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60 Cuchillos en abril Odio a los adolescentes. Es fácil tenerles piedad. Hay un clavel que se hiela en sus dientes y cómo nos miran al llorar. Pero yo...

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Selección de poemas de Pere Gimferrer

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Cetrería Oh tristeza oh mesnadas oh plazuelas marinas neblinosos arbustos oh caído noviembre plataforma del sueño giratorias farándulas arlequinada o vértigo de medusas silentes Oh Oh Oh Oh

corceles del tiempo sobre el mar desbocados girasol perpetuo de confundidas sangres palabras oh rostros oh velamen de plata escrituras miniadas crepitando de imágenes

Mis azores dan caza en la arboleda a un hombre Aquel hombre que fui que seré que voy siendo La sortija en mis dedos en mis ojos la playa La sortija o la muerte como un pájaro suelto Cara y cruz Estremece un aliento las bóvedas Como gritos se abren rosas en el silencio Las veletas metálicas giran en mi pasado Pregón de las espumas sepultando al velero Su oh oh oh

sepulcro fue el mar oh tristeza oh raíces floración de sombras ataúd marfileño mastines de muerte oh lebreles flamígeros jaurías hirientes oh lagunas oh ciervos

Mi almoneda tendida de liana en liana Sobre el pretil calizo la heráldica del viento Quién mi voz estipula quién pujará en mi nombre Contrapesan mi vida las balanzas del tiempo

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Mazurca en este día Vellido Dolfos mató al rey a las puertas de Zamora. Tres veces la corneja en el camino, y casi color tierra las uñas sobre la barbacana, desmochadas, oh légamo, barbas, barbas, Vellido como un simio de mármol más que un fauno en Castilla, no en Florencia de príncipes, brocado y muslos tibios. ¡Trompetas del poniente! Por un portillo, bárbaro, huidiza la capa, Urraca arriba, el cuévano se teñía de rojo entre sus dedos ásperos, desleíase el cetro bordado en su justillo, quieta estaba la luz en sus ojos de corza sobre el rumor del río lamiendo el farellón. Y es, por ejemplo, ahora esta lluvia en los claustros de la Universidad, sobre el patio de Letras, en la luz charolada de los impermeables, retenida en la piel aun más dulce en el hombro, declinando en la espalda como un hilo de bronce, restallando en la yerta palmera del jardín, repicando en la lona de los toscos paraguas, rebotando en el vidrio. Guantes grises, rugosos, pana, marfil, cuchillos, alicates o pinzas sobre el juego de té o baquelita y mimbre. Dios, ¿qué fue de mi vida? Cambia el color del agua, llegan aves de Persia. Kublai Khan ha muerto.

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Oda a Venecia ante el mar de los teatros Las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros. García Lorca Tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos. Con qué trajín se alza una cortina roja o en esta embocadura de escenario vacío suena un rumor de estatuas, hojas de lirio, alfanjes, palomas que descienden y suavemente pósanse. Componer con chalinas un ajedrez verdoso. El moho en mi mejilla recuerda el tiempo ido y una gota de plomo hierve en mi corazon. Llevé la mano al pecho, y el reloj corrobora la razón de las nubes y su velamen yerto. Asciende una marea, rosas equilibristas sobre el arco voltaico de la noche en Venecia aquel año de mi adolescencia perdida, mármol en la Dogana como observaba Pound y la masa de un féretro en los densos canales. Id más allá, muy lejos aún, hondo en la noche, sobre el tapiz del Dux, sombras entretejidas, príncipes o nereidas que el tiempo destruyó. Qué pureza un desnudo o adolescente muerto en las inmensas salas del recuerdo en penumbra. ¿Estuve aquí? ¿Habré de creer que éste he sido y éste fue el sufrimiento que punzaba mi piel? Qué frágil era entonces, y por qué. ¿Es más verdad, copos que os diferís en el parque nevado, el que hoy acoge así vuestro amor en el rostro o aquel que allá en Venecia de belleza murió? Las piedras vivas hablan de un recuerdo presente. Como la vena insiste sus conductos de sangre, va, viene y se remonta nuevamente al planeta y así la vida expande en batán silencioso, el pasado se afirma en mi a esta hora incierta.

