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función de la Universidad y con la naturaleza y ejercicio de la noble dis-ciplina que profesamos. Hoy quiero discurrir, a propósito de vuestra graduac...

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DISCURSO PARA LOS EGRESADOS

Dr. Marco Aurelio Risolía

Aclaración previa:

Ordenando papeles en mi biblioteca encontré una copia del discurso que pronunció el Dr. Marco Aurelio Risolía como Decano de la Facultad de Derecho de la UBA, con motivo de nuestra graduación.

No negaré la emoción de encontrar esta copia amarillenta con un papelito abrochado arriba en el que mi padre indicaba “Discurso pronunciado por el Decano Dr. Risolía el 17-VII-1964”. Ocurre que, como es habitual en estos casos, los padres, familiares y amigos habían concurrido a nuestra graduación. Debo confesar que los “recién recibidos” estábamos demasiado felices y excitados como para escuchar el mensaje profundo del Decano. Pero en mi caso, mi padre que era un intelectual muy sensible, quiso guardar como recuerdo el que consideró un hermoso discurso. Entonces mandó una carta a la Facultad solicitándolo y, felizmente, su pedido fue satisfecho. Así que gracias a mi padre, pude releer ahora el mensaje del Dr. Risolía y revivir conmovida la jornada de mi graduación. Como estimo que hay gran valía en el pensamiento del Decano, me animé a compartirlo con mis colegas, que espero aprueben mi decisión y disfruten de las palabras de quien fuera un gran maestro del derecho. Delma Cabrera

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“Pienso que será útil, ya que esta ceremonia se reitera con periodicidad mensual -como los exámenes-, que en lo sucesivo ella dé pábulo no al discurso de circunstancia, reposorio de lugares comunes, sino al tratamiento somero de algunos temas capitales, vinculados con la

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función de la Universidad y con la naturaleza y ejercicio de la noble disciplina que profesamos.

Hoy quiero discurrir, a propósito de vuestra graduación, sobre moral universitaria.

Un tema riquísimo, que merece por cierto la gentil atención de este auditorio. Su sola enunciación postula -va de suyo- la existencia de una moral universitaria.

Pero la moral universitaria, a su vez, cabe en el campo más vasto de la moral sin calificativos, de la moral inmanente con la vida y la conducta del hombre. Hay sin duda un hombre universitario y una conducta universitaria, pero no puede discutirse que por encima de ambas especificaciones está el hombre a secas, ámbito de inmensa generalización en el que conviene situarse antes de caer en lo reducido, en lo delimitado, en lo concreto.

No es enteramente pueril recordar que el hombre universitario debe ser, en la concepción más pura, todo un hombre, vale decir, un ente racional, intelectual y moral con opinión formada sobre su naturaleza, su destino y su conducta. Los maestros de verdad no se engañan en este punto. Ellos saben que la preocupación fundamental de su enseñanza es formar un hombre. El fin mismo de la educación -ha escrito Maritain- es lograr la maravillosa especie de un hombre sabio y bueno. La ética es, en definitiva, la ciencia y el arte de la vida buena, noble y justa. Ser buenos, nobles y justos -además de sabios- es una aspiración humana que el universitario debe perseguir con celo exquisito, en soledad o en sociedad, replegado sobre sí o volcado sobre la angustia y el dolor de su prójimo. Si se me preguntara con qué principios cardinales concibo yo que puede ser armada la imagen del hombre moralmente sano, daría sin hesitaciones la siguiente respuesta: 22

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En primer término ha de saber ese hombre que su naturaleza excede la dimensión de nuestras obras y que está sobre la tierra para cumplir un destino trascendente que no se agota ni concluye en nosotros mismos. Desgraciado aquel que no advierte el inmenso milagro de creación que se esconde en nuestras voluntades miserables, donde anida nada menos que la ambición y la esperanza de un supremo bien, de una suprema verdad, de una suprema justicia, de una inmutable belleza. Si el hombre no es divino por estas carnes que se pudren, pienso que sí lo es por este espíritu que tanto vuela, lampo de un fuego eterno y única promesa de perdurabilidad. Un hombre que concibe así su naturaleza y su destino ha de amar naturalmente la verdad y la justicia y ha de reverenciar naturalmente en su prójimo esa realidad de dimensión sobrehumana que ha logrado descubrir en sí mismo. El respeto de la existencia y de la personalidad de los demás es por eso la más llana y consciente actitud de quien es capaz de comprender la inestimable dignidad de su propia persona.

