vez, aquella semana. Los de fuera estaban allí, sólo entré a medias en la conversación; uno de ellos dos oí que trabajaba para el ”Consulado”. Pero lo conté todo, o tanto, por venganza, con muchos detalles. Los de fuera, entonces, insistieron al señor Priscilo. Querían permanecer en lo oculto, el señor Priscilo debía ir sólo. Me pagaron más. Yo estaba por allí, fingiendo no ser ni saber, despistado. El señor Priscilo apareció, habló con el señor giovanio: que ¿qué historias eran aquellas de un caballo beber cerveza? Indagaba con él, apretaba. El señor giovanio permanecía muy cansado, sacudía despacio la cabeza, sorbiendo la escurridura de la nariz, hasta el cepón del puro; pero no le puso mala cara al otro. Se pasó mucho la mano por la cabeza: “—Lei, (usted, en Italiano) ¿quiere verlo?” salió, para surgir con un cesto con las botellas llenas y un dornajo, en él lo vertió todo, hasta la espuma. Me mandó buscar el caballo: el alazán canela claro, carabonita. El cual --¿se podía dar fe de ello?—avanzó ya avispado, con las orejas inclinadas, redondeando las narices, relamiéndose: ¡y bebió a modo aquello rumoroso, gustoso, hasta el fondo , viéndose que ya era diestro, cebado en aquello! ¿Cuándo había sido enseñado, es posible? Pues el caballo todavía quería más cerveza. El señor Priscilo se avergonzaba; con que dio las gracias y se fue. Mi patrón escupió por el colmillo , me miró: “—Irivalini, que el tiempo se va poniendo malo. ¡No laxa (en italiano dejes) las armas!” Asentí. Sonreí de que tuviese para todo mañas y patrañas. Incluso así medio me disgustaba. Sobre todo, cuando los de fuera volvieron a venir, yo hablé, lo que especulaban: que alguna otra razón había de haber en los cuartos de la casa. El señor Priscilo, aquella vez BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
33 llegó con un soldado. ¡Sólo dijo que quería revisar los compartimientos en nombre de la justicia! El señor Giovanio, en pie de paz, encendió otro puro, él siempre estaba cuerdo, abrió la casa para que entrase el señor Priscilo, el soldado; yo también. ¿Los cuartos? Se fue derecho a uno que estaba duro de atrancado. El de lo pasmoso; que allí dentro enorme, sólo tenía lo singular --¡esto es, algo como para no existir!--: un caballanco grande disecado. Tan perfecto, la cara cuadrada, que ni uno de juguete de niño; reclaro, blanquito, limpio, crinado y ancón, alto como uno de iglesia –caballo de San Jorge--. ¿Cómo podía haber traído aquello, o mandado venir, y entrado y acondicionado allí? El señor Priscilo se aleló sobre toda admiración. Palpó todavía el caballo, mucho, no hallando en él hueco ni contentamiento, El señor Giovanio en quedando sólo conmigo, mascó el puro: “—Irivalini, pecado (Lástima en italiano) que a ninguno de los dos nos guste la cerveza, ¿hem?”. Yo asentí. Me dieron ganas de contarle lo que por detrás estaba pasando. El señor Priscilo y los de fuera estarían ahora purgados de curiosidad. Pero yo no le encontraba sentido a esto: ¿Y los otros cuartos de la casa, el de detrás de las puertas? Debían haberse entregado a buscar por entero en ella, de una vez. Claro que yo no iba a recordarles ese rumbo. No soy maestro de enmiendas. El señor Giovanio conversaba más conmigo, contrariado: “—Irivalini, eco (en italiano se escribe ecco y significa “he aquí”) la vida es bruta, (en italiano significa “fea”, Brutta), los hombre son cativos…” (cativo en italiano malo) Yo no quería preguntar a propósito del caballo blanco, frioleras, debía haber sido el suyo, en la guerra, de suma estimación. “—Pero, Irivalini, nos gusta demasiado la vida…” Quería que yo comiese con él, pero le sudaba la nariz, el humor de aquel moco, sorbiendo, mal sonado, y olía a puro por todas partes. Cosa terrible servir a aquel hombre, en el no contar sus lástimas. Salí entonces, fui al señor Priscilo, hablé, que yo no quería saber nada, de nada, de aquellos, los de fuera; de murmuraciones, de jugar con el cuchillo de dos filos. Si volvían a venir, yo no iba a ellos, disparataba, escaramuzaba --¡alto ahí!