La Gaceta del FCE, septiembre de 2007 - Fondo de Cultura

número 441, septiembre 2007 la Gaceta 1 Sumario La sombra 3 Miguel Ángel Moncada Muerte física y muerte espiritual 4 Louis Vincent-Thomas Acerca del s...

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Septiembre 2007

Número 441

La danza de la muerte



Louis Vincent-Thomas



Elías Canetti



Jean Baudrillard



Zoran Pešic´



Mircea Eliade



Claudio Lomnitz



Iván Illich



Ernest Becker



Miguel Ángel Moncada

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a Sumario La sombra Miguel Ángel Moncada Muerte física y muerte espiritual Louis Vincent-Thomas Acerca del sentimiento de cementerio Elías Canetti La economía política y la muerte Jean Baudrillard El feto maquinador Zoran Pešic´ La “barca de los muertos” y la barca chamánica Mircea Eliade El significado de la muerte Claudio Lomnitz La muerte Clínica Iván Illich La transferencia como temor a la muerte Ernest Becker Historia trágica de la literatura de Walter Muschg Por Beatrice von Matt

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Imágenes de portada e interiores: Vlady

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a Directora del FCE Consuelo Sáizar Director de La Gaceta Luis Alberto Ayala Blanco Editor Moramay Herrera Kuri Consejo editorial Consuelo Sáizar, Ricardo Nudelman, Joaquín Díez-Canedo, Martí Soler, Axel Retif, Tomás Granados Salinas, Álvaro Enrigue, Mayra Inzunza, Miguel Ángel Moncada Rueda, Max Gonsen, Juan Carlos Rodríguez, Paola Morán, Citlali Marroquín, Geney Beltrán Félix, Miriam Martínez Garza, Fausto Hernández Trillo, Karla López G., Héctor Chávez, Delia Peña, César Aguilar (Colombia), Marcelo Díaz (España), Leandro de Sagastizábal (Argentina), Oscar Bravo (Chile), Susana Acosta (Brasil), Pedro Juan Tucat (Venezuela), Doriana Razo (Estados Unidos), Carlos Sepúlveda (Centroamérica), Rosario Torres (Perú). Impresión Impresora y Encuadernadora Progreso, sa de cv Formación Ernesto Ramírez Morales Versión para internet Departamento de Integración digital del fce www.fondodeculturaeconomica.com/ LaGaceta.asp La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor responsable: Moramay Herrera. Certificado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedidos por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.

Todos vamos a morir. Sin embargo, nadie cree que morirá. La muerte está cubierta por un velo de insubstancialidad que provoca su propio olvido: evento hipotético de un futuro postergado por la inconsciencia del presente. De hecho, este olvido es la condición de la normalidad del común de los individuos. La conciencia de muerte, por el contrario, implica un tipo de existencia muy peculiar, lacerada por la lucidez exacerbada de cada instante. La muerte es la única certeza con la que contamos, todo lo demás se pierde en el vacío de la incertidumbre. Pero también es nuestro consuelo más preciado contra la carrera despiadada de la existencia, plagada de dolor, estupidez y buenas intenciones…, buenas intenciones que generalmente se trasforman en un tipo de estolidez imbatible —ya Lichtenberg había señalado que no hay nada peor que los estúpidos entusiastas, es decir, en este caso, aquellos que piensan que la muerte es el mal por excelencia de la humanidad. La muerte es la eterna compañera del hombre, sin adjetivo alguno. La forma en la que se la vive depende de la ideología o del código de valores que imperen en las distintas sociedades y culturas. El Fedón de Platón, por ejemplo, no es otra cosa que una guía para saber encontrar el camino correcto en el inexorable viaje hacia la muerte. Casi todas las culturas llamadas arcaicas contaban con una serie de creencias y valores compartidos que hacían más llevadera la convivencia con la vieja Parca. En algunos lugares la verdadera vida es concebida allende el horizonte de la existencia terrena. Sin embargo, las sociedades modernas decidieron condenarla hasta convertirla en una anomalía que contraviene los derechos humanos, por ejemplo, el derecho a tener una vida longeva, no importando que en el transcurso se diluya en dolor y frustración constantes. Iván Illich ironiza al respecto: “Conozco el caso de una mujer que intentó matarse. La llevaron al hospital en estado comatoso, con dos proyectiles alojados en la columna vertebral. Empleando medidas heroicas el cirujano logró mantenerla viva y considera ese caso una doble hazaña: la mujer vive y está totalmente paralizada, de manera que ya no hay que preocuparse que jamás vuelva a intentar suicidarse”. El derecho a morir fue proscrito por una supuesta “razón” que pretende saber qué es lo que el hombre realmente quiere y necesita. Frente a este tipo de visiones, sólo nos queda recordar las palabras que Nietzsche escribió en La Gaya Ciencia: “La vida no es más que una variedad de la muerte… y una rarísima variedad”. La Gaceta presenta en este número la idea de la muerte como una flor preciosa y letal. Esta exótica y a la vez tan cotidiana idea brilla con una luz peculiar y originaria, que sólo grandes pensadores como los aquí reunidos saben proyectar. Louis Vincent-Thomas, Elías Canetti, Jean Baudrillard, Mircea Eliade, Claudio Lomnitz, Ernest Becker e Iván Illich, todos ellos dialogan con la muerte, absteniéndose de condenarla: algunos le restituyen su antiguo esplendor, mientras que otros simplemente nos muestran ciertos aspectos fascinantes que pasan inadvertidos frente a nuestras miradas enfermas de modernidad. G

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La sombra Miguel Ángel Moncada Como un arrancarse los ojos para poder ver más allá de las tinieblas, acude un ángel incesante como la luz a poblar los laberintos de mi mente. Transcurre el tiempo en lo eterno, los salmones saltan para llegar al Padre que nunca alcanzan. Las aves vuelan de noche hacia la tierra. Todo regresa, todo quiere retornar a la luz y al agua como las palabras al discurso del ajedrez en blanco. Todo quisiera morir en el secreto centro resurrecto, advertir la presencia a través de los espejos del Uno respirante anciano y joven que convierte lo que toca en abedules silenciosos. Comienzan a surgir ya las cosas en penumbra como secretos candelabros en el centro de la tierra. Soy lo que observo y el pez observante de los días que repite el canto absurdo e inmenso de las musas. Yo mismo soy ceniza; mi corazón oscuro anhela y vaticina el momento terrible de decir: Uno es lo que asemeja al Ser mas no el Ser en plenitud de forma, sólo el morir será el acto más interno y trascendente asemejado al Ser que nos respira, el vuelo alzado como la cúpula del templo. Sólo el morir volcará las dulces ánforas del vino sobre el pecho cambiante, dando aliento al cansado, faisán de luz al ciego renovado. G

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Muerte física y muerte espiritual*

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Louis Vincent-Thomas

A propósito hemos sustituido en este subtítulo el “o” por “y”, pues en lo que concierne el origen de la muerte, es la muerte espiritual la que engendra la muerte física; según nos enseña el Génesis, la falta de Adán le reveló simultáneamente al hombre que estaba desnudo1 y que era mortal. La muerte física atañe al cuerpo. Hemos dicho que ella alcanza su apogeo con la descomposición, y su término con la reducción del esqueleto a cenizas. No está de más subrayar que abarca dos momentos: el detenimiento de la vida (muerte del cerebro) y una lenta transformación que se traduce en términos de “digestión”, la acción de los bacteriófagos primero, después de los insectos necrófagos, los oscuros pero eficaces “trabajadores de la muerte” (únicamente los cadáveres sometidos a la cremación escapan a estas últimas mutaciones; fuera de esta excepción, lo que vulgarmente se llama el polvo o las cenizas, son en definitiva el producto de procesos digestivos). Con mayor razón si consideramos a los cadáveres devorados por bestias rapaces, por las hienas y (especialmente si se trata de muertos abandonados al aire libre), incluso por caníbales necrófilos; y por supuesto, a los vivientes muertos por razones específicamente alimentarias. La muerte espiritual (no hemos encontrado otro término mejor) es inseparable de la ruptura de lo prohibido, aun si a veces la humanidad debe su existencia a tales rupturas: robo del fuego o del agua a los demiurgos, deicidio inicial, como nos enseñan numerosos mitos negro-africanos. O también es inseparable de la falta, como el rehusarse a sacrificar2 o a orar; o por último, del pecado (aún si el pecado se convierte en condición de la Redención; “Hermosa falta, dice un salmo, que nos valió tal redentor”; “El pecado, el pecado también sirve”, le hará decir Claudel a Prouheze, la heroína del Soulier de Satin). Los mitos negro-africanos nos enseñan siempre que son las faltas de los hombres las responsables del alejamiento de las potencias numinosas creadoras —antes el cielo y la tierra se tocaban—, lo que constituye una primera muerte (espiritual); * Louis-Vincent Thomas, Antropología de la muerte, México, fce, 1983. 1 “Estar desnudo, dice el sabio dogon Ogotemmeli, es estar sin habla.” Pero el ser sin habla es parcialmente un ser muerto. Véase L. V. Thomas, Cinq essais, op.cit., 1968, cap. iii. 2 En el África negra, el que no sacrifica y no participa en la comida de comunión se des-fuerza y perece. El cristiano que no participa en la Eucaristía no muere físicamente, pero no conocerá la vida eterna (“El que beba mi sangre y coma de mi carne tendrá la vida eterna”, dice Cristo); por lo tanto morirá para el más allá (será condenado).

