La muerte del texto: El autor como personaje en “Noche sin fortuna

ha sido traducida al inglés, al francés y al italiano. De manera póstuma han sido editadas una colección de cuentos, Angelitos empantanados o Historia...

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La muerte del texto: El autor como personaje en “Noche sin fortuna”, de Andrés Caicedo Por Gustavo Arango State University of New York – Oneonta Abstract La novela póstuma de Andrés Caicedo, “Noche sin fortuna”, es un texto donde las fronteras entre realidad y ficción se desdibujan. Lo que empieza siendo una historia más de jovencitos desorientados, termina siendo un revelador testimonio sobre un escritor que padece el desencanto frente a su tarea. Para Albert Camus, el escritor es “el más absurdo de todos los personajes”. Esta ponencia se propone reflexionar, a partir de la novela de Caicedo, sobre la figura del autor como personaje absurdo y sobre los problemas de edición de una obra donde la vida del autor y sus ficciones se confunden.

La muerte del texto: El autor como personaje en “Noche sin fortuna”, de Andrés Caicedo Por Gustavo Arango State University of New York – Oneonta Abstract

El viernes 4 de marzo de 1977, el día en que recibió una de las mayores alegrías de su vida, el escritor colombiano Andrés Caicedo se suicidó con

sesenta pastillas de seconal. Esa mañana había recibido por correo el primer ejemplar impreso de su primera novela, Que viva la música, editado por el Instituto Colombiano de Cultura en su “Colección Popular”, cuyo lanzamiento estaba previsto para el mes de abril. Tenía veinticinco años de edad y un prestigio que empezaba a trascender las fronteras de su país. Muchos lo habían escuchado decir que vivir más allá de los veinticinco años era una vergüenza. Su suicidio parecía el gesto apropiado para alguien decidido a estar a la altura de sus palabras. La producción literaria de Andrés Caicedo fue precoz e intensa. A los doce años de edad empezó a escribir “cuentos nihilistas y desamparados” (Romero 7). De esa época es su primer cuento conocido, “La estatua del soldadito de plomo”, que narra la historia de un joven dispuesto a asistir a una fiesta de adolescentes pero a quien su excesiva actividad mental, sobre todo lo que ocurría a su alrededor, lo entorpecía y paralizaba. Caicedo publicó una serie de cuentos, entre ellos “El atravesado”, “Berenice”, “Maternidad”, “Canibalismo”, “El tiempo de la ciénaga”; escribió piezas teatrales, como “Esperando al nuevo alumno”, realizó numerosas adaptaciones teatrales de obras como “Las sillas” y “La cantante calva” de Ionesco; escribió guiones cinematográficos, adelantó una importante labor de crítica cinematográfica1 y escribió una novela, Que viva la música, que ha superado las veinte ediciones y ha sido traducida al inglés, al francés y al italiano. De manera póstuma han sido editadas una colección de cuentos, Angelitos empantanados o Historias para jovencitos, y la novela inconclusa Noche sin fortuna.

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Sus escritos sobre cine, incluido un diario de viaje a los Estados Unidos para asistir al Festival de Cine de Nueva York, fueron recopilados y editados en el año 2001.

En el contexto de la literatura colombiana, Caicedo es uno de los primeros escritores que asumen de manera plena la temática de lo urbano. Si bien ha sido casi un lugar común afirmar que la literatura colombiana ha vivido bajo la sombra de García Márquez, que los nuevos escritores no han podido sustraerse a la influencia del autor de Cien años de soledad, una mirada más atenta a lo escrito en los últimos 30 años en ese país puede revelarnos que la influencia de Caicedo es tanto o más poderosa. Además de la fascinación y la leyenda generadas por las circunstancias de su muerte, Caicedo encontró la voz apropiada para reflejar la nueva sociedad colombiana a partir de los años setenta: cuando la violencia se trasladó a las ciudades, cuando el fenómeno del narcotráfico trajo consigo una aguda crisis de valores, y cuando la intolerancia se tradujo en escuadrones de muerte, eufemísticamente llamados de “limpieza social”. Los personajes de Caicedo son siempre jóvenes que no consiguen encontrar su verdadera identidad, en medio de un ambiente hostil donde sólo los más agresivos sobreviven. En Que viva la música, la “rubia” protagonista no consigue encontrarse a sí misma entre dos mundos, entre dos formas de alienación –el rock y la salsa- que la obligan a asumir conductas enajenantes. En “Maternidad”, la mujer es representada como una simple herramienta de reproducción al servicio de un hombre cuya obsesión por el orden alcanza dimensiones

criminales.