--, esto es el Brasil. Ellos también eran extranjeros. Soy de los que sacan cuchillo y arma. El señor Priscilo lo sabía. Que no le cogiese de sorpresa. Siendo que fue de repente. El señor Giovanio abrió de par en par la casa. Me llamó; en la sala, en medio del suelo, yacía un cuerpo de hombre, bajo sábana. “—Josepe, mi hermano…”, (corrupción de Giusseppe, “José” en italiano) me dijo embarazado. Quiso cura, quiso campana de iglesia para badajear los tres redobles, para él, tristemente. Nadie había sabido nunca de tal hermano, el que se hallaba escondido, fugado de la comunicación con las personas. Aquel entierro fue muy valorado. El señor Giovanio podía haberse alabado ante todos. Sólo que, antes, el señor Priscilo llegó, me figuro que los de fuera le habían prometido dinero, exigió que se levantase la sábana para examinar. Pero, ay, se vio sólo el horror, por todos nosotros, con caridad en los ojos: el muerto no tenía cara, a decir verdad –sólo un agujerazo enorme, cicatrizado, antiguo, BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
34 espantoso, sin nariz, sin rostro--, la gente veía albos huesos, el comienzo del gaznate, salivillas, cuello. “—Que esto es la guerra…”, explicó el señor Giovanio, boca de bobo , que se olvidó de cerrar, toda dulzuras. Ahora yo quería emprender camino, ir tirando, que allí no prestaba más, en la chácara extravagante y desdichada, con lo oscuro de los árboles tan alrededor. El señor Giovanio estaba en la parte de afuera, conforme a su costumbre de tantos años. Más achacoso, envejecido súbitamente al ser traspasado por el dolor. Pero comía su carne, sus lechugas en el balde, sorbía. “—Irivalini… que esta vida bisoña… ¿Caspité?” (en italiano “capisti” “entendiste”), preguntaba en tono como de cantar. Enrojecidamente me miraba “—aquí yo pisco…” (corrupción de “capisco”, “entiendo”) respondí. No por asco, no le dí un abrazo por vergüenza, para no tener también los ojos lagrimados. Y, entonces, él hizo la más extravagada cosa. Abrió cerveza, la dejó espumear. “--¿Andamos, Irivalini, contadino, bambino?”, (vamos, campesino, hijo) propuso. Yo quise. A vasazos, a veinte y treinta, me fui a aquella cerveza, toda. Sereno, me pidió que me llevase conmigo, en yéndome, el caballo –alazán bebedor--, y aquel triste perro magro, Mussolino. No volví a ver mi patrón. Supe que había muerto cuando en testamento dejó la chácara para mí. Mandé erguir sepulturas , decir las misas, por él, por el hermano, por mi madre. Mandé vender el lugar, pero primero que echasen abajo los árboles, y enterrar en el campo el mobiliario que se hallaba en aquel referido cuarto. Nunca volví allí. No, que no me olvido de aquel dado día –el que fue una lástima--, Nosotros dos, y las muchas, muchas botellas, entonces pensé que otro vendría a sobrevivir, por detrás de uno, también por su parte: el alazán de hocico blanco; o el blanco enorme de San Jorge; o el hermano, infeliz espantosamente. Ilusión que fue, que ninguno allí estaba. Yo Reivalino Belarmino, descubrí el ardid. Me fui bebiendo todas las botellas que quedaban para mí, que fui yo quien me tome consumida toda la cerveza de aquella casa, para remate de engaño
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Cinta verde en el cabello
Había una vez una aldea en algún lugar, ni mayor ni menor, con viejos y viejas que viejaban, hombres y mujeres que esperaban, y chicos y chicas que nacían y crecían. Todos con juicio suficiente, menos -por el momento- una nenita. Un día, ella salió de la aldea con una cinta verde imaginada en el cabello. Su madre la mandaba con una cesta y un frasco, a ver a la abuela -que la amaba- a otra aldea vecina casi igualita. Cinta-Verde partió, enseguida, ella la linda, todo érase una vez. El frasco contenía un dulce en almíbar y la cesta estaba vacía, para llenarla con frambuesas. De ahí que, yendo, al atravesar el bosque, vio sólo los leñadores, que por allá leñaban; pero ningún lobo, desconocido ni peludo. Pues los leñadores habían exterminado al lobo. Entonces, ella misma se decía: -Voy a ver a abuelita, con cesta y frasco, y cinta verde en el cabello, como mandó mamita. La aldea y la casa esperándola allá, después de aquel molino, que la gente piensa que ve, y de las horas, que la gente no ve que no son. Y ella misma resolvió escoger tomar ese camino de acá, loco y largo, y no el otro, corto. Salió, detrás de sus alas ligeras, su sombra también la venía corriendo detrás. Se divertía con ver que las avellanas del piso no volaran, con no alcanzar esas mariposas nunca, ni en buquet ni en pimpollo y con ignorar si las flores -plebeyitas y princesitas a la vez- estaban cada una en su lugar al pasar a su lado. Venía soberanamente. Tardó, para dar con la abuela en casa, que así le respondió, cuando ella, toc, toc, golpeó: -Quién es? -Soy yo…-y Cinta Verde descansó la voz. -Soy su linda nietita, con cesta y frasco, con la cinta verde en el cabello, que la mamita me mandó. Ahí, con dificultad, la abuela dijo: -Empuja el cerrojo de madera de la puerta, entra y abre. Dios te bendiga. Cinta Verde así lo hizo y entró y miró. La abuela estaba en la cama, triste y sola. Por su modo de hablar tartamudo y débil y ronco, debía haber agarrado una mala enfermedad. Diciendo: -Deja el frasco y la cesta BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