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y son las faltas las que después provocan la aparición de la muerte (física) en la humanidad.3 Desde entonces toda falta grave provoca la venganza de los dioses; y más aún de los antepasados y de los genios, pues los dioses, con frecuencia demasiado lejanos, casi no se ocupan de los hombres. La muerte no tiene otra explicación, especialmente la mala muerte. De ahí las dos consecuencias que ya conocemos, no hay verdaderamente muerte natural (salvo quizás, y con reservas, la de los viejos); es necesario saber quién es el culpable (el genio, el antepasado, el brujo, el enemigo, el difunto mismo), a fin de restablecer el orden. La muerte espiritual provoca así, míticamente, la muerte necesaria del hombre, y empíricamente la muerte de X o de Y. Pero esta falta puede ser involuntaria, o puede ser desconocida por largo tiempo por el sujeto que ha sido su víctima. Muy a menudo, en África negra, no se muere porque se ha cometido una falta, sino que socialmente se ha cometido una falta porque se muere. Y puesto que la muerte hace pensar en la falta, ésta debe ser absolutamente aclarada (interrogatorio al cadáver, adivinación, confesión forzada). Por eso es que hay, no tanto culpabilidad, sino más bien referencia a un mecanismo proyectivo de persecución, que acusa al otro que haya sido causante de la muerte.4 Se ha dicho que estamos en una civilización de la vergüenza más bien que en una civilización de la culpabilidad. En la medida en que se elude la fantasía del asesinato del padre, el proceso de identificación con el legislador no llegará hasta el final: la instancia crítica de la conciencia, el superyó, tendrá más necesidad de apoyarse sobre representaciones exteriores. “En las sociedades ‘animistas’ tradicionales, el estatuto del individuo está determinado inmediatamente por la referencia a la totalidad social, a lo que nos hemos referido con los temas del Antepasado inigualable, del Árbol del poblado, de la solidaridad/rivalidad entre hermanos.” 3 Véase L. V. Thomas, Cinq essais..., op. cit., 1968, cap. iii, H. Abrahamson. The Origin of Death, Studia Ethnographica Upsallenesia iii, Upsala, 1951. La muerte no es tanto el castigo de la falta como el resultado inevitable de ésta. De ahí que se haya podido hablar de la cualidad edípica del origen de la muerte. 4 “La culpabilidad está poco interiorizada o constituida como tal. Más bien es como si el individuo no pudiese soportar verse a sí mismo dividido interiormente, movilizado por deseos contradictorios. La ‘maldad’ está siempre situada en el exterior del yo, pertenece al dominio de la fatalidad, de la suerte, de la voluntad de Dios.” M. C., Ortigues, Oedipe africain, Plon, 1966, p. 128.

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Se aprecian entonces todas las alteraciones aportadas por las religiones nuevas. El Islam en primer lugar, que introduce un principio de individualización a través de la mediación del jefe de familia: “es subordinándose a él que se salvarán sus esposas; y se salvarán como esposas. Se las convertía al Islam no individual sino colectivamente”.5 Más aún el cristianismo, puesto que hace intervenir la idea del pecado, de la falta individualizada, o mejor interiorizada, y que le da todo su peso a la noción de culpabilidad. Con el cristianismo la persecución deja lugar a la autodeterminación,6 mientras que la salvación se convierte en el producto de un comportamiento estrictamente individual. No podemos entrar, evidentemente, en el detalle de las doctrinas de la caída.7 Sin embargo, detengámonos algunos instantes en una de ellas, que ha marcado profundamente al mundo occidental; nos referimos al cristianismo. Para el cristiano, en efecto, la muerte es el salario del pecado “pues la vida creada por Dios es una vida de comunión. Rechazar la comunión significa en definitiva rechazar la creación, su orientación comunitaria, a imagen de la comunión trinitaria. La muerte es el signo de que el hombre está cerrado al otro y a Dios”.8 Por cierto, la falta original de Adán puede ser lavada por el bautismo, del mismo modo que el “pecado mortal” que mata al alma, y que extingue toda espiritualidad, puede borrarse mediante la contrición y la absolución. Pero quien es sorprendido por la muerte (física) en estado de pecado mortal (muerte espiritual) corre el riesgo de sufrir condenación eterna porque ha dejado de ser hijo de Dios. El pecado es en último análisis la ausencia querida, la soledad preferida, el amor rechazado.9 En virtud de que la muerte de Cristo redentor ha salvado a los hombres de una vez para siempre, los que no pueden evitar morir al mundo, podrán en cambio revivir en Dios.

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M. C. Ortigues, op. cit., 1966, pp. 266-267. M. Augé, La vie en double, Doctorado del Estado, Ciencias humanas, Sorbona, junio de 1973. El autor muestra cómo el profeta ebúrneo A. Atcho, al destruir los “fetiches”, perseguir a los brujos, imponer la confesión, desestructuró la concepción tradicional de la personalidad, provocando la búsqueda del beneficio individual, interiorizando la culpabilidad personal, desarrollando el sentido del pecado. 7 Véase R. H., “La Mort: Les interrogations philosophiques” Encyclopaedia Universalis, op. cit., p. 359 y ss. 8 Ch. Duquoc, “La mort dans le Christ. De la rupture a la communion”, en Lumière et Vie, 68, xiii, mayo-junio de 1964, pp. 73-74. 9 He aquí una excelente definición de la muerte espiritual para el cristiano: “El hombre vive su finitud natural como angustia y como muerte, en la medida en que no la entiende como mediación de la gracia para una Inmortalidad de Gloria. [La muerte] se reduce para él a un puro arrancarse del mundo, convertido falazmente en su todo. Pero sólo Dios, y no el hombre, ni siquiera el mundo y la humanidad entera, es capaz de colmar al ser humano. Por lo tanto, si el hombre vive en el mundo rechazando a Dios, el final que lo arrebata de este mundo se convierte necesariamente, para él, en un puro desamparo. Por esto se puede decir que la muerte, en el sentido propiamente espiritual de la palabra, no es otra cosa, en el fondo, que la finitud del hombre afectado por la anomalía del pecado y privado por éste de su prevista culminación de gloria”. G. Martelet, “Mort et peché, mort et résurrection”, en La mort et l’homme du XX siècle, pp. 216-217. Véase del mismo autor, “Victoire sur la mort”, Chronique social de France, 1962. 6

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“La muerte, que aparentemente destruye toda comunión, es una suerte de metamorfosis o de pasaje: arrancada al pecado y a las condiciones limitadas de la carne, ella hace entrar en la universalidad actual de la comunión divina. Su signo está en el Mensaje revelado, la Resurrección corporal. La muerte no es abolida; su sentido da un giro: signo de ausencia, es eclosión hacia la presencia pura.”10 Proveniente del pecado que es ruptura de la comunión, división, la muerte es superada por la fe viviente, que es inserción en la comunión con Cristo. El pecado, fuente de la muerte física y de la muerte espiritual, se convierte por la mediación del Cristo resucitado, para quien vive sincera y profundamente su fe, espera en el amor divino y practica la caridad, en la prenda de vida eterna en el más allá. “Pues —nos dice el Evangelio— habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que haga penitencia, que por 99 justos.” Pero para esto es preciso creer en la resurrección de Cristo y en la autenticidad de su mensaje de amor: la “Resurrección es en verdad una segunda creación.”11 Por lo demás, sin la Resurrección, la Eucaristía sería algo vacío; y sin la Eucaristía no hay vida espiritual.12 Hay, pues, dos muertes para el hombre, una muerte espiritual y una muerte biológica. “En tanto que persona espiritual, el hombre se consume en ella desde su interior y, activamente, sigue engendrándose a sí mismo de acuerdo con su vida anterior, se toma radicalmente en sus manos, ratifica la conducta pasada por la cual se realizó a sí mismo, alcanza la plenitud de su ser personal libremente ejercido. Por otra parte, como término de la vida biológica, la muerte es al mismo tiempo, de una manera inevitable y que alcanza a todo hombre, un asalto desde lo exterior, destrucción, accidente, detención del destino que se abate sobre el hombre de improviso, de tal modo que su ‘muerte personal’, operada desde el interior por su acción propia, es al mismo tiempo reducción a la más radical impotencia, acción y pasión a la vez. Es imposible, en razón de la unidad del hombre —por poco que se tome en serio esto—, repartir entre el alma y el cuerpo del hombre estos dos aspectos de una muerte única y reducir así la naturaleza propia de la muerte humana.”13 Dos ideas maestras separan así la muerte espiritual del negro africano tradicional y la del cristiano: la culpabilidad interiorizada y el doble misterio de la Redención y de la Eucaristía; ausentes en el primero, estas nociones dan todo su sentido a la fe del segundo. A condición, por supuesto, de que el cristiano de nuestros días siga dando testimonio del Evangelio. Pero veremos más adelante que la adhesión a los valores cristianos padece hoy un vivo repliegue. Es que, evidentemente, una civilización de la rentabilidad y del beneficio no podía sino darle la espalada a una religión de la caridad; se corre el gran riesgo