En

algunos

textos,

como

“El

atravesado”

o

“Canibalismo” la violencia es un elemento primordial en la vida cotidiana de los personajes. Puede decirse que violencia y lenguaje coloquial son algunos de los rasgos más notorios de la obra de Caicedo. Es notoria la presencia del discurso oral en casi toda su obra. Muchas de sus obras aparecen presentadas desde la

voz de personajes, como monólogos, casi siempre desencantados, irónicos, violentos con la palabra, pero a la vez poseedores de una inocencia que los redime. Sus discursos son una constante labor de destrucción que no parece tener causas ni motivos precisos y que prefigura ese texto subyacente que al mismo tiempo es poética y filosofía de vida: “Vivir más de veinticinco años es una vergüenza”. Un estudio sobre la reciente literatura colombiana, con sus jóvenes sin futuro, con la fascinación por la figura del sicario y por la violencia en todas sus formas, también con su culto al discurso callejero en contraposición a un buen decir que recuerda y representa las oligarquías que condujeron al país a su situación actual, debe considerar la obra de Caicedo como un punto de partida, como el momento en que esa realidad encontró la voz que la representaba. Para este estudio, sin embargo, me interesa más Caicedo en su relación con el absurdo. Como he dicho, Caicedo realizó adaptaciones de obras teatrales de Ionesco, uno de los principales representantes del teatro del absurdo. Es conocido también su interés por la obra de Harold Pinter, representante del teatro del absurdo norteamericano, y por las novelas de Herman Melville, quien era para Camus el autor de una de las primeras obras auténticamente absurdas: Moby Dick. Los textos de Caicedo también representan a los personajes enfrentados a esa sensación, a la realidad de la muerte, al preguntarse por qué, al sentirse perdidos en medio de un mundo al que se le borran sus perfiles humanos. Quiero, sin embargo, llamar la atención sobre un pasaje poco considerado dentro de la obra de Caicedo, un par de fragmentos publicados como apéndices de la novela inconclusa Noche sin fortuna.

Un año antes de su muerte, Caicedo escribió en una carta que estaba trabajando en un texto “muy violento”, titulado Despezcueznarizorejamiento . Para Sandro Romero Rey, editor de las obras póstumas de Caicedo, ese texto es el que finalmente se ha conocido como Noche sin fortuna: Noche sin fortuna es una novela furiosamente juvenil, ingenua, descarnada, trágica, terrible y divertida. Una vez más, los jovencitos burgueses salen de sus casas a una banal fiesta de quince años y, poco a poco, el mundo se va convirtiendo en una “burbuja de horror” (Romero 11) La novela “inconclusa” de Caicedo fue publicada por primera vez en 1986, según sus editores: “tal como lo encontramos, anexándole dos extensas notas donde el autor reflexiona sobre sus personajes y sobre el tratamiento general del texto” (Romero 11). En la reedición de la novela, hecha en 2002, los mismos editores consideran “dignas” de incluir esas dos notas. La primera aparecía en el manuscrito intercalada en un párrafo cerca del final, la segunda figura como una reflexión paralela. Este hecho no pasaría de ser una simple curiosidad editorial, de un manuscrito que no llegó a tener una versión final, si esos pasajes no fueran tan significativos y si aquello que los editores consideran notas no fuera parte integral del texto. Pocas páginas antes de que el manuscrito se interrumpa definitivamente, justo en medio de uno de los párrafos cruciales de la historia, cuando Antígona, la mujer devoradora se dispone a “comerse”, literalmente, al protagonista Solano Patiño2, se produce una separación entre el autor y su texto, una escisión que nos muestra al autor en el momento de verse y sentirse a sí mismo como el más absurdo de todos los personajes. Pero lo que el lector encuentra, al momento de leer la novela, es

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En Cali, la ciudad natal de Caicedo y el escenario de casi todas sus obras, el nombre Solano Patiño suele asignársele a las personas solitarias o con dificultad para relacionarse con los demás.