Y de la exacta valoración de la naturaleza y el destino de ese hombre y de su respeto por la existencia y la personalidad de los demás, nace y se torna evidente la carga de responsabilidad con que habrá de desplazarse en este mundo, alentado por el goce que deparan las buenas obras o angustiado por el arrepentimiento que suscitan las malas.

En fin; ese hombre que respeta a su prójimo y que siente su responsabilidad, descubre sin esfuerzo que su conducta no sería cabalmente buena si no se prodigase en obras de solidaridad y de cooperación. Loadas sean la filosofía y la ética que analizando el ser y la conducta del hombre, concluyen así con todas las formas deprimentes del egoísmo y cierran la órbita de nuestra simple indagación con un mandato evangélico de comprensión y de amor entre los unos y los otros. Si el hombre cuyas virtudes cardinales acabo de inventariar es además un universitario, claro está que las exigencias de conducta pueden ser dobladas.

Él es el resultado de una cultura superior, que no sería realmente tal si no lograse, en grado eminente las pautas éticas a que acabo de referirme.

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La Universidad es un instituto que atiende a la enseñanza del conocimiento universal. Una cultura superior debe tener unidad y universalidad, aunque se la persiga a través de Escuelas o Facultades donde se enseña una especialidad. No es hombre culto, no es verdaderamente universitario, el que no es capaz de elevarse y conectarse con los grandes principios desde el campo minúsculo de su observación concreta. El espíritu de generalización debe presidir las investigaciones del más agudo especialista. Y ahora que en la Universidad gobiernan los tres claustros -profesores, egresados, estudiantes-, es bueno que se sepa que aunque la moral es una, hay sin embargo la posibilidad de distinguir -y desde luego el derecho de exigir- lo que llamaría, con propósito sistemático, una cierta moral para maestros, una cierta moral para profesionales y una cierta moral para estudiantes. a) Parece obvio subrayar que las exigencias de conducta han de tener, si se trata de los maestros, la más extrema relevancia.

Cualquiera sea el grado de su información, cualquiera sea su especialidad técnica, en él es ante todo exigible el amor a la verdad, la probidad intelectual, la integridad moral, el desinterés, el renunciamiento...Por amor a la verdad irá despojándose poco a poco de la vana pompa del follaje erudito, hasta dar con la gema fecunda de una proposición simple y luminosa. La naturaleza siempre sabia esconde la simiente cubriéndola de cáscaras endurecidas o de pulpas fascinantes. Por probidad intelectual, ha de ajustar sus investigaciones al método más riguroso y no ha de asentar ni trasegar información alguna de cuya exactitud no esté persuadido con absoluta certidumbre. Por integridad moral, ha de labrar en una sola pieza su conducta pública y privada, sin hacer concesiones a esos falsos dualismos que pretenden la impunidad para una torpeza vergonzante. En fin; por desinterés y por renunciamiento, ha de dar de sí generosamente, sin ningún género de codicia, la suma de su saber, el íntegro caudal de su experiencia, alentando la superación de su obra por los destinatarios de la ofrenda. Nadie puede llamarse maestro de verdad si no se congratula cuando lo supera su discípulo, aunque a la superación se añada a veces la ingratitud. Nadie puede llamarse maestro de verdad si esconde o retacea su infor-

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mación con calculado egoísmo. Para el maestro sobre todo es esta máxima que leí, y no recuerdo en qué clásico: "no digas doy, porque sólo devuelves". Si el maestro es así, como queda dicho, y si vierte además su enseñanza en ese clima de cordialidad y de paciente comprensión que rinde próvidas cosechas, su autoridad, su jerarquía, es cosa asegurada. Una autoridad y una jerarquía que tiembla en los labios y arde en el corazón, cuando a la vuelta de los años, los que tenemos ahora la responsabilidad de enseñar llamemos así –“maestro”- a quien nos trasegó su linfa luminosa y encendió en nuestro altar, con fuego de su lámpara, la llama perdurable. b) El profesional lleva al mundo un auxilio eficiente en la empresa de solidaridad y cooperación de que participan todos los hombres, como seres de vida gregaria.

Desgraciadamente su ministerio es o puede ser lucrativo y no cabe desdeñar la posibilidad de que mueran en él los principios de una inquietud realmente universitaria.