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Ch. Duquoc, op. cit., 1964, p. 75. G. Martelet, Résurrection, Eucharistie et genèse de l’homme, Desclée, 1972. Véase también P. Grelot, De la mort à la vie eternelle, Cerf, 1971, pp. 13-50, 42-46, 62-68. 12 “Así como Cristo resucitado está mucho menos contenido en el mundo que el mundo en él, del mismo modo se puede decir que Cristo está menos en el pan y el vino que éstos en él.” (G. Martelet, op. cit., 1972). 13 K. Ranner, Le chrétien et la mort. Desclée de Brouwer, Foi vivante, 1966, p. 31. 11

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de que sólo quede de ésta, salvo honrosas excepciones, una hipócrita fachada convertida en pretexto para una furiosa explotación del hombre por el hombre. Pero éste es otro problema. No se puede hablar de muerte espiritual sin citar a su contrario, el renacimiento espiritual. Si en el África negra tradicional, la primera alude antes que nada a la insuficiencia de alimentos y de circulación de las fuerzas, al rechazo del grupo y la falta de paz, a la ruptura de prohibiciones y la no participación en el lenguaje, particularmente simbólico, otras tantas expresiones que en el extremo terminan, si no por unirse, al menos por coincidir, el renacimiento espiritual residirá en cambio en la obtención de un acercamiento de fuerza, de alimento, de lenguaje, de participación en el grupo o en las potencias numinosas: sacrificar a los genios y a los antepasados, conocer el lenguaje de las cosas ocultas, entrar en comunión con el grupo (comidas, cantos y danzas), poder pronunciar palabras que dan la vida, o desembarazarse verbalmente mediante la confesión del mal que posee (nombrar es aquí purgar la falta de catarsis y reintegrarse al grupo del que se estaba excluido por causa de la falta), se convierten en técnicas de esencialización. En este sentido, la iniciación es auténticamente un renacimiento espiritual; todas las técnicas antes citadas se conjugan allí: sacrificio, lenguaje y símbolo, comunión y participación, confesión y obtención de un nombre nuevo, acceso a lo sagrado en sus dimensiones más secretas y misteriosas. Habría que agregar también la posesión benéfica que provoca el adorcismo (por oposición a la posesión maléfica, fuente de enfermedad metal, que supone, para conseguir la curación, un verdadero exorcismo realizado en público), casi la reencarnación. Todo esto implica una valorización del cuerpo, que se manifiesta de diferentes maneras: el diálogo por contacto entre la madre y el niño, del que ya hemos hablado; las técnicas del cuerpo, durante la iniciación (las pruebas, a menudo crueles, consisten en ejercicios físicos que conducen al dominio de sí); el papel importante atribuido a la danza y a las diversas actitudes corporales; los hechos de maternización y segurización que se manifiestan durante las terapéuticas colectivas (el cuerpo es acariciado, friccionado, con saliva, con leche, con aceite). Todo esto se realiza para que la imagen del cuerpo, o mejor aún la vivencia corporal, provea de una base sólida a la persona. ¿No es significativo que la divinidad de los dinka se llame “la carne”?, ¿que se encumbre al campeón de lucha?, ¿que la mayoría de los casos patológicos registrados en el medio urbano, por lo tanto entre sujetos aculturados, sean precisamente perturbaciones del esquema corporal?, ¿que la peor infamia para una mujer sea la de tener un vientre estéril”?14 ¡Qué lejos estamos de ciertas actitudes cristianas, vinculadas con el neoplatonismo, para las cuales el cuerpo es sinónimo de torpeza, de pesadez, de descomposición y de pecado! Definir la vida espiritual por la muerte de los sentidos y más especialmente del sexo, es algo que evidentemente no se ve en ninguna pare de África. Sin embargo, se debe señalar que para el cristiano, así como para el negro-africano, mutatis mutandi, la comunión, la confesión y la expiación, son las fuentes privilegiadas del renacimiento espiritual; y hay más de un punto común

14 L. V. Thomas, R. Luneau, Anthropologie religieuse d’Afrique noire, op. cit., 1974.

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entre las fantasías de incorporación que son la posesión y la comida eucarística.15 Hay que admitir, sin embargo, que existe un cristianismo menos austero, que le acuerda a la corporeidad un lugar no desdeñable. De igual modo a los que afirman que hay que creer en la resurrección de Cristo aun cuando se haya encontrado su esqueleto en el Santo Sepulcro, muchos teólogos responden hoy que tal posición es absurda: la resurrección ha transformado el cadáver en cuerpo glorioso y es este cuerpo glorioso el que se apareció a los discípulos y que después se elevó al cielo el día de la Ascensión. No se necesita más para rehabilitar a los ojos de algunos, la necesidad del cuerpo como medio de salvación más que de destrucción; el tema de la resurrección general supone de hecho tal hipótesis. En cuanto a los cada vez más numerosos que no le acuerdan ningún peso a la imaginería cristiana, el renacimiento espiritual no tiene para ellos casi sentido y se vuelve una creencia arcaica, o peor aún, un modo de explotación concebido y orquestado sabiamente por los que tienen el poder.16 Lo que se llama precisamente “falsa conciencia” (mala conciencia si se la sitúa a nivel de lo vivido), es la transformación en valores universales, definitivos y absolutos, de las normas inventadas en un cierto momento de su historia con una clase dominante con el fin de asegurar su hegemonía y su reproducción. La idea de alienación17 tiende a reemplazar no sin razón la de pecado; la falta no es ya ofensa a Dios sino al Hombre. La muerte espiritual se reduce ahora a la intoxicación (¿inconsciente?) por la publicidad, la propaganda, el adoctrinamiento oficial en nombre de esos pretendidos valores. Denunciarlos públicamente, insistir en su alcance contingente y en su precariedad, poner en evidencia su intención instrumental en beneficio de quienes los inventaron ayer y los manipulan (aviesamente) hoy, es prometer, no un renacimiento espiritual, sino un nuevo humanismo: el que repudia toda explotación del hombre por el hombre, el sobre-trabajo tanto como el super-beneficio, el intercambio desigual y la robotización de los espíritus. Es curioso comprobar cómo esa posición, de la que el marxismo se hizo ilustre y valeroso defensor, es recogida parcialmente, salvo el materialismo y el ateísmo, por un grupo de cristianos progresistas. Permítasenos aquí citar un texto por demás revelador: “Pío XII pronunció un día, en una homilía de Pascua, una frase destacable: ‘Hay que resucitar hoy a Cristo con una resurrección verdadera’. Yo lo comentaría así: hay que romper todas las

15 El animista no “come” la carne de su Dios, así como no “bebe” su sangre. Él consume a una víctima ofrendada, en quien la palabra del genio refuerza lo numinoso y la carga vitalizadora. Además para el cristiano habría que volver al problema de la gracia (habitual, santificadora). La idea de pecado (y de muerte como paga por el pecado) tiende a ser eliminada de los nuevos rituales fúnebres protestantes y católicos, orientados ante todo —¡signo de los tiempos!— a la tranquilización de los sobrevivientes. 16 Véase J. Baby, Un monde meilleur, Maspero, 1973. G. Mury, “L’enterrement, un point de vue marxiste”, Concilium 32, Mame, 1968, pp. 153-156. G. Girardi, op. cit.,Concilium 94, Mame, 1974, pp. 129-135. 17 Ya se trate de alienación colonial o de alienación obrera, se habla siempre el lenguaje del otro (del que aliena o domina), se piensa con sus ideas, se vive según normas (morales) de conducta.