una versión depurada de ese momento de lucidez. Sólo un pequeño asterisco en la edición de 2002 indica el momento en que el aliento ficcional se rompe y Caicedo experimenta el absurdo de su tarea: Dejábamos una especie de estela café y zapote al alejarnos, y el amor aullaba, el mar cambiaba de lugar de una noche a otra, de un día a su noche, la noche esta primogénita que ha traído mi estado último, mi independencia de las normas. Las montañas, alejadas por el mar, se quejaban en esa lejanía. Y el río no decía ni mú, atontado como estaba con tanta repentina disposición geográfica*. Para interrumpir en algo una calma así, alargué mi brazo y le toqué el pelo (Caicedo, 203). Lo que ese asterisco indica, lo que ha sido eliminado como consecuencia del criterio editorial, puede ser justamente uno de los principales valores del texto de Caicedo. En Noche sin fortuna Caicedo trató de volver sobre los temas y personajes de todas sus obras previas. Sus mismos editores consideran que es “el testamento literario de su autor” (Romero 13). Señalan incluso que todo el texto está plagado de descripciones autobiográficas y de “continuas trampas, las cuales serán, a la postre, de preferencia del autor para reflexionar sobre sí mismo” (11). En esas aparentes digresiones, Caicedo reflexiona sobre sí mismo, sobre su vida cotidiana y lo que lo rodea mientras escribe, sobre su historia, sobre sus personajes, y proyecta episodios que nunca escribirá. Los editores se preguntan si estas digresiones no son acaso “otra manera de 'colarse' en lo narrado” (221), pero fallan en identificar las digresiones como parte del texto. Al leer lo que dice el asterisco, las ocho páginas que aparecen como un apéndice, queda la sensación de que es justamente allí donde la obra de Caicedo alcanza su mayor profundidad. Como reincidencia en viejos temas y personajes, la obra parece repetitiva y errática. Pero como testimonio del fracaso de un autor en sostener

la

ficción,

la

obra

adquiere

una

perspectiva

distinta,

el

desmoronamiento de la ficción representa el desmoronamiento del autor mismo. Una edición del texto que respete esos cambios de planos lo acercaría a las dimensiones de una obra como El zorro de arrriba y el zorro de abajo, de Arguedas, donde se restituye trágicamente la conexión entre el autor y su obra. Los editores parecen haber caído en una de las trampas que proclaman al eliminar el momento en que autor y texto se enfrentan al absurdo, esa “incalculable caída en la imagen de lo que somos” (Camus 27), ese momento en el que Caicedo abandona su historia (o viceversa) y se queda viendo lo que es: un solitario que trata de unir letras para formar palabras. Las montañas, alejadas por el mar, se quejaban en esa lejanía. Y el río no decía ni mú, atontado como estaba con tanta repentina disposición geográfica. Oh, interrumpo esta página para pensar que escribo sintiendo un vacío en el estómago y un dolor en la espalda, escribo porque la máquina es suave y porque hay gente pendiente del teclear de cada letra, de mi intento de unir las letras para formar palabras, palabras que tejan un sentido, una verdad y que sean, además, bellas, ardientes en la aridez de mi pensamiento, hoy, sacando la cabeza por uno de tantos buses pensaba: “No seré capaz de escribir más” (…) En el apartado aéreo no había nada, y la sexta fue árida y ardiente. Se me ha ocurrido, una vez más, retomar el “PRONTO: Diario de una cinesífilis”, en forma de novela. Sería muy fácil, la pura verdad, muy de corrido Para interrumpir en algo una calma así, alargué mi brazo y le toqué el pelo (Caicedo, 203; el comienzo y final de la parte del texto convertida en apéndice aparece en itálicas). Pocos pasajes nos ofrecen una perspectiva más clara de lo que es un escritor consciente de su propio absurdo. La idea de que no será capaz de escribir más la acepta con calma: “no me horroricé en demasía, no como en las madrugadas, hasta recibí buen aire por la ventanilla del bus y sonreí” (222). Sabe también que seguir escribiendo es la única defensa contra la nada: “Si interrumpo este teclear se va a crear un vacío, una falta de algo en esta oficina” (222). En esta frase resulta también interesante la condición sonora de la