36 en el arcón y ven cerca de mí, mientras hay tiempo. Pero ahora Cinta Verde se espantaba, más allá de entristecerse al ver que había perdido en el camino su gran cinta verde atada en el cabello; y estaba sudada, con mucho hambre de almuerzo. Ella preguntó: -Abuelita, qué brazos tan flacos los suyos, y qué manos temblorosas! -Es porque no voy a poder nunca más abrazarte mi nieta….-la abuela murmuró. -Abuelita, pero qué labios tan violáceos. -Es porque nunca más voy a poderte besar, mi nieta….-La abuela suspiró. -Abuelita, y que ojos tan profundos y quietos en este rostro ahuecado y pálido. -Es porque ya no te estoy viendo, nunca más, mi nietita…-la abuela aún gimió. Cinta Verde más se asustó, como si fuese a tener juicio por primera vez. Gritó: -Abuelita, tengo miedo del Lobo! Pero la abuela no estaba más allá, estaba demasiado ausente, a no ser por su frío, triste y tan repentino cuerpo.
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Seu Zito recordando a João Guimarães Rosa (Versión castellana de Ricardo Aldemar Peña)
Me acuerdo, fue el 16 de mayo de 1952. Hubo una gran confusión. Mucha gente fue a ver. El pueblo creía que Rosa era Cristo. Él llegó allá una tarde y al día siguiente llegó también el padre. La hacienda era de un primo suyo, Francisco Moreira. Yo salí de Sirga, fui a Araçaí y busqué la bestia que él está montando en la foto que salió en el periódico, que se llamaba Balalaica.
Allá (en la Sirga) había un sabiá cantando, y Rosa quedó encantado. “Que qué isso São Pedro? Cadê a chuva? Que que há São Pedro?” (imita el canto del pajarito). El sabiá estaba pidiendo lluvia, lo decía clarito. El sabiá es aquel cafecito. Rosa quedó entusiasmado con aquello.
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Ahí seguimos y nos encontramos con una mujer. Era muy bonita, era una comadre mía; estaba más joven, vistiendo una faldita cortita. Rosa se quedó mirando para el lado en que ella estaba y yo le dije: “Rosa: eso no le incumbe”. Ahí bromeó él, se rió, y eso fue todo.
A la tardecita nos fuimos por fin. Salimos y fuimos a los campos. Dicen que allá hubo garrafa y bizcocho. No hubo ningunos garrafa y bizcocho, lo sé yo que estaba con él. Al otro día el padre llegó y tuvo su misa, y él fue a misa.
Fue el día 19 que salimos de viaje. Junté ganado y aparté. Hay un pasaje de la historia que dice “en la apartada de ganado había un viejo Santana”. Él recibió una coz; había un toro muy bravo, él le arrimó el hierro y el toro le dio una coz, y él cayó. Entonces yo dije: “Traigan un poco de vinagre con rapadura”. Eso está escrito en el periódico y en las libretas de Rosa. El tomó infusión y mejoró. No había remedio, todo era improvisado aquí. Papaconha, cidreira... esos eran los remedios aquí. Hoy todavía la gente los toma contra la gripa.
Después de la Tolda, yendo para Andrequicé, había una vereda. Ahí Rosa vio unos pajaritos y por jugar me pidió un disparo de revólver. Eso está en el libro Tutaméia.
Después pasamos a la hacienda de Juvenal, la Hacienda Ventania, Riacho da Areia, que era de un paulista. Rosa comió bien. Allá tienen hasta hoy el plato en que Rosa comió. Usted le pregunta a doña Antonieta, mujer de Juvenal, y ella tiene el plato, el tenedor, la cuchara; tiene la cama, todo guardado. Y Rosa quedó muy satisfecho. Comió, comió. Juvenal tenía un hijo llamado Geraldo, que vive ahora en Mascarenhas; estaba enfermo, de cama inclusive. Entonces Rosa dijo: “Déjame verlo”; y después: “Tiene fiebre, tiene sarampión. Usted coge unas hojas de naranja y hace una bebida”. Miró en el bolsillo de la camisa y tenía un Mejoral, y se lo dio. La bebida cortó la fiebre en dos días y el chico amaneció bueno. El sarampión se fue. Té de hoja de naranja. Eso todo está escrito.