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tumbas donde están encerrados los hombres vivientes —pues existen múltiples maneras de estar muerto. Cuando Cristo declara: ‘Id a decirle a Juan lo que habéis visto, los ciegos ven y los cojos caminan, los leprosos están curados y los sordos oyen, los muertos resucitan’, uno espera que esta enumeración se detenga aquí; pero él agrega: ‘Sea anunciada a los pobres la Buena Nueva’ (Mateo II, 4-5). ¿Qué puede significar esto, sino que el hecho de que los pobres acojan la Buena Nueva, es decir que descubran la fuerza infinita de su solidaridad, es más fuerte que el acontecimiento material de que un muerto resucite? La evangelización de los pobres, signo del Reino, está estrechamente ligada a la resurrección. Trabajemos hoy por liberar a todos los hombres de todas sus fatalidades, es la liberación profana y radical de los hombres la que muestra la especificidad de la fe. Aún suponiendo que los hombres suprimieran la muerte, es decir que la vida se prolongara hasta los doscientos años, o hasta dos mil años, o hasta diez mil años, pienso que esto no sería suficiente, pues el hombre no haría más que continuar de la misma manera. No me alcanza en absoluto con tener una vejez interminable, una senilidad dichosa, la resurrección no es la inmortalidad. En otros términos, no vamos hacia otro mundo, no hay cielo, no hay más allá,

no hay otra cosa, sino la profundización total de lo que somos. No otro mundo, sino un mundo otro. Llevar al mundo hasta la radicalidad de ponerlo en común, acorralar al hombre privado merced al advenimiento del hombre en comunidad, es exactamente pasar de lo terreno a la gracia. ¡Es la Pascua!”.18 En tanto que sistema de representaciones, la muerte conocida, inteligida o imaginizada toma también la forma del plural. Es por esto que hemos tratado de precisar un cierto número de “dualidades” que coinciden más o menos, cuyos términos se excluyen o por el contrario se interpenetran: muerte suave o violenta, súbita o progresiva, normal o sospechosa, estéril o fecunda, material o espiritual, buena o mala. Sin embargo, según los lugares, las épocas, los sistemas socioculturales y también los individuos (ellos se diferencian igualmente según su clase social, su ideología, el momento de su existencia), las variantes son numerosas y no es cierto que los términos que intervienen tengan siempre el mismo sentido. Nuestra empresa sólo podría tener, pues, un alcance limitado, tratar de desbrozar una madeja casi inextricable, señalar diferencias y semejanzas que separan y que unen al negro-africano y al hombre occidental. Marcar también la unidad del hombre, a pesar de la diversidad de los hombres. G

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18 J. Carbonnel y colaboradores, Dieu est mort en Jésus-Christ, op. cit., 1967 pp. 150-151.

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Acerca del sentimiento de cementerio*

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Elías Canetti

Los cementerios ejercen una fuerte atracción; se les visita, aunque no se tenga parientes sepultados en ellos. Se llega a ciudades extranjeras y se peregrina a los cementerios, reservándoles el tiempo necesario como si existieran para ser visitados. Y aun en el extranjero, lo que atrae no es siempre la tumba de un hombre venerado. Pero aunque en un principio lo fuera, siempre resulta algo más de la visita. Se cae en un estado de ánimo muy especial. La costumbre piadosa quiere que uno se engañe acerca de este estado de ánimo; porque la contrición que uno siente y que uno más muestra, encubre en realidad una secreta satisfacción. ¿Qué es lo que de veras hace el visitante cuando se encuentra en un cementerio? ¿Cómo se mueve y con qué se ocupa? Camina, yendo y viniendo por entre las tumbas, mira esta o aquella lápida, lee los nombres y se siente atraído por ellos. Enseguida comienza a interesarse por lo que dice bajo los

nombres. Allí hay una pareja que vivió por largo tiempo junta y ahora, como corresponde, reposa lado a lado. Allá, un niño que murió muy pequeño. Allí yace una muchacha que apenas alcanzó sus dieciocho años. Cada vez más son los decursos de tiempo los que cautivan al visitante. Cada vez más se desprenden de sus conmovedoras particularidades y se convierten en meros decursos de tiempo. Uno murió a los 32 años de edad y otro, enfrente, a los 45. El visitante ya es mayor que ellos, y aquéllos están, por así decir, fuera de la carrera. Muchos no llegaron tan lejos como él, y si no han muerto especialmente jóvenes, su destino no despierta ninguna lástima. Pero también hay muchos que lo superan. Allí algunos han llegado a los 70, y en otro lugar también hay uno que llegó a más de 80 años de edad. A éstos aún puede alcanzarlos. Lo incitan a emularlos. Aún todo le es posible. Lo indeterminado de la vida que tiene por delante es una

* Elías Canetti, Masa y poder, Barcelona, Muchnik Editores, 1982.

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gran ventaja sobre ellos, y con algún esfuerzo hasta podría sobrepasarlos. En el medirse con ellos tiene grandes esperanzas, pues desde ahora les lleva una ventaja: la meta de ellos está alcanzada, ya no viven. Con cualquiera que compita, toda la fuerza está de su lado. Pues allá no hay fuerza, sólo está indicada la meta alcanzada. Los más aventajados han sucumbido. Ya no pueden mirarnos a los ojos de hombre a hombre, y nos insuflan fuerza para llegar a ser más que ellos para siempre. El de 89 años, que allí yace, es como un estímulo supremo. ¿Qué le impide a uno llegar a los 90? Pero éste no es el único cálculo en el que uno cae entre tal plétora de tumbas. Uno comienza a fijarse en el tiempo transcurrido desde que yacen aquí algunos de ellos. El tiempo que nos separa de su muerte tiene algo de tranquilizador: quiere decir que el hombre está en el mundo desde mucho antes. Los cementerios con lápidas bien antiguas, que datan hasta del siglo xviii o incluso del xvii, tienen algo de enaltecedor. Uno se detiene pacientemente ante las borrosas inscripciones y no se mueve hasta descifrarlas. La cronología, que de otro modo sirve tan sólo para fines prácticos, de pronto adquiere vida intensa y llena de sentido. Todos los siglos de los que conocemos

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la existencia son nuestros. El que yace bajo tierra, no sospecha el interés del que contempla el palmo de su vida. La cronología, para él, termina con la cifra del año de su muerte; para el observador, sin embargo, continúa hasta él. ¡Cuánto daría el muerto por estar aún al lado del observador! Hace doscientos años que murió: uno ha cumplido, por decir así, doscientos años más que él. Gracias a tradiciones de todo tipo, gran parte del tiempo que desde entonces transcurrió le es a uno muy conocido. Ha leído acerca de él, ha oído contar de él, y algo también lo ha vivido uno mismo. Es difícil no sentir una superioridad en esta situación; aun el hombre ingenuo la siente. Siente aun más, sin embargo, pasearse solo por el cementerio. A sus pies yacen muchos desconocidos, todos densamente apiñados. Su número es indeterminado, aunque ciertamente es elevado, y cada vez son más. No pueden separarse unos de otros: permanecen como en un montón. Sólo quien está vivo viene y va, según su capricho. Sólo él está erguido entre los yacentes. G

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La economía política y la muerte*

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Jean Baudrillard No morimos porque hay que morir: morimos porque es un mecanismo al cual obligamos a la conciencia un día, no hace mucho tiempo. Vaneghem Para los Dioses, la muerte no es más que un prejuicio. Nietzsche

La muerte, en cuanto supuesto universal de la condición humana, no existe sino hasta que hay una discriminación social de los muertos. La institución de la muerte, como la de la supervivencia y la inmortalidad, es una conquista tardía del racionalismo político de las castas de sacerdotes y de las Iglesias: ellas basan su poder en el manejo de esa esfera imaginaria de la muerte. En cuanto a la desaparición de la supervivencia religiosa, es la conquista, más tardía aún, de un racionalismo político de Estado. Cuando la inmortalidad desaparece ante el progreso de la razón “materialista”, es simplemente que ha pasado a la vida misma: y el Estado basa su poder en la administración de la vida como supervivencia objetiva. Más firme que la Iglesia: no es a expensas de lo imaginario del más allá, sino a expensas de lo imaginario de esta vida como crecen el Estado y su poder abstracto. Es sobre la muerte secularizada, la trascendencia de lo social, que se apoya, y su fuerza proviene de esa abstracción mortal que encarna. Al igual que la medicina es la administración del cadáver, el Estado es la del cuerpo muerto del socius. La Iglesia se instituyó de una vez a causa de la división entre la inmortalidad y la vida, entre el mundo terrestre y el Reino Celestial. Y vela sobre ella celosamente, porque si esa distancia desaparece, se acaba su poder. La iglesia vive de la eternidad diferida (como el Estado vive de la sociedad diferida, como los partidos revolucionarios viven de la revolución diferida: todos viven de la muerte), pero tuvo dificultades para imponerla. Todo el cristianismo primitivo, y más tarde el cristianismo popular, mesiánico y herético, vive de la esperanza del segundo advenimiento de Cristo, de la exigencia de realización inmediata del Reino de Dios (cf. Mühlmann: Les messianismes révolutionnaires). Las multitudes cristianas no creían al principio en un cielo y en un infierno del más allá: su visión implica la disolución pura y simple de la muerte en la voluntad colectiva de eternidad inmediata. Las grandes herejías maniqueas, que pusieron en peligro los cimientos de la Iglesia, heredan el mismo principio puesto que interpretan este mundo como realidad agónica, aquí-abajo, del principio del bien y del mal; hacen

ascender el infierno a la tierra, lo que es tan impío como hacer descender a ella el cielo. Por haber borrado esa veladura del más allá, serán sometidas ferozmente, como lo serán las herejías espiritualistas del tipo de San Francisco de Asís y de Joaquín de Fiore, cuya caridad radical equivalía a establecer en la tierra una comunidad total y a ahorrar el Juicio Final. Los cátaros tendían también un poco a la perfección realizada, a la indistinción del espíritu y del cuerpo, a la inmanencia de la salvación en la fe colectiva, lo que equivalía a reírse del poder de muerte de la Iglesias. En el curso de su historia, la Iglesia ha tenido que desmantelar la comunidad primitiva, porque ésta tiene tendencia a salvarse sola, gracias a su propia energía y a la reciprocidad intensa que la recorre. Contra la universalidad abstracta de Dios y de la Iglesias, sectas y comunidades practican la “autogestión” de la salvación, que consiste en la exaltación simbólica del grupo, y se acaba eventualmente en un vértigo de muerte. Lo que condiciona la posibilidad de las Iglesias es la liquidación incesante de esa exigencia simbólica; es lo que condiciona igualmente la posibilidad del Estado. Aquí es en donde entra en escena la economía política. Contra el deslumbramiento terrestre de las comunidades, la Iglesia impone una economía política de la salvación individual. Primeramente a través de la fe (pero convertida en relación personal con Dios, en lugar de la efervescencia de una comunidad), luego a través de las obras y de los méritos, de una economía en el sentido propio del término, con su cálculo final y sus equivalencias. Es entonces, como siempre desde que surge un proceso de acumulación1, cuando la muerte aparece verdaderamente en el horizonte de la vida. Es entonces cuando el Reino pasa verdaderamente al otro lado de la muerte, ante la cual cada uno vuelve a encontrarse solo. Si el cristianismo arrastra una fascinación del sufrimiento, de la soledad y de la muerte, es en proporción a su universalidad, que implica la destrucción de las comunidades arcaicas. En la forma acabada de lo universal religioso, como en la de lo universal económico (el capital), cada cual vuelve a encontrarse solo.