escritura. Como he dicho, son pocos los textos donde el acto mismo de la escritura aparece representado directamente. Es posible incluso que el principal personaje sea un escritor, sin que la materialidad de la escritura y su condición de hecho físico aparezcan representadas. Aquí la escritura es sonido, es música, y resulta ineludible señalar la importancia de la música en la obra de Caicedo. El título de su novela Que viva la música, ya nos da una idea de esa importancia. Casi siempre sus personajes están en función de escuchar música o de hablar sobre ella. El mismo discurso de los personajes parece participar de una musicalidad que el autor real no poseía. Caicedo tenía severos problemas de habla y la locuacidad de sus personajes parecía ser una compensación a esos problemas. A través de la escritura, Caicedo no sólo crea personajes y situaciones, sino que se crea a sí mismo como la persona que no consigue ser en el trato cotidiano con los demás. La escritura es lo que convierte en superioridad las desventajas de su vida personal y Caicedo es consciente de la vanidad de lo que hace, se sabe observado, percibe la reverencia que su oficio inspira: "Seguro que todos pensarán: 'Cómo escribe el muchacho' ” (222). En este fragmento observamos también uno de los rasgos distintivos de la escritura: la separación, la alienación (para emplear un término del absurdo) entre el autor y su texto. Caicedo habla de la distancia que empieza a sentir frente a su novela: “En lugar de estar escribiendo esto, interrumpiendo páginas de una novela a la que ya no tomo con las ganas de hace seis meses, debería continuar el diario de reflexiones sufrientes en torno al cine que comencé en Los Angeles” (222). Lo importante es acumular palabras: “Escribo Los Angeles y no L.A. para alinear más palabras” (222-3). El autor se siente representando un espectáculo, se sabe personaje: “varias muchachas pasan y una me mira, miro

la cámara y me mira ahora, ja, que chiste” (223), y asiste al momento en que se hace consciente de que aquello que escribe es él mismo en el acto de ser, para decirlo en sus palabras, él mismo es su texto, es su propia “textura”, pero es una textura que parece ya muerta en el momento de surgir: Qué gracia, he puesto ´106´ arriba de esta página, cuando esta página (otra repetición para ganar espacio) no pertenece a nada, supongo que no la botaré, pero arrumada quedará a una pila de papeles que irán cobrando esa horrible textura que no es de mugre ni de polvo común, que es la textura mía (223). En estas ocho páginas que son uno de los testimonios más vivos que tenemos de un escritor experimentando el desencanto frente a su oficio, Caicedo cuestiona su “persona” pública, su imagen de intelectual que ya empezaba a hacer de él un mito: “En realidad no conozco a fondo nada, ni el inglés, ni Poe, ni Hitchcock, ni las artes de la escritura” (224). Pone también en entredicho su capacidad para crear personajes separados de sí mismo, recordándonos de paso que el autor es también un personaje del texto que leemos, que no interesa ya por lo que quiso decir, sino para ayudarnos a tener siempre presente, en el momento de leer, que la vida real y vivida es el referente de todo texto literario, que detrás y delante de cada frase ha habido y habrá emociones, sentimientos, conciencia de estar vivos y muriendo. También hay expectativas monetarias: “He recortado las bases del segundo concurso de novela de Novaro México, dan 125 mil pesos mexicanos, que serían como qué, ¿cómo cuántos dólares? ¿Podría tener yo una novela para octubre de este año?" (226). Caicedo expresa incluso la necesidad de una nueva poética, tal vez sin ser consciente de que eso que plantea es justamente lo que hace:

Escribir cosas como las de ahora me gusta, podría hacer una especie de gran cuadro a través de una sola conciencia pensante, pensando y muy sufriente, que vaya cogiendo manifestaciones de la juventud, locuras, paisajes, culturas, muchos títulos de muchas cosas, y así, en espacio corrido y mi papá no tendría oportunidad de decirme que lo que escribo son cosas sujetas a la moda y pendejadas. Escribiría una novela como la de Juan Benet, renunciaría a mi picaresca, a mi narración de los hechos en forma muy lineal, a mi sentido o intuición de lo clásico. Sería más fácil escribir una novela así. Pero escribir algo, carajo (226). Esa “sola conciencia pensante” bien puede ser el escritor mismo. De hecho, como lectores de diversas obras de un mismo autor solemos tener siempre presente en nuestras lecturas esa conciencia unificadora. En el momento en que aceptamos y somos conscientes de que obras distintas y de diversos matices corresponden a un mismo autor, no sólo tratamos de encontrar continuidades y recurrencias, también estamos aceptando que el autor es una presencia que gravita sobre el significado del texto. Es notoria la relación de este fragmento de Caicedo con el cuento de Felisberto Hernández, “Nadie encendía las lámparas”, cuando se piensa que en ambos casos está representado un autor que se siente distanciado de su propia creación. Lo que le confiere una intensidad distinta al texto de Caicedo es que el desapego se produce en el momento mismo de la escritura y este fracaso insiste en invitarnos como lectores a establecer una relación entre el suicidio del autor y el tono compasivo con que piensa en la necesidad de un desenlace para los personajes, en el casi alivio que supone la muerte: Qué dolor de espalda el que tengo. Pobre Solano Patiño. La resurrección de Danielito Bang. Que fuera acumulando sufrimientos insoportables, Solanito, y que se los organizara y se los pudiera narrar, que llegara cuanto antes a la casa de Antígona y allí se lo comieran todo, que muriera, que muriera rápido, que pudiera empezar una mañana de primavera (aquí no la hay) el capítulo narrado por la madre de Danielito Bang, un capítulo sin