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Tanto he escrito, y entonces tanto escribí. No sé si valía la pena o la vale. Tú, por quien es más cierta mi vida, y vosotros, que oís en mi verso otra esfera, sabréis su signo o arte. Dilo, pues, o decidlo, y dulcemente acaso mintáis a mi tristeza. Noche, noche en Venecia va para cinco años, ¿cómo tan lejos? Soy el que fui entonces, sé tensarme y ser herido por la pura belleza como entonces, violín que parte en dos el aire de una noche de estío cuando el mundo no puede soportar su ansiedad de ser bello. Lloraba yo, acodado al balcón como en un mal poema romántico, y el aire promovía disturbios de humo azul y alcanfor. Bogaba en las alcobas, bajo el granito húmedo, un arcángel o sauce o cisne o corcel de llama que las potencias últimas enviaban a mi sueño. Lloré, lloré, lloré. ¿Y cómo pudo ser tan hermoso y tan triste? Agua y frío rubí, transparencia diabólica grababan en mi carne un tatuaje de luz. Helada noche, ardiente noche, noche mía como si hoy la viviera! Es doloroso y dulce haber dejado atrás la Venecia en que todos para nuestro castigo fuimos adolescentes y perseguirnos hoy por las salas vacías en ronda de jinetes que disuelve un espejo negando, con su doble, la realidad de este poema.

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Himno Contemplo el sol y el ritmo del cerezo que estremece sus ramas. Circe, Circe ¿son tuyos estos ojos que puntean la mies, como una noche? No los cierres mas hiñe en mí, oh espada y fiel del día, oh manopla en mi rostro, viva máscara, ocre dogal, oh cepo por quien somos más que quien somos, claridad de un vientre! Cristal, mercurio, tarde: ¡cómo pesa en mis hombros el cobre incandescente de la fruta en sazón! Dicen del hombre que no puede consigo. En todo caso no con su juventud, rosa sin número. Y debe ser. Volvían viñadores y aún el cielo iba rojo por poniente con sentido de hoz. Siégame, siega en los ojos y el sexo, a flor de piel, como puntazo o ácida sutura al borde mismo de los labios. Viene un sordo rumor, megáfonos, sirenas, pesquerías lejanas. Puede el mar saber más que nosotros, y sentencia con su fulgor de escualo. Arena, calcio, madréporas dormidas, oh columna del pasado y presente, estancia yerta donde la luz se esfuma, nieve o sauce! Mas ¿qué redime el tiempo? Piedra, mies, oro mortal, ajorca, qué presea para el rubio Azrael, tiza y carbono. A lo lejos relámpagos invocan, cárdenas trompas. Voluntad de púrpura sobre mis hombros, voluntad de ser más que yo mismo, escudo de ojos tristes. Oh voluntad de estío en llamas. Muerte, sobre la mies soy tuyo.

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Cuchillos en abril Odio a los adolescentes. Es fácil tenerles piedad. Hay un clavel que se hiela en sus dientes y cómo nos miran al llorar. Pero yo voy mucho más lejos. En su mirada un jardín distingo. La luz escupe en los azulejos el arpa rota del instinto. Violentamente me acorrala esta pasión de soledad que los cuerpos jóvenes tala y quema luego en un solo haz. ¿Habré de ser, pues, como éstos? (La vida se detiene aquí) Llamea un sauce en el silencio. Valía la pena ser feliz.

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I Yo, que fundé todos mis deseos bajo especies de eternidad, veo alargarse al sol mi sombra en julio sobre el paseo de cristal y plata mientras en una bocanada ardiente la muerte ocupa un puesto bajo los parasoles. Mimbre, bebidas de colores vivos, luces oxigenadas que chorrean despacio, bañando en un oscuro esplendor las espaldas, acariciando con fulgor de hierro blanco unos hombros desnudos, unos ojos eléctricos, la dorada caída de una mano en el aire sigiloso, el resplandor de una cabellera desplomándose entre música suave y luces indirectas, todas las sombras de mi juventud, en una usual figuración poética. A veces, en las tardes de tormenta, una araña rojiza se posa en los cristales y por sus ojos miran fijamente los bosques embrujados. ¡Salas de adentro, mágicas para los silenciosos guardianas de ébano, felinos y nocturnos como senegales, cuyos pasos no suenan casi en mi corazón! No despertar de noche el sueño plateado de los mirlos. Así son estas horas de juventud, pálidas como ondinas o heroínas de ópera, tan frágiles que mueren no con vivir, no: sólo con soñar. En su vaina de oscuro terciopelo duerme el príncipe. Abandonados rizos en la mano se enlazan. Las pestañas caídas hondamente han velado los ojos como una gota de charol y amianto. La tibieza escondida de los muslos desliza su suspiro de halcón agonizante.