* Jean Baudrillard, El intercambio simbólico y la muerte, Venezuela, Monte Ávila Editores, 1980.

1 La propia ciencia no es acumulativa más que porque se ha aliado con la muerte, porque amontona muerto sobre muerto.

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Es en el siglo xvi cuando esta figura moderna de la muerte se generaliza. Con la Contra-Reforma y los juegos fúnebres y obsesivos del Barroco, pero sobre todo con el protestantismo que, al individualizar las conciencias ante Dios, al desinvestir el ceremonial colectivo, acelera el proceso de angustia individual de la muerte. Es de él también de donde surgirá la inmensa empresa moderna de conjuración de la muerte: la ética de la acumulación y de la producción material, la santificación mediante la inversión, el trabajo y la ganancia que comúnmente se denomina “espíritu del capitalismo” (Max Weber: La ética protestante); esa máquina de salvación de la cual la ascesis intramundana se ha ido retirando en provecho de la acumulación mundana y productiva, sin cambiar de finalidad: la protección contra la muerte. Antes de ese viraje del siglo xvi, la visión y la iconografía de la muerte en la Edad Media es aún folklórica y alegre. Hay un teatro colectivo de la muerte, no se ha enterrado en la conciencia individual y más tarde en el inconsciente. La muerte alimenta todavía en el siglo xv esa gran fiesta mesiánica e igualitaria que fue la Danza de la Muerte: reyes, obispos, príncipes, burgueses, villanos; todos iguales ante la muerte, en desafío al orden no igualitario del nacimiento, de la riqueza y del poder. Último gran momento en donde la muerte pudo aparecer como mito ofensivo, como palabra colectiva. Después, como sabemos, la muerte se ha vuelto un pensamiento “de derecha”, individual y trágica2, “reaccionaria”, respecto a los movimientos de rebelión y de revolución social. La muerte, la nuestra, nació realmente en el siglo xvi. Ha perdido su hoz y su reloj, ha perdido los Jinetes del Apocalipsis, y los juegos grotescos y macabros de la Edad Media. Todo eso era aún folklore y fiesta, mediante lo cual la muerte se intercambiaba aún, claro está no con la “eficacia simbólica” de los primitivos, pero al menos como fantasma colectivo en el frontispicio de las catedrales o en los juegos compartidos del infierno. Podemos incluso decir: mientras hay infierno, hay placer. Su desaparición en lo imaginario no es sino la señal de su interiorización psicológica, cuando la muerte deja de ser la gran segadora para convertirse en la angustia de la muerte. Por cuenta de este infierno psicológico, otras generaciones de sacerdotes y de brujos van a desarrollarse, más sutiles y más científicas. Con la desintegración de las comunidades tradicionales, cristianas y feudales, gracias a la Razón burguesa y al sistema naciente de la economía política, la muerte deja de compartirse. Es a semejanza de los bienes materiales, que circulan cada vez menos, como en los intercambios anteriores, entre los compañeros inseparables (es siempre más o menos una comunidad o un clan que intercambia), y cada vez más abajo el signo de un equivalente general. Igualmente, cada cual se encuentra solo ante la muerte; y esto no es una coincidencia. Porque la equivalencia general es la muerte.

2 Otra idea individualista y pesimista de la muerte existió antiguamente, la de los estoicos. Pensamiento aristocrático precristiano ligado también a la concepción de una soledad personal de la muerte en una cultura cuyos mitos colectivos se derrumbaban. La misma nota reaparece en Montaigne y Pascal, en el señor feudal y en el jansenista noble (gran burguesía ennoblecida), en la resignación humanista o en el cristianismo desesperado. Pero ahí comienza ya la interiorización moderna de la angustia de la muerte.

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Es, a partir de ahí, la obsesión de la muerte y la voluntad de abolir la muerte mediante la acumulación, lo que se convierte en el motor fundamental de la racionalidad de la economía política. Acumulación del valor, y en particular del tiempo como valor, en el fantasma de una prórroga de la muerte al término de un infinito lineal del valor. Incluso los que no creen en una eternidad personal, creen en lo infinito del tiempo como en un capital del tipo de interés doble compuesto. El infinito del capital pasa al infinito del tiempo, la eternidad de un sistema productivo que no conoce la reversibilidad del intercambio/don, sino sólo la irreversibilidad del crecimiento cuantitativo. La acumulación del tiempo impone la idea de progreso, como la acumulación de la ciencia impone la idea de verdad: en uno y otro caso, lo que se acumula ya no se intercambia simbólicamente, y se convierte en una dimensión objetiva. En el límite, la objetividad total del tiempo, así como la total acumulación equivalen a la imposibilidad total de intercambiar simbólicamente… a la muerte. De ahí el impasse absoluto de la economía política: quiere abolir la muerte mediante la acumulación, pero el propio tiempo de la acumulación es el de la muerte. No se puede esperar ninguna revolución dialéctica al término de este proceso, es una aceleración anormal en espiral. Ya sabíamos que la racionalización económica de los intercambios (el mercado) es la forma social que produce la penuria (Marshall Sahlins: Stone Age Economics, “La primera sociedad de abundancia”). Asimismo, es la acumulación indefinida del tiempo como valor bajo el signo de la equivalencia general, lo que acarrea esa penuria absoluta del tiempo que es la muerte. ¿Contradicción del capitalismo? No, el comunismo es en esto solidario de la economía política, puesto que también aspira a la abolición de la muerte según el mismo fantasma de progreso y de liberación, según el mismo esquema fantástico de una eternidad de acumulación y de fuerzas productivas. Sólo su desconocimiento total de la muerte excepto como un horizonte hostil que hay que vencer mediante la ciencia y la técnica, lo ha protegido hasta ahora de las peores contradicciones. Porque de nada sirve querer abolir la ley del valor si se quiere al mismo tiempo abolir la muerte, es decir, preservar la vida como valor absoluto. Es la vida misma la que debe abandonar la ley del valor y llegar a intercambiarse contra la muerte. De todo esto los materialistas no se preocupan en absoluto, en su idealismo de una vida expurgada de la muerte, de una vida al fin “liberada” de toda ambivalencia3. Toda nuestra cultura no es más que un inmenso esfuerzo para disociar la vida de la muerte, conjurar la ambivalencia de la muerte en beneficio exclusivo de la reproducción de la vida como valor, y del tiempo como equivalente general. Abolir la muerte, tal es nuestro fantasma que se ramifica en todas direcciones: el de la supervivencia y la eternidad para las religiones, el de la verdad para la ciencia, el de la productividad y la acumulación para la economía.

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3 En esto no hay ninguna diferencia entre el materialismo ateo y el idealismo cristiano, porque si bien se distancian respecto a la cuestión de la inmortalidad (pero que haya algo o no después de la muerte no tiene importancia: that is not the cuestion), concuerdan en el principio fundamental: la vida es la vida —la muerte es siempre la muerte— es decir, en el designio de tenerlas distanciadas una de otra.