Sobrecoge pensar en el egresado que cae de lleno en la burocracia o en el ejercicio rutinario o trivial de su profesión, circunscribiéndose a la adquisición de una técnica minúscula, escogida tal vez como consecuencia de un frío cálculo de posibilidades. Va de suyo que no ignoro el problema de cierto proletariado intelectual, que tiene también sus justas reivindicaciones, pero la cultura es información y formación, disciplina y personalidad, capacitación útil y exigencia del espíritu; y lo peor que puede pasarle a un egresado es la muerte de la inquietud, de la vocación de la curiosidad, de los estímulos ideales, cediendo a las imposiciones de una entelequia gremial o a los deslumbramientos de un interés fenicio.

Cada profesión tiene, desde luego, compromisos especiales de conducta, frecuentemente recogidos en fórmulas sobre las cuales jura el egresado. Recuerdo en este instante la fórmula hipocrática y juzgo que hay poco que añadir para los iniciados en el arte de curar. Vosotros juraréis sobre otra fórmula igualmente significativa. Pero en suma: quien hiere o toca la carne viva, quien se acerca a cualquier dolor o a

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cualquier laceramiento individual o social, que no olvide -por Dios- la entidad humana del caso que lo convoca. Y no olvide tampoco que por encima de la holgura está el deber, y por encima de la justicia está la caridad. c) Me resta fijar las pautas de una moral para estudiantes.

Comúnmente se piensa que los estudiantes son los jóvenes y que los jóvenes son los que viven una edad meridiana en la que hacen eclosión las potencias más genuinas del hombre. He dicho otras veces que este es un concepto que merece ser revisado, sin duda hay viejos muy jóvenes y jóvenes que llevan en su rostro el signo de una prematura vejez. Sin duda hay jóvenes que no estudian y viejos que, como Petrarca, mueren en la dulce vigilia, con la cabeza apoyada sobre un libro. Dígase pues, simplemente, que estudiante es el que estudia en cualquier edad, y joven es el que tiene, en cualquier edad, las cualidades propias de la juventud. No es difícil hacer el inventario de esas cualidades: el amor al ideal, el repudio de todas las cobardías y todas las opresiones, el enjuiciamiento de todos los principios, la irreverencia iconoclasta, la certidumbre de un futuro mejor.

Ese es el inmenso caudal que manejan los jóvenes estudiantes en la vida universitaria. Y se trata de que no lo manejen como pródigos, porque todo es de todos, porque nada pertenece a nadie definitivamente, y porque también los jóvenes tienen -o tenemos- la triste posibilidad de envejecer.

Yo sé que la juventud es una edad polémica, cargada de dudas y ansiedades, dispuesta a todas las aventuras revisionistas, subyugada a veces por el vigor de las ideas renovadoras (aunque nada acredite la bondad de la renovación) o por el brillo de las palabras elocuentes. Pero no creo que así se justifique la ausencia de una moral, de una ética estudiantil universitaria que ponga coto y razón en el afán de cada día. No ha de olvidar jamás el joven universitario que está en la Universidad -institución de bien público- para recibir una información y 26

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una formación que en principio no tiene, y que la mera circunstancia de su ingreso no constituye ningún género de emancipación civil o de habilitación de edad que autorice a dar por conquistado todo lo que debe conquistarse. La Universidad no es ciertamente un instrumento de maduraciones anticipadas ni un campo de liberación respecto de las leyes civiles o políticas que rigen la comunidad que constituímos. Quien así no lo entienda conspira no sólo contra la auténtica misión de la Universidad sino también contra las bases de nuestra organización republicana.

No ha de olvidar tampoco el joven universitario, aunque viva la edad de la duda y de la controversia y aunque se le reconozca el derecho de revisar escrupulosamente las ideas e informaciones que reciba para rebatirlas o para adoptarlas, que por definición no son sinónimos maestro y adversario y que es cosa distinta la seducción circunstancial que ejerza un talento brillante, del trasiego lento y seguro de la verdad que hará el fondo real de su cultura. Es cierto -lo dijo Shakespeare- que la juventud se revela a sí misma, aunque nadie se acerque a hostigarla. Es cierto -lo dijo Barres- que hasta inspiran poca simpatía los jóvenes que no inician la carrera de la vida renegando. Pero el primer esfuerzo que debe hacer el joven universitario es de disciplina, de contención, de comprensión para gobernar sus nobles potencias y crear las condiciones de paz y de equilibrio en que debe cumplirse nuestra auténtica misión. Nada es más difícil que verter licor de un vaso a otro de pie sobre un tembladeral o mientras menudean los empellones. Y es lástima que el licor se derrame por los suelos cuando pude saciar la sed de muchas bocas ávidas. No ha de olvidar en fin el joven estudiante que lo ha traído o ha debido traerlo a la Universidad es una vocación, es decir una punzada espiritual que lo puso a las puertas de una casa de estudios. Es necesario ser fieles a esa vocación y honrarlas y acariciarla amorosamente en la meditación y en las obras de cada día enfrentando con honestidad las solicitaciones de la conciencia, último y severo juez al que hay que aproximarse en los momentos de decisión y con cuyo silencio cómplice, -lo dijo Estrada- no hay que contar nunca. Queda por añadir que no es la Universidad un refugio de apátridas.