Al día siguiente me adelanté a la hacienda de un primo suyo, el doctor José Saturnino, BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
39 ya llegando a Cordisburgo (donde nació el escritor). Cuando usted pasa la iglesita del Rosario voltea a la izquierda, antes del desvío que va a Gruta de Maquiné. Llegué a la hacienda, llamé, salió la señora. Dije: “Estoy aquí para arreglar posada, porque Rosa ya viene allí”. “¡Ah! Pero no quiero, no estamos interesados; estamos con mucho buey”, dijo la señora. Era mentira. Ellos tenían miedo de la aftosa. Y oiga esto: de allí él podía haber ido a casa de su abuelo, ahí cerquita, pero no quiso. Se bañaba, todo facilito... dormía. Pero él no quiso hacer eso, se fue, acompañó a la gente todo el día.
Llegué a una hacienda y pedí un pollo. “Pollo no hay, sólo tengo una gallina vieja”, dijo la dueña. La cogió y la limpió, arregló todo, la puso a cocinar. Nos sentamos a comerla, pero estaba muy dura. Rosa tomó sólo el caldo.
Llegando a ese lugar (Toca de Urubú) nos encontramos con el personal de O Cruzeiro. Hicieron una foto mía con todo y revólver.
Yo, durante el tiempo que viajé con ganado, en muchas boyadas fui el cocinero. Yo hacía aquel entalagato. Fue Rosa quien le puso ese nombre. Decía que era comida malísima.
Yo hablaba de cualquier bobada. Armaba bien las cosas para conversar con él. A veces no tenía tema. Hablaba de la mujer, de la muchacha bonita. Hablé mucha bobada para Rosa, y él escribía todo. Yo leía mucho libro, sabía todo de memoria, pero nada más. Sólo sabía bestialidades. BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
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Era una persona excelente, bromista. Era tan simple que vino de Río y no trajo ni máquina de afeitar ni estuche. En aquel tiempo no había Prestobarba, era con estuche. Durante todos esos días se quedó sin hacerse la barba. Yo tenía, pero él no dijo nada y yo no llevé. Hasta hoy mi barba es poca. Pero quien se afeitaba cada mañana se quedaba diez días sin hacerlo, ¿eh? La cara le quedó rojiza. Pero él era muy sencillo. Y en el viaje no se le podía llamar Dr. João. Era Rosa, el vaquero Rosa.
Aquel libro (Grande sertão: veredas) no fue escrito con el tema de ese viaje. Aquel libro fue un viaje que él hizo para Fortaleza, en la salida de una boyada. Fue en la salida. Y aquel Riobaldo fue alguien que le contó cosas, y él inventó el resto. Le voy a contar una cosa, usted pone una cosa que parece cierta en la historia, y entonces inventa el resto. Así hizo Rosa. Lo que Rosa escribió fue dicho por nosotros. Él no sabía de aquello. Rosa salió de Cordisburgo jovencito, fue a hacer medicina, participó de la revolución del 32 y dejó la medicina para ir al exterior. Ya, cuando él murió, vinieron otras personas a confirmar por dónde había pasado. Pero él inventó el resto.
Él conversaba con el mismo buey. Conversaba toda la tarde. Cuando llegaba al campamento, y yo ya había colado el café y había quitado los arreos de su bestia, de mi burro, todo quedaba ya arreglado. Entonces él venía y decía: “Mi bueycito está cansado, tiene el estómago vacío...” Todo el día conversaba, el buey era mansito. Le tomaron una foto pasando la mano sobre el buey, allá en el corral de la hacienda. Aunque yo nunca vi cuál. Sería Tarzán o Cabocla. Cabocla era una vaca negra a la que yo le agujereé la nariz. Ah... si el buey hablara, la gente moriría. Él sólo entiende el nombre. El buey entendía y lo miraba a él.
Siento mucho orgullo, es una cosa muy bonita. Siento alegría de hablar de las cosas de Rosa. En mayo voy para Sete Lagoas y voy a mandar hacer unas gafas para mí, y voy a volver a leer los libros de él, de Guimarães Rosa.
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Los Cangaçeiros: Bandidos de honor en el sertão Por A.