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Ninguna otra cultura conoce esta oposición distintiva de la vida y de la muerte en beneficio de la vida como positividad: la vida como acumulación, la muerte como vencimiento. Ninguna otra cultura conoce este impasse: desde que cesa la ambivalencia de la vida y la muerte, desde que cesa la reversibilidad simbólica de la muerte, se entra en un proceso de acumulación de la vida como valor; pero, al mismo tiempo, se entra también en el campo de la producción equivalente de la muerte. De este modo, esa vida convertida en valor está constantemente pervertida por la muerte equivalente. La muerte se convierte, a cada instante, en el objeto de un deseo perverso. La separación misma de la vida y la muerte es invadida por el deseo. Solamente entonces podemos hablar de impulso de muerte. Solamente entonces podemos hablar de inconsciente, porque

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el inconsciente no es más que esta acumulación de la muerte equivalente; la que no se intercambia ya y no puede sino cobrarse en el fantasma. Lo simbólico es el sueño inverso de una finalidad de acumulación, y de una reversibilidad posible de la muerte en el intercambio. La muerte simbólica, la que no ha sufrido esa disyunción imaginaria de la vida y de la muerte que está en el origen de la realidad de la muerte, aquélla, se intercambia en un ritual social de fiesta. La muerte real/imaginaria (la nuestra) no puede sino rescatarse en un trabajo individual de duelo, que el sujeto cumple por la muerte de los otros y por él mismo desde su propia vida. Es el trabajo de duelo que alimenta la metafísica occidental de la muerte desde el cristianismo hasta el concepto metafísico de impulso de muerte. G

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El feto maquinador Zoran Pešic´

Todo empezó en el momento en que decidí nacer. A mis padres ni siquiera les pasó por la mente que, en el acto que se les preparaba, iban a ser tan sólo unas marionetas. Cuando se acostaron tímidamente, con la firme decisión de procrearme, ni siquiera sospecharon que todo lo que les estuvo pasando aquella noche era su mayor equivocación. El contorno de un instante. La taquicardía, los movimientos ridículos, los resoplidos...; todos aquellos actos inmorales que jurarían haberlos hecho ellos —eran exclusivamente mi voluntad y mi decisión de aparecer en el mundo. Hasta al mismo Dios le extrañó cómo yo había logrado, contra su plan, irrumpir entre los vivos. Pero, percatándose de su impotencia de detener el proceso comenzado, desistió de mi caso y me dejó hacer lo que quisiera. Yo decidí aprovecharlo. Lo que me indujo a la desesperada jugada de abandonar la nada, tan grata a Dios, no era otra cosa que la nictofobia que me persiguió todo el período de mi inexistencia. No voy a mentir si digo que esa sensación fue impulsada también por la envidia hacia los vivos que ya llevaban bastante tiempo paseándose por las calles de sus ciudades charlando con alegría de gratas trivialidades. Agreguemos a eso, además, el irresistible atractivo de las mujeres hermosas, a quienes a priori añoraba, y la imagen de mi deseo por empezar a vivir sería más completa. Entre nosotros, los nonatos, se rumoreaba que entre las piernas la mujer poseía un pasillo secreto de un poder enorme, capaz de sacar al mundo desde la más renegrida oscuridad incluso al holgazán más grande. El mismo pasillo, a la vez, podía convertir a un hombre vivo en la nada. Yo trabajaba para que el marido y la mujer, a quienes había escogido, no sospecharan en absoluto de la espontaneidad de su preludio. Me inundó la vergüenza cuando se desnudaron, pero no había otra salida. Mientras tanto, tenía que desviar mi atención sugestivamente hacia otra cosa. Por ejemplo, pensar intensamente en los enjambres de abejas. No obstante, me di cuenta de que mi mamá no había tenido orgasmo, lo cual me confundió y entristeció por completo. Así que la confusión y la tristeza llegaron a ser mi primera experiencia en este mundo. Culpé a mi padre por haber hecho toda la cosa demasiado mecánicamente. El odio hacia el padre, por lo tanto, fue mi siguiente experiencia. Un comienzo nada bueno, pensé, pero ¡ni modo!; es mejor que la inexistencia. Allá no hay ni siquiera esto, reconocí como consuelo, y aquí, por lo menos, ocurre algo. De todos modos habría sido igual si hubiera escogido a cualquiera de los padres: el amor es la resistencia que se alimenta con la idea de no llegar a conocer jamás el objeto amado. El traslado del padre a la madre me alegró bastante ya que número 441, septiembre 2007

no podía soportar más la aptitud de mi progenitor para un ejercicio apático de sus deberes matrimoniales. Ése fue mi último contacto con él. El mismo hecho de que tal separación no le presentaba ningún problema, habla bastante de él como hombre. Al fin y al cabo, todos los padres son así: la prolongación de la especie es la obsesión que los persigue desde la infancia, mientras aún se mecen sobre las piernas de sus abuelos; nunca esperan sentir por sí solos la necesidad por una descendencia, sino que lo hacen siempre antes de tiempo, muriéndose jóvenes de esa manera en sus hijos e hijas para siempre. Por eso jamás seré papá. Ese truco lo superé aún en la eyaculación de mi padre. La cesación de la especie es lo que siento como mi instinto natural. Mi hijo va a ver la luz del día únicamente si estuviera tan fuerte como para decidir por sí mismo nacer. De lo contrario, se quedará en el pequeño sinfín de los inexistentes, quienes jamás llegarán a ver su turno para salir de la eterna nada. No me acuerdo con agrado de los primeros meses que pasé dentro de mi mamá. La confusión y la tristeza —mis impresiones más fuertes— me marcaron para toda la vida. Ahí no se podía cambiar nada, aunque mi mamá diera a luz en el mismísimo Summerhill. Por otra parte, hubo en todo eso una cosa buena —el sabor acerbo del consuelo hizo que me interesara por los tés de la India, inclusive por aquellos que llevaban el nombre de Windsdor-Castle. Mi mamá los bebía sólo cuando le dolía la garganta, con lo que yo concluí que afuera no era Inglaterra. Yo compensaba dicha omisión leyendo la literatura inglesa. Además, la posición en el útero era ideal para la lectura. O se hizo así a causa de ésta —es lo que no puedo discernir. Sé que leía mucho, todo lo que me venía a mano, sólo por no escuchar las conversaciones tipo: “¿Es el fregadero el lugar donde se dejan las cubetas?”. En busca de un sentido más profundo entraba en los sueños de mi mamá, pero rápidamente regresaba sin dejar huellas de haber estado allí. Sólo dejaba algún libro con la esperanza de que mi mamá lo encontraría y se volvería más espiritual. No obstante, en ese entonces ella aún leía sólo los títulos de los que en su memoria quedaron únicamente Lo que el viento se llevó y Los pájaros mueren cantando. De este último no estaba segura si cantando o bostezando. Pero en cuanto mi papá se iba al trabajo, ella tomaba la escoba para barrer tras él y se acordaba de que en realidad era que morían vacilando. Mi padre, un hombre perezoso, como para darle envidia a Oblomov, se volvió tan flojo en una época que dejó de levantarse de la cama por la mañana. Se quedaba así esperando que el trabajo le viniera a él. Así era más fácil, se justificaba con su la Gaceta 13

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mujer, mientras ésta, confundida por la paradoja, encontraba millones de razones en contra de tal comportamiento. Nada podía levantar a mi padre de la cama, ni la idea de que el trabajo podría llegar tarde, ni el hecho de que el trabajo podría enfermarse. Sólo la mención de que el niño (es decir: yo) podría morir de hambre, lo obligó a brincar de la cama y a correr al trabajo. Pero, con el humor de contrariar por haber sido mañosamente sacado del lecho, en la empresa no quiso hacer nada. Justamente en esa época, su coordinador estaba leyendo el libro de Herman Melville Bartleby, por lo que le resultó mucho más fácil resolver el problema que tenía con mi papá: no sólo que en un instante consiguió que éste trabajara, sino que como castigo empezó a vigilarlo más que a los demás obreros. Y puesto que se trataba de la colocación de los rieles de ferrocarril sobre un parapeto, no le fue difícil meterse atrás de la fila de obreros y abarcarlos a todos con una sola mirada. Ya que todos eran como uno solo, en cuanto alguno empezaba a moverse de manera diferente, en seguida se notaba. Así el pobre papá ni siquiera podía secarse el sudor de la frente con el pañuelo, sin que eso se registrara entre sus características. No obstante, mi progenitor no habría sido un pater familias, si no hubiese encontrado la manera de superar aquello: bajo el principio de que el trabajo le llegaba a él, inventó una manera para que la palanca, que servía para mover los rieles, empezara a trabajar sola y él únicamente la sujetara con las manos. No se sabe cómo lo conseguía, pero regresaba a la casa mucho más descansado que antes. En el círculo familiar se discutía mucho de mí. Eso me ofendía aún más porque, por mucho que me empeñara, no podía participar en la discusión. Y sin embargo, había bastantes cosas que quería comentar. En primer lugar, lo refinado de mi padre para llevar una conversación y su conocimiento de tales primores de la lengua serbia que dejaba perplejos hasta a los mismísimos expertos. Cuando, sirviéndose de mamá como otro participante del diálogo, pronunciaba: “¡Cállate, mientras yo hablo!¡ Tú nosabes nada!”, tras Cállate, donde estaba una coma, 14 la Gaceta

no se detenía para tomar un poco de aire como se hace por lo general, sino que seguía en el mismo tono como si nada pasara. Afirmaba que tenía más efecto si aquello se pronunciaba sin dicho paso, porque en tal caso el participante en la conversación callaba inmediatamente, mientras que si se sugería la coma, vacilaba. Por otro lado, el no sé y el no sabes los pronunciaba siempre juntos, aunque nadie lo ha oído jamás decir el no sé, mientras que el no sabes era casi su muletilla. Se jactaba de que sabía más que un profesor de la universidad, por lo cual consideraba innecesario utilizar el no sé en el habla cotidiana. Cuando los profesores de la universidad vinieron a verificar qué y cuánto sabía, resultó que sabía más de lo que se jactaba. Por ejemplo, él sabía (mientras ellos lo ignoraban) dónde se guardaba el cenicero en la casa. Puesto que ni siquiera mamá lo sabía, él se fue hasta el armario, introdujo la mano profundamente en el estante repleto de cosas y, después de algunos instantes conscientemente calculados para impresionar, lo expuso a la vista de todos. Estas minucias eran las que más me sacaban de quicio. Por no hablar de las cosas más grandes como eran su constante gritar y su mirada a reventar para que se notara que lo blanco de sus ojos estaba bien conservado. Si ese hombre hubiera escrito una novela, detrás de cada frase habría estado un signo de exclamación, y los oídos de sus lectores habrían zumbado por unos días. Yo tenía que aguantar y reprimir todo eso que un día, desde luego, iba a resultar en una irrupción de llanto durante el parto. Quizá la gresca no me hubiera molestado tanto, si yo no hubiera estado desempeñando un trabajo complejo y delicado que exigía plena concentración y paciencia; durante días estuve llenando la espiral de adn con los nucleótidos, cambiando su distribución y haciendo nuevas combinaciones. Como que era indigno de mi honor dejarle al azar mi aspecto interno y externo. En cuanto al carácter, sabía de antemano cómo quería que fuera, pero el problema surgió con la selección del temperamento: la mayor curiosidad me despertaban el colérico y el número 441, septiembre 2007