otro propósito que el de la poesía de David “Jerusalén”: la descripción de la dicha (227). El

segundo

fragmento

publicado

como

apéndice

tiene

un

tono

desesperado. Al principio parece sólo un perfil de uno de los personajes de la historia, Danielito Bang, quien le ayuda a Antígona a conseguir los muchachos que ella devora. Aquí también la escritura protege del vacío: “Mientras esta máquina esté sonando, me siento protegido como por una cortina de humo, y eso está bien. Mientras mis dedos estén produciendo ruidos…” (236). Lo que se escribe interesa poco o nada a quien lo escribe, en lugar de evocar palabras con sonidos específicos y con intención de significado, aquí sólo interesa seguir haciendo ruido. Aquí la escritura no es el signo escrito de vocablos, de expresiones sonoras, aquí sólo es un artefacto que protege del silencio y del vacío. En este segundo fragmento la sensación de extrañeza, de distancia, que Caicedo siente frente a su texto y frente a sí mismo es mucho mayor: “Ya no sé ni lo que hago, ya no sé ni lo que digo” (237). La distancia frente a los personajes es también más grande: Tengo a Solano Patiño con su destino suspendido en mitad de la noche sin fortuna, y su noche no me da pa más. Tengo a Antígona sin poderlo terminar de devorar. Tengo a Danielito Bang tirado del carro dando vueltas como un loco por la ciudad, y sin encontrar consuelo. Tengo ganas de salir ya, o irme volando en ayuda de Danielito, anda a descargarte, no sea que te cojan y te encanen, feliz que vas con tu cargamento de destrucción en el bolsillo, si vas por mitad de la calle que te encuentren mis palabras (239). Y las palabras lo encuentran. En la parte final de este fragmento, Caicedo parece meterse dentro del personaje de Danielito Bang. Pero antes de

fundirse con su propio personaje, divaga, piensa en concursos literarios, en artículos de cine y habla, a través de su escritura, con su hermana Rosario3: Todo es mío y todo me anima, como diría mi siempreviva. Serás el sol y el libro y volverás a cantar en ti, esto va dedicado a mi hermana, que me escuche, Rosario, escúchame a la distancia, en tu verano lejano y ardiente, escúchame, ¿qué haces, qué estudias? ¿Contacto hecho, verdad? Entonces hablo. Tengo una carta, un sobre cerrado para ti, una carta que jamás enviaré, 3 páginas terribles que escribí pensando en ti, porque sólo tú me podías escuchar, porque por haberte fallado a ti, sufría, porque mi vergüenza era imaginar que me vieras, que me avergonzaras con tu lástima y tu decepción y así somos todos Julius, sufrimos y sufrimos y todos quieren que sigamos (240-1). Caicedo piensa en el sufrimiento que le espera a su personaje a medida que se interne en el mundo de la droga. Es evidente la relación entre ese sufrimiento y el “cargamento de destrucción” que Danielito lleva en el bolsillo. Pero confía aún en que ese sufrimiento puede redimir a su personaje de algún modo y espera situarlo, en el capítulo que nunca llegó a escribir, al lado de su madre, “en días de eterno veraneo” (239). Quizá entonces se justificarían la soledad, el vacío y el miedo que antes iría a ser necesario experimentar: Sería bueno que una vez te diera la tembladera y la pálida, ¿me oyes?, y la pérdida del equilibrio, y que no tuvieras en quién apoyarte, que cayeras al suelo y berriaras allá, hermano, para que veas lo que es estar desamparado y sin utilidad, sin sentir el alma en cada hueso, en cada hueso mío, ayudando a comprenderte, niño rico (239). El fragmento termina con Caicedo encarnando a Danielito Bang, deseando someter su voluntad a la de Antígona, esa personificación devoradora de la muerte, ofreciéndole sus servicios de alcahueta y pidiéndole que lo rescate

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Rosario Caicedo reside en Estados Unidos desde hace más de treinta años. De todas sus hermanas, fue quien tuvo una relación más estrecha con el escritor. Andrés Caicedo pasó varias temporadas en su casa en New Haven. Juntos trabajaron en la versión en inglés de los guiones cinematográficos que Andrés Caicedo trató de vender a Roger Corman.