Becquer Casaballe
Cerca de cien fotografías referidas a los protagonistas del Cangaço, las bandas al margen de la ley que actuaban en el Nordeste brasilero —entre ellas la del célebre Lampião—, con curaduría de Élise Jasmin, se expusieron en la Galerie Photo de Montpellier que dirige Roland Laboye. A la inauguración asistió la nieta de Lampião, Vera Ferreira. En la madrugada del 28 de julio de 1938, en la Grota de Angico, Porto da Folha, en pleno Sertão, Virgolino Ferreira da Silva, conocido en todo el Nordeste brasileño como Lampião, su mujer, María Gomes Bonita, junto a nueve de sus compañeros, fueron emboscados y muertos por una partida de la policía pernambucana de Nazaré. Les cortan la cabeza y las colocan en unos estantes junto a sus objetos personales: sombreros de cuero y de fieltro con adornos de plata, fusiles Mauser, cananas, alforjas, monturas, ropas, cuchillos, fustas y hasta las máquinas de coser de sus mujeres con las que se hacían las ropas, para escarmiento de quienes se atrevieron a desoír las leyes y la autoridad. BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
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Algunos están desfigurados por los culatazos y las balas. Todos tienen los ojos cerrados para hacer menos penoso el horror de la muerte, aunque ese detalle no disminuye la humillación del decapitado. El rostro de María Bonita luce como si todo no fuese nada más que una pesadilla. Conserva los rasgos, la firmeza de su rostro macizo con sus 27 años de edad. De los cuatro hijos que tuvo con Lampião unicamente sobrevive Expedita, de seis años de edad. País inmenso, de contradicciones, pesares e injusticias. Los libros de historia refieren que recién en 1880 en Brasil se abolió la esclavitud. De todas su geografía, el Nordeste, en las zonas conocidas como sertão, es acaso el que más padece, con su vegetación achaparrada, llena de espinas y piedras en las partes más altas, así como un calor abrazador en la planicie. Es una tierra de pobreza. BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
43 Ahí fue donde surgió el cangaço, pequeños grupos de hombres armados que toman su denominación por la caatinga, significado de “mata branca”, esto es, de los matorrales espinosos que cubren amplias zonas de Alagoas, Bahía, Ceará, Paraíba, Pernambuco, Río Grande do Norte y Sergipe. Esos grupos, a su vez se subdividían o establecían alianzas entre sí para cometer fechorías.
Existe coincidencia en que “robaban y asesinaban por venganza o por encargo en una época en la que eran frecuentes las disputas entre familias tradicionales debido a la posesión de las tierras y a las luchas por el control político de la región”. Su origen se remonta al siglo XVIII. En ese medio nació en 1895, en Passagem das Pedras, Pernambuco, Virgolino Ferreira da Silva, hijo de José y de María Lopes, siendo el tercero de una familia que llegó a tener BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
44 nueve hijos. Tras aprender los rudimentos de la escritura y la lectura, pasó a ganarse la vida junto a su familia transportando mercaderías a lomo de burro. Había comenzado sus correrías en 1917 en venganza por el asesinato de su padre ordenado por la familia Nogueira y por un tal Zé Saturnino, sumándose a la banda de Sinhô Pereira. En un reportaje, Lampião dice: “no confiando en la acción de la justicia pública, porque los asesinos contaban con la escandalosa protección de los grandes, resolví hacer justicia por mi propia mano, esto es, vengar la muerte de mi progenitor. No perdí tiempo y resueltamente me preparé para enfrentar la lucha”.
En 1922, cuando tenía 27 años de edad, formó su propio grupo que pasó a la historia BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
45 como el último y el más famoso de todos los cangaçeiros. En aquel año atacó la hacienda de Baronesa de Agua Branca, continuó sus combates en Serra Grande, Sergipe, Queimadas, etc. Fue en 1929 que conoció a María Bonita, de 19 años de edad, que se había separado de su esposo. Un año después María decide compartir una vida de aventuras con Lampião.
Los cangaçeiros eran grupos armados al margen de la Ley, con sus tradiciones, rituales, fervorosamente católicos como una manera de buscar protección divina, que se ponían al servicio de caudillos políticos, otras veces luchaban contra ellos. El grupo de Lampião, BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
46 que se había puesto del lado del gobierno al recibir la promesa de una anmistía, formó parte del Batalhão Patriótico de Juazeiro, que combatió a la Columna Prestes, provocándole varias muertes (*). “No puedo decir con certeza el número de combates en que estuve —comentó—. Calculo que debo haber participado en más de doscientos. Tampoco puedo informar con seguridad el número de víctimas que se tumbaron bajo la puntería adiestrada y certera de mi rifle. Pero igualmente me acuerdo perfectamente que, además de los civiles, ya maté a tres oficiales de policía, siendo uno en Pernambuco y dos en Paraíba. Sargentos, cabos y soldados es imposible guardar en la memoria el número de los que fueran enviados para el otro mundo”. El grupo de Lampião oscilaba entre los 15 y los 50 hombres, “todos bien armados”, tenía un sistema de inteligencia que le permitía tener conocimiento de las fuerzas policiales que le perseguían. Era feroz peleando y fue herido en cuatro oportunidades, algunas de ellas de gravedad.