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melancólico. Sin embargo, al final, me decidí a tomar un poco de cada temperamento; por si acaso. Nunca se sabe qué emoción pueda necesitar algún día. La melancolía, por ejemplo, podría mostrarme mundos que el buen humor jamás había visto, mientras que la euforia podría aleccionarme de lo que la aflicción nunca había escuchado. Cuando mi padre levantaba la voz, las espirales rellenadas comenzaban a temblar y los nucleótidos se derrumbaban como una torre de naipes. Tenía que iniciar desde el principio. Pero, al caerse todo por centésima vez, mi voluntad empezaba a debilitarse visiblemente. Así quedé sin carácter ni temperamento, es más, sin el aspecto externo siquiera. Puesto que por lo menos esto último no me lo podía permitir (de mala gana me imaginaba los arreglos frente al espejo), decidí posponer los trabajos sobre mí mismo para mejor ocasión. Mi padre debió de haber sentido lo que se estaba tramando en su contra, y celoso porque yo no estructuraba el adn según su modelo, adrede frustraba toda iniciativa mía. En nuestra familia nadie jamás enseñó algo a alguien. Mi padre sobresalía en eso. Si por lo menos no hubiera mostrado su propensión hacia la enseñanza, habría encontrado, mal que bien, alguna exención por parte de los que no la expresaban. Así, sólo se precipitaba a su propio estómago. Y es que tenía donde saltar: juntaba dos cinturones para que alcanzaran a ceñirlo —todo gracias al invento de la Palanca que trabaja sola. No obstante, tampoco ese invento mundial fue de larga duración: con el tiempo, la palanca empezó a fallar. A partir de entonces mi padre tuvo que trabajar de nuevo a toda fuerza. Llegaba a casa cada vez más tarde hasta que un día llegó tan tarde que eso ya no era tarde, sino temprano, por la mañana, a la hora cuando ya debía regresar al trabajo. Por ese lapso de tiempo tan corto, dejó de regresar. Le convenía más trabajar sin parar, porque así ganaba menos. Todo el salario lo gastaba en pan —grandes cantidades de pan— que ya no cabía en la alacena, así que mi mamá tenía que sacar libros de los estantes para colocar allí panes, llevando los libros al desván porque nadie quería comérselos. En nuestra casa se comía sólo pan, sobre todo el de uno o dos días anteriores, para guardar el del día en curso para el día siguiente. Sólo en los días festivos se permitía ese lujo de poner entre dos rebanadas de pan viejo una del fresco, del día. Es verdad que se trataba de un pleonasmo puro, pero ¿no es también un cierto pleonasmo vivir la vida? Mientras tanto, los ratones se comían los libros en el desván. Así empezaron a desaparecer de nuestra biblioteca las frases más bonitas del mundo, sobre todo aquellas capaces de cambiarnos el rumbo de nuestro viaje. Los ratones no eran nada tontos: en poco tiempo se fueron las obras completas de Dostoievski. Tras ellas, varias novelas francesas. Los escritores norteamericanos quedaron, en general, intactos. A Washington Irving, por ejemplo, ni lo tocaron. Y luego habrá quien afirmará que los estragos del tiempo roen sólo los valores transitorios. A diferencia de papá, mi mamá pasaba tanto tiempo en casa que en un momento eso ya dejó de ser sano: la cocina, el baño, el comedor, los cuartos —todo brillaba de limpio que inclusive el espectador más indiferente en seguida se daba cuenta de que se trataba de una enfermedad. No se podía ver ninguna mancha de grasa en las lozas de la cocina, porque simplemente no las había. En el sinfín de diseños multicolores de los que abundaba la alfombra de la sala, mi mamá podía percibir de lejos la falta de lógica causada por la presencia de algún cuerpo número 441, septiembre 2007

extraño. Entonces se levantaba de la silla, si estaba sentada, se acercaba hasta el lugar observado en la posición de la gata que se lanza sobre un ratón, y con el índice y el pulgar recogía de la alfombra una migajita de pan o un hilito para que los diseños pudieran seguir entrelazándose en su simetría original. Tampoco voy a exagerar si digo que su oído para la suciedad se había agudizado a tal grado que ya no tenía paciencia de esperar que el polvo se asentara, sino que lo agarraba en el vuelo y lo sacaba afuera antes de que eso sucediera. Eso habría quedado dentro del marco de la banalidad si mi mamá, ante la llegada de los invitados, no hubiera empezado a lavar la calle en la que vivíamos, luego toda la escalera del edificio considerando que la estera ante nuestra puerta debía quedar limpia y así sería sólo, creía ella, si el camino ante los invitados se lavara, porque con los zapatos limpios éstos no podían ensuciar nuestro limpiabarros. Yo comprendía a mi mamá por completo, porque desde que mi padre dejó de regresar del trabajo, ella comenzó a sentir su falta no sólo en la cama, que se volvió de repente amplia y demasiado grande, sino que también la silla, en la cual solía estar sentado, empezó a parecer, de alguna manera, incompleta; como si le faltara su parte principal para ser entera. En la soledad, reconstruyendo nostálgicamente los diálogos con el marido, la mamá comenzó a poner demasiada atención a lo que él antaño decía al irse a trabajar: “Cuando regrese, ¡que esto esté limpio!”, gritaba desde la puerta apuntando con el índice esto o aquello. Ella a veces obedecía, a veces no —todo dependía del estado de ánimo del momento. En aquel entonces se veían diariamente, así que una de esas advertencias formaba la dosis usual de conversaciones que tenían que llenar para tener ante sí las pruebas de que estaban vivos. Pero, cuando mi padre empezó a quedarse en el trabajo tanto tiempo que a mi mamá le dio por hojear el álbum con fotografías en las que estaban juntos, las palabras que recordaba de él empezaron a adquirir el carácter de herencia familiar. Así también el “Cuando regrese, ¡que esto esté limpio!”, llegó a ser uno de los preceptos que comenzaron a poblar el alma de mi mamá. A partir de ese momento, la pobre aseaba todo el tiempo para que la limpieza de la casa alegrara a mi padre cuando éste regresara, sin tener el más mínimo cuidado de no excederse en tal actividad. Por lo tanto, yo podía comprender, de todo corazón, los motivos de mi mamá, pero de ninguna manera podía justificarlos ni perdonarle la presión que por medio del cordón umbilical se ejercía sobre mí. Tal secreción en su cerebro me predisponía sobradamente a ser barrendero de la calle, y en el mejor de los casos, lavador de ventanas, que yo de ninguna manera quería llegar a ser. No porque consideraba dichos trabajos indignos, sino por la cuidadosa labor que invertía en mi existencia, a todo nivel, para la cual un trabajo de ese tipo sería como un juego de niños. ¡Cuánta energía he gastado para eliminar esas influencias de mi estructura genética, para poder volver a enfrentarme con la nada de igual a igual y estar en un claro inicial! —mi mamá jamás sabrá por qué en esos días después de terminar de comer sentía de nuevo tanta hambre como si no hubiera comido nada. Mi conflicto más serio —en la literatura científica registrado como ambivalencia— ocurrió cuando mi mamá estaba en el séptimo mes del embarazo. ¿D e b o de n a c e r o n o?, roía mi alma dicha vacilación con respecto a la cual cualquier conflicto posterior era una broma. Cuánto más duraba la indela Gaceta 15

