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La espada de Damocles Adaptación de un texto de Jtiiiies Btildvviii Esta es una de las historias iilás anti.,uas sobre la idea de que ciertas ocupaciones requieren estar a la tltui-a de liis circunstancias. Nos recuerda que si aspiraiiios a ocupar un puesto elevado debemos estar dispuestos a aceptar todas las car(,as que ¡¡implica. el Erase una vez un rey llat-nado Dionisio, (lue -obei-naba Si¡-acusa, la ciudad más rica de Sicilia. Vivía en un eleaante palacio donde había 1-nuchos objetos bellos y costosos, y lo atendía una hueste de ci-iados que siet-npi-e estaban prontos a obedece¡-le. Nattiralmente, coi-no Dionisio tenía tanta riqueza y poder, había muchos en Si¡-acusa que envidiaban su buena fortuna. Uno de ellos era Damocies. Era uno de los i-nejoi-es amios de Dionisio, y siempre le decía: -¡Qué afortunado e¡-es! Tienes todo lo que se puede desea¡-. Debes de se¡- el hombre i-nás feliz de¡ inundo. Un día Dionisio se cansó de esas palabras. -Vamos -dijo-, ¿de veras ci-ees que soy más feliz que los demás? -Pues claro que sí-iespondió Damocles-. Mira tus -randes tesoros, y el poder que posees. No tienes nin,,una preocupación. ¿Cómo podría la vida tD ser mejor-? -Tal vez desees cambiar de ]u-ar conmi-o -dijo Dionisio. -Oh, jamás soñaría con ello. Pero si pudiera gozar de tus riquezas y placeres por un día, nunca tendría mayor felicidad. -Muy bien. Cambiemos de lugar poi- sólo un día, y gozarás de ellos. Y así, al día si-uiente, Damoctes fue conducido al palacio, y todos los criados recibieron instrucciones de tratarlo como a su amo. Lo vistieron con túnicas reales, le pusieron una corona de oro en la cabeza. Damocles se sentó a una mesa en la sala de banquetes, y le sirvieron sabrosos manjares. No faltaba nada que pudiera complacerlo. Había costosos vinos, y bellas flores, y raros perfumes, y música deleitable, Se apoyó en mullidos cojines, y se consideró el hombre más feliz de¡ mundo. -Ah, esto es vida -le suspiró a Dionisio, quien estaba sentado en el otro extremo de la larga mesa-. Nunca he disfrutado tanto, Y al llevarse una taza a los labios, elevó los ojos al techo. ¿Qué era eso que colgaba allá arriba, un objeto filoso cuya punta casi le tocaba la cabeza? Damocles se quedó tieso. La sonrisa se le borró de los labios, y su rostro se puso ceniciento. Le temblaron las manos. No quería más comida, ni bebida, ni más música. Sólo quería la¡-,,ai-se de) palacio, ¡¡-se muy lejos. Pues sobre su cabeza pendía una espada, sujeta al techo poi- un mero pelo de caballo. La filosa hoja i-elucía mientras le apuntaba entre los ojos. Iba a levantarse y echai- a correr, pero se contuvo, temiendo que cualquier movimiento brusco pai-tiera esa delgada hebra e hiciera cae¡- la espada. Se quedó petrificado en la silla. -¿Qué sucede, amigo mío? -preguntó Dionisio@. Pareces haber perdido el apetito. -¡Esa espada, esa espada! -susurró Damocles-. ¿No la ves?

-Claro que la veo -dijo Dionisio-. La veo todos los días. Siempre pende sobre ¡-ni cabeza, y siempre existe el peli-ro de que al-uien corte esa de¡-ada hebra. Tal vez uno de mis asesores envidie mi poder e intente asesinarme, 0 alguien puede propaoar mentiras sobre mí, para azuzar al pueblo en mi contra. Puede ocurrir que un reino vecino envíe un ejército para capturar mi trono. 0 puedo tomar una decisión imprudente que provoque mi caída. Si quieres se¡- monarca, debes estar dispuesto a aceptar estos riesgos. Forman parte de¡ poder, coi-no verás. -Sí, claro que veo -dijo Damocles-. Ahora veo que estaba equivocado, y que tienes marcho en que pensar aparte de las riquezas y la fama. Por favor, ocupa tu lu-ar, y déjame retresar a mi casa. Y mientras vivió, Damocies nunca más quiso cambiai- de lugat- con el rey, ni siquiera poi- un instante.