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El pecho alienta como un arpa deshojada en invierno; bajo el jersey azul se para suave el corazón. Ojos que amo, dulces hoces de hierro y fuego, rosas de incandescente carnación delicada, fulgores de magnesio que sorprendéis mi sombra en los bares nocturnos o saliendo del cine, ¡salvad mi corazón en agonía bajo la luz pesada y densa de los focos! Como una fina lámina de acero cae la noche. Es la hora en que el aire desordena las sillas, agita los cubiertos, tintinea en los vasos, quiebra alguno, besa, vuelve, suspira y de pronto destroza a un hombre contra la pared, en un sordo chasquido resonante. Bésame entre la niebla, mi amor. Se ha puesto fría la noche en unas horas. Es un claro de luna borroso y húmedo como en una antigua película de amor y espionaje. Déjame guardar una estrella de mar entre las manos. Qué piel tan delicada rasgarás con tus dientes. Muerte, qué labios, que respiración, qué pecho dulce y mórbido ahogas.

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El cuerno de caza Para quién pide el viento de esta tarde clemencia En los arcos de otoño qué susurra el zorzal Con sirenas de buques a lo lejos la ausencia Oh capillas nevadas de la noche y el mal cetrería de oros y de bruma imperial bella presa halconeros un amante desnudo presa de luz de viento de espacio de bahías todo su cuerpo en llamas un puñal un escudo lebrel en los pantanos qué luz de cacerías Para mí sólo amor por mí sólo vivías No es hablaros de oídas de cuchillos y sedas ni proyectar historias en los cuartos oscuros Cuando todo se ha ido sólo tu amor me quedas no quiero hablar entonces de estanques ni arboledas sólo el amor nos hace más solemnes más puros En la noche de otoño no me valen conjuros En la glacial tiniebla de las calles la luna. lleva guantes de plata muerta y fosforescente Al acecho en la esquina ninguna voz ninguna me llamará mi amor dulce cuerpo presente Como si hubiera vuelto la niñez de repente oh borrosas imágenes cristal esmerilado densa penumbra denso silencio en los pasillos de puntillas andamos el viento en los visillos las ventanas el agua aquel cuartó cerrado A oscuras muy despacio no sé quién me ha besado Qué me han dado que todo resplandece y se esfuma Qué diluye los rostros en su luz misteriosa Los armarios se abren cae del libro una rosa Rueda en la playa un aro al jardín de la espuma Sí recuerdo mi vida Que el amor la consuma Estos focos que ciegos en la noche no cesan de recorrer palacios y ciegas galerías del país del amor encendidos regresan cuando unos labios a otros labios temblando besan cuando tú amor a mi lado palidecías Y la muerte de blanco soltará sus jaurías

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Homenaje a Edgar Allan Poe Topando desvalidos en la llama los ciegos halcones En la ciudad las nieblas el estío que mata a los venados oh pobre corazón oh pobre corazón hierro y jazmines polvo vidrios acribillados a balazos fotografías rasgadas estuches vacíos una mujer desnuda con suavidad las lentas cortinas del crepúsculo los presagios A esta hora mis ojos que quedaban vacíos pensando en el bosque Cielo tenso maroma tendida del que soy al que fui a pulso solamente a pulso solamente y muero casi nadie llora en la infancia nadie llora por mí una garza plie ga sus alas heridas y muere en el dorado esplendor de las marismas Príncipe azul calesas el mar en los hangares La muerte como un revólver y unos guantes sobre la mesa Este rostro es mi rostro