Algunos han querido ver en los cangaçeiros una suerte de rebeldía rústica, casi primitiva, de lucha contra las injusticias y el poder, pero en realidad no fueron otra cosa BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
47 que grupos armados con ciertos principios de honor (por ejemplo, el respeto a las mujeres, el no atacar lugares religiosos, etc.), que les otorgaron aquel áura de modernos Robin Hood. Se ha escrito que “el reparto con los pobres de bienes y dinero saqueados por los cangaceiros nunca ultrapasó los límites de la concepción tradicional de limosna”, pero sus “lealtades más grandes eran antes debidas a los coroneles, sus aliados y protectores”, tal como lo explica el sociólogo Lisias Nogueira Negrão de la Universidad de São Paulo. Aquellos parajes de Raso da Catarina donde buscaba refugio Lampião es hoy una Reserva Ecológica y sitio de atracción turística gracias a le épica de los cangaçeiros. Pero es a través de las fotografías que han atesorado las familias Ferreira Nunes y Abrahão, Ruy Souza e Silva y Federico Pernambucano de Mello, que se exhibieron en la Galerie Photo de Montpellier, que de alguna manera se trae al presente aquel imaginario de legendarios bandoleros que sembraron de sangre y leyenda el sertão. (*) Luís Carlos Prestes fue un capitán del Ejército que sublevó a los campesinos contra los terratenientes y más tarde fue uno de los principales dirigentes del Partido Comunista Brasileño.
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João Guimarães Rosa: gran señor y gran señora Por Ricardo Bada Hace poco, al enterarse de que el patriarca de la literatura chicana, Rolando Hinojosa, pasaba unos días en mi casa, la novelista argentina Susana Sisman (No te enamores de Oscar Wilde) me escribió: “Rolando Hinojosa, vaya nombrecito. ¿Viste que algunas personas tienen ‘cara' y otras tienen ‘nombre'? Pues tu amigo chicano tieneNOMBRE: Rolando Hinojosa.” Y lo mismo repetiría yo de ciertos otros: João Guimarães Rosa, por ejemplo. O si quieren un ejemplo mexicano, Juan Rulfo. Tienen nombre , así, todo con mayúsculas. [Por cierto que hay un cuento de Juan Rulfo, de carácter autobiográfico, inspirado por sus vivencias en Bogotá; un cuento que apareció en su libro póstumo Estas historias, y que se titula “Páramo” . Dios los cría y...] La literatura brasileña del siglo XIX la domina un gigante, Joaquim Maria Machado de Assis, un gigante que, al mismo tiempo, es una isla. En el siglo XX, esa isla deviene archipiélago, se le unen seis gigantes más: Euclides da Cunha, Graciliano Ramos, Nelson Rodrígues, Carlos Drummond de Andrade, Jorge Amado y João Guimarães Rosa. Y aparece también un islote exuberante, producto de una erupción volcanicreativa, y avizorado por el intrépido explorador de territorios vírgenes Mário de Andrade, que lo llamó Macunaíma. Todos y cada uno merecen una atención que con frecuencia le ninguneamos a Brasil, sin que jamás haya logrado querer (porque poder sí puedo) entender el porqué. Si aquí me concentro en Guimarães Rosa se debe al centenario de su nacimiento (27/ VI/ 1908) . Pero no olvidemos a los otros: con sus tallas ciclópeas configuran en el mapa literario latinoamericano una especie de Isla de Pascua.
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49 Ahora bien: hablar de la obra de Guimarães Rosa suele ser casi siempre una tediosa repetición de lugares comunes, vinculada al hecho de que el cuentista magistral (Primeras historias, Cuerpo de baile, Sagarana), como Maupassant, sólo escribió una novela. Aunque, desde luego, ante esa novela hay que sacarse el sombrero: deGrande Sertão: Veredas se puede afirmar, sin temor a marrarla, que es una auténtica obra maestra de la literatura universal. Ocurre, sin embargo, que al aproximarme a Guimarães Rosa, en este marco centenarial, me acuerdo fatalmente de los versos de Pessoa: “Si yo fuese otra persona, les daría gusto a todos./ Así, como soy, tengan paciencia.” Y ello porque además vivo en Alemania y hay un aspecto de la vida de Guimarães Rosa y Aracy nuestro autor que me interesa por sobre todos : su en Hamburgo, 1938 estadía en Hamburgo, como vicecónsul del Brasil, entre mayo de 1938 y la declaración de guerra de su país al Eje, en 1942, con el resultado de que lo internan durante cuatro meses en Baden-Baden, en compañía de otros diplomáticos latinoamericanos, siendo finalmente canjeado por homólogos alemanes. Cuando Guimarães Rosa llega a Hamburgo es un hombre de treinta años, casado y con dos hijas, pero recién separado de su esposa en Río de Janeiro. Y sucede que en el consulado brasileño trabajaba como secretaria Aracy Moebius de Carvalho, una paranãense de su misma edad, divorciada, con un hijo. Guimarães Rosa y ella se enamoran, y su amor queda reflejado en 107 cartas y cuarenta y cuatro postales, billetes y telegramas, y en el diario donde el futuro autor de Grande Sertão: Veredasanotaba sus impresiones del mundo en derredor: un mundo en el que, no lo olvidemos, gobiernan los nazis. Guimarães Rosa llega a Alemania justo a tiempo para asistir al gran pogromo que pasó a la historia con el ominoso nombre de die Kristallnacht. La parte que me parece más memorable de esta historia fue protagonizada por Aracy, con Guimarães como cómplice. Aracy logró que un funcionario de una comisaría hamburguesa emitiera pasaportes a judíos sin la J roja que los identificaba como tales, y gracias a ello le consiguió visados para salir de Alemania a varios cientos de esos parias del régimen nazi. Y lo hizo –y ahí radica el coraje civil de Aracy– a despecho de que el superior de ambos, de ella y Guimarães, el cónsul titular Joaquim António de Sousa Ribeiro, no otorgaba visados a judíos, tanto por su propio antisemitismo como por instrucciones secretas recibidas de Itamaraty, el ministerio brasileño de Asuntos Exteriores. Simpatizante con el régimen de Hitler, Sousa Ribeiro nunca hubiese firmado aquellos visados de haber sabido para quiénes eran.