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Lo expresé hace poco y debo repetirlo: la Universidad no forma o no debe formar sólo técnicos que arrojen sus fórmulas contra la luna sino también excelentes ciudadanos que aúnan al rigor de su disciplina científica esa dignidad republicana con que hay que salir al cruce de todas las negaciones anárquicas y todos los despotismos degradantes. La Universidad debe cumplir su misión en la inteligencia de que sus casas de estudio abonan y preservan intereses genuinamente argentinos, y acusan y repelen todas las formas corrosivas de la idea de Patria. La enseñanza no puede darse ni recibirse –escribió Vicente C. Gallo- en sentido diverso ni contrario al que brota de las tradiciones e instituciones del país. El designio irrenunciable de descubrir y mantener siempre vivas las esencias del alma nacional, no es por cierto incompatible con el sueño generoso de una comunidad de naciones que coincida en la estimación de los mismos valores humanos y nos eleve al plano de las más fecundas coincidencias universales.

de grados, títulos y honores. "Los títulos universitarios -ha dicho un Rector de tierra adentro- valen lo que vale el hombre cuya educación acreditan instrumentalmente". Nada más peligroso que “la cultura sin ética y la profesión sin conducta".

Queda visto que el maestro es ante todo un agente de la liberación espiritual; que el profesional es ante todo un agente de la solidaridad humana y de la cooperación; que el estudiante es, en fin, preciosa tierra de cultivo, pero no quieta ni pasiva, porque en ella pugna el misterio de la germinación y arde el futuro.

Una vida lograda es esto sobre todo: una conducta de noble y firme línea moral y una obra de pura y escogida belleza.

En nuestra breve recorrida por los caminos de la ética, partimos del problema ético del hombre para seguir con el problema ético del hombre universitario, en sus napas o estamentos: el maestro, el profesional, el estudiante.

Me apura decir ahora que toda nuestra recorrida ha sido hecha para regresar otra vez al hombre y a la comunidad, preocupación final de un espíritu realmente universitario. En definitiva, el hombre universitario cabalmente formado, cualquiera sea la situación en que reviste, será principalmente un hombre que haya cumplido en sí mismo una extraordinaria empresa de educación, cultivando yermos, desbastando rocas, puliendo aristas, para contemplar y poseer al fin la genuina imagen de su ser intelectual y moral. Llegar a ese estado y mantenerse en él no es sólo cuestión de cursos o de cátedra, ni se acredita exclusivamente con la obtención formal 28

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Ese "hombre de doctrina y moralidad, ese hombre de mente iluminada y recto corazón", tan necesario a la República, es lo que yo pido a la Universidad. Un hombre que tenga su propia concepción del universo, de su naturaleza, de su destino. Un hombre que tenga conciencia de su posición y su misión en la comunidad civil. Un hombre que huya del materialismo decadente, del frenesí de los goces, de las saciedades apresuradas, y que no deje sucumbir su ser moral ahogado por las maravillas de la técnica. Un hombre que sea "una voluntad firme al servicio de una ambición noble". Un hombre, en fin, que haya adquirido conciencia cabal de cuáles son los verdaderos premios y recompensas a que debe aspirarse con denuedo, y sepa, por tanto, que el triunfo más codiciable no es el triunfo del momento que halaga la vanidad y echa las bases del prestigio mundano, sino el triunfo que aclaman siempre los beneficiarios de una obra de bien, concebida y realizada abrazando un sano ideal de mejoramiento común. La Humanidad, la Patria, el Pueblo, la República, piden clamorosamente a las aulas que vosotros dejáis, ese hombre, esa vida, esa obra. Que la Universidad atienda a ese reclamo. Y que vosotros no defraudéis a la Universidad.”

Discurso pronunciado por el decano de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, Dr. Marco Aurelio Risolía, al entregar sus diplomas a los egresados, el 17-VII-1964.

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