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1960 Súbito, en las oscuras balaustradas, un rostro, una azucena tronchada ante el poniente de cristal, un martín pescador abatido en el hueco de la escalera, unas manos que tiemblan como la noche helada. De puntillas volviendo en la noche, de puntillas, amor de quince años. Pasan automóviles negros como un susurro de sedas en la cálida noche de los mambos, violeta encendida, sacrificio a la penumbra azul de las pistas de baile! Con un punzón en el pecho, con un punzón en los labios, con una rosa en las manos, Paul Anka canta como la lluvia en el oscuro setiembre. La estación de la bruma y las destrucciones abate galerías de cristal, dones del agua y de la noche, sirenas como cálices de espuma. Como un frufrú de faldas, oh mi dulce damita. Todavía mi abuelo leerá Rojo y negro al final del pasillo, viendo gotear el jardín sombrío tras los cristales empañados. Esta voz es la suya. Qué humedad, qué silencio. Alguien me da la mano y es el balcón, el grito de los vencejos, los tranvías dorados en el denso crepúsculo, el fantasma de Robert Taylor como la muerte en los cines, los pómulos de las chicas del Instituto y sus carteras bajo el brazo y sus sonrisas, diríase que todas tienen los ojos azules.

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Elegía Morir serenamente como nunca he vivido y ver pasar los coches como en una pantalla y las canciones lentas de Nat King Cole un saxofón un piano los atarcederes en las terrazas bajo los parasoles esta vida que nunca llegué a interpretar el viento en los pasillos las ventanas abiertas todo es blanco como en una clínica todo disuelto como una cápsula de cianuro en la oscuridad Se proyectan diapositivas con mi historia entre el pesado olor del cloroformo Bajo la niebla del quirófano extrañas aves de colores anidan

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Unidad A Marie José y Octavio Paz

Dictado por el crepúsculo, dictado por el aire oscuro, el círculo se abre y habitamos en él: transiciones, espacio intermedio. No el lugar de la revelación, sino el lugar del reencuentro. La espada que divide la luz. Del ojo a la mirada, la claridad permanente, el ámbito de los sonidos, la campana que clausura la visión terrestre como el ojo inexorable de la forma floral fija el fuego de un carbunclo. Este ojo ¿ve mi ojo? Es un espejo de llamas el ojo que ahora me ve. Con sonido de poleas, los ejes de la noche. Desarbolada, se derrumba la oscuridad y, a tientas, el sol conoce la noche.

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País de Antoni Tàpies Trae el invierno el color de este polvo de mármol. Arde una fragua de claridades verdes bajo la luz visible de las ramas, tan claras por tan desnudas, el cercado de los incendios de abril. Nos pertenece un país palpitante de agua y de hierba, un gotear de nieblas en el desfiladero del cielo. El polvo de mármol, la piedra, el cartón y la chatarra han recibido el legado de las estaciones, la herencia del tiempo que rodea al hombre, el oro ceremonial y el verde trémulo, el azul nocturno y el azul que ven unos ojos cerrados en el anillo de oscuridad que enciende las apariencias. Nos pertenece un país, un legado, el alto ejemplo de la claridad de los álamos y la ventana desnuda que ve la transparencia del vacío total. Un país para volver a él, más adentro que lo que pedimos, y más adentro aún que lo que nos podremos atrever a soñar: un país donde la oscuridad fuese conciliación del espacio y el hombre, como la raíz del espacio aferrada al subsuelo, como la raíz del subsuelo aferrada a las minas negras del flrmamento. Volver a él es como volver al país donde no nacen ni mueren los instantes: presentes, irreductibles, rehusados al recuerdo, son sólo conocimiento. Como la mano, como el cuerpo, como la mente febril, todo el ser ha dejado de arañar el entorno. Ahora ha llegado el tiempo de esperar y conocer, tiempo de herramientas sumergidas en el agua de los desvanes, la navegación de escombros, monasterio de sábanas y moho, país de esta sangre. Tiempo de hombres que han hallado súbitamente un ámbito: la pura nitidez de saberse vivientes.

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Un poema, autógrafo e inédito, de Pere Gimferrer