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50 Paralelo discurría el romance de Joãozinho y Aracy, uno bien ardiente, también a despecho de “los témpanos en el Alster [el río que atraviesa Hamburgo] , donde se posan las gaviotas”, como dejó él escrito en su diario. Así, todavía en el verano, el 24/ VIII /1938, le confesó en una carta: “ Deja que te diga que estabas linda, linda, a la hora de partir. Dormí abrazado a tu camisoncito rosa, todo impregnado del aroma del cuerpo maravilloso de la dueña de mi amor. Te seré absolutamente fiel, no miraré a las alemanitas, las cuales, por cierto, ¡todas se han vuelto sapos!” Y en otra carta que los fetichistas entendemos a la perfección: “Ahora me voy a la cama, para dormir con tu camisoncito rosa, después de conversar un poco con las chinelitas chinas, que me hablarán de los lindos piececitos de su dueña.” De regreso a Brasil, Joãozinho y Aracy se casaron, y hay dos detalles de sus vidas que siento la tentación de remarcar, y a lo único que no sé resistirme es a la tentación. En Itamaraty, una parte importante del trabajo de Guimarães Rosa tuvo que ver con problemas de delimitación de fronteras, en Sete Quedas con el Paraguay, y también en el Pico da Neblina, en la selva amazónica, con Venezuela. En homenaje a su desempeño, crucial en ambos casos, se bautizó con su nombre una montaña de la cordillera Curupira. Hasta donde sé, el Guimarães Rosa debe ser el único pico del mundo que se llama como un gran escritor. Y en Yad Vashem, en Tel Aviv, el 8 de julio de 1982, Aracy fue reconocida entre los Justos de las Naciones, la más alta Aracy Moebius de Carvalho, dignidad que concede Israel. Lo que me hace gracia es esposa de Guimarães Rosa pensar que Aracy cumple años el 20 de abril, el mismo día que Hitler. Y dicho sea de paso: este año Aracy cumplió cien, rodeada del cariño de los suyos, en São Paulo.
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João Guimarães Rosa / biografía (Cordisburgo, Minas Gerais, 27 de junio de 1908 - Río de Janeiro, 19 de noviembre de 1967) fue un médico, escritor y diplomático brasileño, autor de novelas y relatos breves en que el sertón (sertão) es el marco de la acción. Fue miembro de la Academia Brasileña de Letras, y su obra más influyente es Gran Sertón: Veredas (Grande Sertão: Veredas, 1956). Nació en Cordisburgo, en el estado brasileño de Minas Gerais, el 27 de junio de 1908, primero de los seis hijos de Florduardo Pinto Rosa (llamado por él Fulô) y de Francisca Guimarães Rosa (apodadaChiquitinha). Autodidacto, de niño estudió varios idiomas, empezando por el francés, cuando todavía no había cumplido los siete años. Llegó a ser un políglota casi inverosímil, como puede comprobarse en estas declaraciones suyas en una entrevista: "Hablo portugués, alemán, francés, inglés, español, italiano, esperanto, un poco de ruso; leo sueco, holandés, latín y griego (pero con el diccionario a mano); entiendo algunos dialectos alemanes; estudié la gramática del húngaro, del árabe, del sánscrito, del lituano, del polaco, del tupi, del hebreo, del japonés, del checo, del finlandés, del danés; chapurreo algunas otras. Pero todas mal. Y pienso que estudiar el espíritu y el mecanismo de otras lenguas ayuda mucho a una comprensión más profunda del propio idioma. Principalmente cuando se estudia por diversión, gusto y satisfacción." Todavía niño se trasladó a casa de sus abuelos en Belo Horizonte, donde finalizó la enseñanza primaria. Inició los estudios secundarios en el Colégio Santo Antônio, en São João del Rei, pero luego regresó a Belo Horizonte donde completó su educación. En 1925 se matriculó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Minas Gerais, con apenas dieciséis años. El 27 de junio de 1930 contrajo matrimonio con Lígia Cabral Penna, muchacha de apenas dieciséis años con la que tuvo dos hijas: Vilma y Agnes. Poco antes de su boda había completado sus estudios y comenzado a ejercer la profesión en Itaguara, entonces en el municipio de Itaúna (Minas Gerais), donde permaneció cerca de dos años. Es en esta localidad donce tiene contacto por primera vez con el mundo del sertón, que sirve de referencia e inspiración a su obra. BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