de su extravío por las calles. “Ven, ven por mí” (242), son quizá las últimas palabras de un texto donde Caicedo hizo de sí mismo el personaje principal. Resulta imposible eludir el hecho de que la muerte física del autor gravita sobre estas líneas. En el momento mismo de la escritura, Caicedo se hace conciente de que la muerte lo devora. Tiene problemas de depresión y de drogas. Sufre penosas molestias estomacales. Siente el deterioro de sus facultades mentales. Ya ha intentado una vez suicidarse y, para sus amigos y familiares, era de esperarse un nuevo intento de suicidio. La figura de Antígona, al lado de un diálogo directo y a distancia con su hermana Rosario, nos sugiere la idea de que ya se siente muerto, que sólo aspira a ser sepultado. Pocos casos como el de Andrés Caicedo revelan en forma tan clara el hecho de que un autor es también un personaje, que su vida (o mejor la versión que él y otros hacen de ella) puede ser leída e interpretada como un texto literario. También pone en evidencia que muchas veces –quizá más de las que admitimos- leemos un texto en relación con la vida de su autor. Los textos que aluden directamente a la escritura traspasan un límite que la ficción más convencional se niega a cruzar. Como ya lo hemos dicho, uno de los primeros lugares hacia donde apuntan los textos es hacia el proceso mismo de escritura del cual el texto es resultado. Quizá no es muy aventurado concluir que todo texto donde el lenguaje deja de ser medio y se convierte en objeto es un texto que busca despertar conciencia. En principio se trata de despertar conciencia sobre el proceso mismo de escritura. En un nivel más amplio, conciencia de los procesos a través de los cuáles producimos significado. El suicidio de Caicedo es un gesto que puede ser objeto de múltiples interpretaciones. Podemos verlo prefigurado en sus escritos. Podemos pensar en

una concepción argumental de la propia vida (como un guión de película que termina por gobernar la voluntad de su autor). Podemos retomar las ideas de Camus sobre el suicidio como el principal problema filosófico. Pero en el momento en que pensamos que el suicidio es real, en el momento en que sabemos que hubo una carta de suicidio donde el móvil parece ser amoroso – Caicedo mismo decía que si un día encontraba el amor, éste lo destruiría–, en el momento en que pensamos que hay unos diarios que la familia de Caicedo está decidida a no publicar en muchos años, nos encontramos frente a un hecho que muchas veces se nos escapa en los estudios literarios: que todo texto, incluso los textos de ficción, nacen en la realidad, que son ellos en sí mismos realidades y que, por esa misma razón, nunca es posible alcanzar un entendimiento completo, llegar a una verdad última sobre ellos. Como he dicho, me interesa tener presente esa fusión del texto y su autor que algunas disciplinas, en particular las derivadas del estructuralismo, han pretendido ignorar. Todo texto donde se representa el proceso de crear significado –aun la incapacidad para hacerlo-, es un texto que le habla al lector de los procesos a través de los cuáles le da significado a su vida. Si consideramos que todo escritor interpreta su propia vida en el proceso mismo de escribir, podemos concluir que todo texto es, en principio, el testimonio de alguien que indaga por el sentido de su vida y quiere dejar testimonio de esa búsqueda. Para Caicedo, el sentido de su vida estaba en la escritura misma, sin importar lo que escribía. Hacer historias del modo como las venía haciendo, con retratos irónicos de su sociedad y personajes llenos de agudeza, empezaba a parecerle demasiado fácil. “Sería muy fácil, la pura verdad, muy de corrido” (229). Pero la misma facilidad con que empezaba a crear sus ficciones hacía que

perdiera interés en ellas. Hay, en el héroe absurdo, una cierta veneración de la dificultad. Si la piedra de Sísifo tuviera que ser empujada en un terreno plano, quizá su heroísmo y su alegría derivarían hacia la desesperación. La dificultad es un rasgo del héroe absurdo que Camus no destacó suficientemente, pero que está en el centro de su reflexión al elegir la narrativa, y no la poesía, como el espacio donde debía librarse el combate del absurdo. En el caso de Caicedo, la gran dificultad consistía en verse a sí mismo, en escribirse a sí mismo en el momento de ser, y descubrir que su historia había sido concebida y ordenada con un sentido trágico –fatalista- del que ya se sentía sin fuerzas para escapar.