52 Al volver de Itaguara, Guimarães Rosa sirvió como médico voluntario de la Fuerza Pública, en la Revolución Constitucionalista de 1932, y fue destinado al sector del Túnel en Passa-Quatro (Minas Gerais) donde conoció al futuro presidente de Brasil Juscelino Kubitschek, por entonces médico jefe del Hospital de Sangre. En 1933 se trasladó a Barbacena en calidad de oficial médico del noveno batallón de infantería. Tras aprobar la oposición para Itamaraty, el ministerio de relaciones exteriores brasileño, pasó algunos años de su vida como diplomático en Europa y América Latina. Fue elegido por unanimidad miembro de la Academia Brasileña de Letras en 1963, en su segunda candidatura. No tomó posesión hasta 1967, y falleció tres días más tarde, el 19 de noviembre, en la ciudad de Río de Janeiro. Si bien el certificado de defunción atribuyó su fallecimiento a un infarto, su muerte continúa siendo un misterio inexplicable, sobre todo por estar previamente anunciada en Gran Sertón: Veredas, novela calificada por el autor de "autobiografía irracional".
Obra
Menudencia (Tutaméia). Traducción de Santiago Kovadloff. Buenos Aires, Calicanto, 1979.
Gran Sertón: Veredas. Traducción de Ángel Crespo. Barcelona, Seix Barral, 1975 (Alianza Editorial, 1999).
Urubuquaquá (Cuerpo de baile). Traducción de Estela dos Santos. Barcelona, Seix Barral, 1982.
Noches del Sertón (Cuerpo de baile). Traducción de Estela dos Santos. Barcelona, Seix Barral, 1982.
Primeras historias. Traducción de Virginia Fagnani Wey. Barcelona, Seix Barral, 1982.
Campo General y otros Relatos. Traducción de Valquiria Wey Fagnani. México, Fondo de Cultura Económica, 2001.
Sagarana. Traducción de Adriana Toledo de Almeida. Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2006. BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES ROSA
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BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 1. La infancia de Zhennia Liubers y otros relatos / Boris Pasternak 2. Corazón de perro / Mijaíl Bulgákov 3. Antología del cuento chino / varios autores 4. El hombre que amaba al prójimo y otros cuentos / Virginia Woolf 5. Crónica de la ciudad de piedra / Ismail Kadaré 6. La casa de las bellas durmientes / Yasunari Kawabata 7. Voluntad de vivir y otros relatos / Thomas Mann 8. Dublineses / James Joyce 9. La agonía del Rasu-Ñiti y otros cuentos / José María Arguedas 10. Caballería Roja / Isaak Babel 11. Los siete mensajeros y otros relatos / Dino Buzzati 12. Un horrible bloqueo de la memoria y otros relatos / Alberto Moravia 13. El tacto y la sierpe y otros textos / Reynaldo Disla 14. Una cuestión de suerte y otros cuentos / Vladimir Nabokov 15. Las últimas miradas y otros cuentos / Enrique Anderson Imbert 16. Yo, el supremio / Augusto Roa Bastos 17. El siglo de las luces / Alejo Carpentier 18. El principito / Antoine de Saint-Exupéry 19. La noche de Ramón Yendía y otros cuentos / Lino Novás Calvo 20. Over / Ramón Marrero Aristy 21. Una visión del mundo y otros cuentos / John Cheever 22. Todo es engaño y otros cuentos / Sherwood Anderson 23. Las aventuras del Barón Münchhausen / Rudolf Erich Raspe 24. Huasipungo / Jorge Icaza 25. Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura / Jorge Amado 26. El espejo de Lida Sal / Miguel Ángel Asturias 27. Seis cuentos para leer en yola / Aquiles Julián 28. Los chinos y otros cuentos / Alfonso Hernández Catá 29. La mancha indeleble y otros cuentos / Juan Bosch 30. El libro de la imaginación / Edmundo Valadés BIBLIOTECA31. DIGITAL DErelatos AQUILES JULIÁN Roth 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES Cuatro / Joseph 32. El libro de cristal de los CohénROSA / Aquiles Julián 33. Cuentistas dominicanos 1 / Aquiles Julián 34. El caballo que bebía cerveza / Joao Guimaraes Rosa