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cisión, los nuevos días sabían más a vergüenza y a fracaso. Si no nacía: me daba pena no ver las montañas, los mares, el cielo, los prados, las mujeres y los demás efectos visuales sobre los cuales leía en las novelas de los impresionistas. Si nacía: me esperaba un profundo desprecio del mundo exterior, el sufrimiento en sí y la eterna soledad. Realmente no era fácil decidirse. Creo que esta indecisión me acompaña incluso hoy en día, después de llevar ya bastante tiempo afuera: simplemente no estoy seguro de si escojo lo correcto, y aquello por lo que no me decido me parece tan atractivo que en todo momento estoy al borde de cambiar de decisión. Pero temo que la atracción, justo en ese instante, cambie de lado y así siga hasta el infinito. De ese temor vivo; calculo: voy a hacer aún esto, voy a ver todavía aquello, voy a fumarme otro cigarrillo... Lo que diría nuestro pueblo (en realidad, yo le pongo esto en la boca, él mismo nunca lo diría): vivo por el miedo de no morir. ¡Qué vergüenza! (esto sí lo dice el pueblo). De veras (me uno a ellos). ¿Es que toda mi vida va a consistir de momentos en los que sólo voy a pensar que es mejor no vivir? Pero yo mismo fui quien buscó lo que tengo —nadie me obligó a tocar en la puerta de la existencia. En la división de espermatozoides en avanzada sólo yo tomé el atajo hasta el óvulo, aunque podía haber cedido el lugar a otro. Me daba golpes en el pecho con mi cola. La penosa soledad que cada día sentía con más frecuencia habría sido quizá más soportable si mi padre por casualidad hubiera venido a casa y platicado con mi mamá. Cualquiera que hubiera sido el tema del que hubieran hablado, yo habría anclado mi oído al cuchicheo de las voces y habría podido dormir más tranquilamente. Pero desde que mi papá dejó de venir (yo ya habría mencionado ese hecho si hubiera venido una sola vez, pero no lo hizo), en la casa reinaba un silencio tan desagradable que a mí me daba escalofríos y a mi mamá se le erizaba la piel. Sólo el erizo estaba indiferente, porque lo erizado de la soledad era su condición natural. Así que los ronquidos de mi mamá mientras dormía, en el principio inaguantables a tal grado que yo tenía que advertírselo desde adentro con mis codos y rodillas, con el tiempo se volvieron preciosos como medicina, algo que escuchaba con agrado. Por supuesto, si mi padre por casualidad hubiera regresado, en ese mismo momento habría dejado de faltarme. Su ausencia hizo que su presencia se apreciara más de lo que se merecía. Contra la organización del mundo no se puede hacer nada. La falta, al parecer, existe para que alguien tenga que irse. Quizá la gente se va sólo para que pudiera faltarle a alguien, de lo contrario se quedaría todo el tiempo allí donde no hace falta. De todos modos, la falta es una trampa grande y una excusa de los que no saben amar. Amar a alguien sólo cuando éste se haya ido o desaparecido y volver a la indiferencia cuando regrese, ¿no es igual de feo como romper todos los aparatos en la casa para que a través de la descarga se viva una realización? Por supuesto que no. Lo segundo es más bonito: con la destrucción de la televisión se libera la imaginación, mientras que con la destrucción de la aspiradora se libera el polvo. Sea como fuere, mi padre por lo menos estaba presente en sí mismo, así que por ningún lado podría atribuírsele la ausencia. Ejercía su trabajo en orden y estaba en buena forma. Es más, su cara reflejaba la alegría de estar vivo, porque por su empresa corrió la voz de que otra vez iban a disminuirles los salarios si cumplían con el plan de trabajo para el fin del mes. Y si lograban cumplirlo aun antes del término, ni siquiera iban 16 la Gaceta

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a pagarles. Mi padre se alegró y cuando se hizo la selección entre los obreros, se apuntó, sin hesitar, al grupo que más trabajaba y menos recibía. La posibilidad del salario mínimo le atraía por varias razones, de las que vale la pena mencionar sólo una. Mientras, siendo un joven artesano con perspectivas, viajaba en busca de trabajo, encontraba el tiempo para leer poesía serbia. Leyendo los poemas de Branko Miljkovi, entre otras cosas, se encontró con el verso: Somos más ricos, cuanto menos tenemos. Estas palabras lo conquistaron de tal manera que en poco tiempo se volvieron su lema. Para que la casualidad fuera aún más increíble, el mismo verso lo encontró, escrito en letras grandes, en la entrada de una empresa, con lo cual su búsqueda de trabajo había terminado. Allí se quedó. Entrando por la puerta, con agrado levantaba la mirada para leer de nuevo las palabras que admiraba, pero cuando dejó de salir de la empresa, ese verso se volvió la consigna que enorgullecía la compañía. Por otro lado, mi padre llegó a querer su empresa también porque del inmenso trabajo no llegaba a pensar en sí mismo. Eso le convenía porque cada vez que algo así le pasaba, la conciencia le reprochaba que era egoísta y que debía dirigirnos, al menos, algunos pensamientos a mi mamá y a mí. Y cuando pensaba en nosotros, mi mamá le devolvía pensamientos en seguida, pero no se satisfacía con sólo pensar en él, sino que lo regañaba y ofendía en los pensamientos de tal manera que a él ya no se le ocurría volver a pensar en nosotros y mucho menos en sí mismo. A pesar de que no alcanzó la gloria por la cantidad de pensamientos con la que nos honraba, mi padre era más astuto de lo que nosotros suponíamos: traspasaba su responsabilidad al dinero que nos mandaba cada mes. Creía que el dinero iba a pensar en nosotros mejor de lo que él sabía hacerlo. Era todo un caballero, sin lugar a dudas. Compraba nuestro amor, que nosotros no poníamos en venta. Lo que en especial destruía mis jóvenes neuronas recién formadas, era el nombre con el cual mi padre me llamaba desde el mismo principio y que pensaba ponerme en cuanto yo apareciera: una boca más. Afortunadamente, mi mamá amenazó con el divorcio si él lo hacia, con lo que, por lo menos, por ese lado estaba tranquilo. Yo, de por sí, estaba tranquilo. Con paciencia influía en los movimientos de mi mamá por la casa. Cuando me apetecía respirar el aire fresco, o sentir un poco de sol, me concentraba intensamente en el pomo de la puerta de entrada. Mi mamá, aunque no de inmediato, dejaba el trabajo iniciado y empezaba a dar vueltas por la casa sin saber qué le pasaba. Entonces se sorprendía a sí misma tomando el abrigo y saliendo. Después de un pequeño paseo por el parque (que me reconfortaba por completo), regresaba a casa pensando que urgentemente debía visitar al siquiatra, porque tal ociosidad no era su estilo. Sobre todo no solía dejar los quehaceres sin terminar. Nunca le pasaba, por ejemplo, que aspirara la mitad de la alfombra y que la otra mitad quedara polvorienta. Se satisfacía con la explicación de que dichas salidas cortas representaban el despertar de la añoranza por el marido, por lo cual aliviada, continuaba con su trabajo. Al aspirar la alfombra también por debajo, llenaba la jofaina con agua caliente, echaba el detergente y se ponía a lavar con cepillo el papel tapiz de las paredes. A menudo ni se daba cuenta de que lavaba lo que estaba perfectamente limpio, ya que sólo unos minutos antes lo había lavado. No aguantaba el polvo ni siquiera dentro de la aspiradora: cada vez que terminaba de aspirar abría el aparato, sacaba la bolsa y la vaciaba número 441, septiembre 2007

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al excusado. Luego se comía viva porque varias partículas de polvo caían en el baño, así que seguía sacando lustre a las losetas y a la tina. Pobre mamá. Una vez se entusiasmó tanto con la mugre que perdió noción de los límites de su propiedad. Vieron cómo al restregar su umbral no pudo detenerse, sino que pasó al del vecino regándolo también con agua. Tampoco se detuvo allí, sino que sin tocar abrió la puerta del departamento de al lado y empezó a sacudir y lavar todo para terminar con las brillantes antenas del techo y los sótanos malolientes de los edificios vecinos. Luego la vieron lavar los árboles en el patio —cada hoja por separado — y después de algún tiempo todo el planeta brillaba por las manos de mi mamá. En el camino también le limpió el sudor de la frente a mi padre, sin notarlo siquiera: en ese momento él era sólo un objeto de su obsesión. Mandó un telegrama a las Naciones Unidas (¿por qué a ellos? —no podía explicarlo), en el cual expresaba su pena por la condición general y rogaba que todo el lodo de este mundo se recogiera en un lugar y lanzara al espacio o aniquilara de otra manera. Pero cuando éstos le contestaron que el planeta Tierra, en general, consiste de lodo, es decir, que el lodo es sólo otro nombre para la tierra mojada, ella ya no podía salir de la desesperación. Entonces se sintió capaz de destruir el planeta, si tan sólo pudiera, o por lo menos, de separar el trigo de los parásitos y aniquilar todo lo sucio para que se quedara en el mundo sólo lo que estaba limpio. Pero, cuando la vecina le explicó, en medio de ese lamento, la esencia de la unidad de los contrarios —afirmando tierna y compasivamente que lo limpio y lo sucio no pueden ir uno sin otro; que lo limpio ni siquiera existiría sin lo sucio— mi

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mamá sonrió a través de las lágrimas y le dijo que se fuera a la mierda. Poco a poco, finalmente llegó el tiempo en que, según el reloj biológico, yo debía nacer. Por preservar la dignidad, yo ignoraba el hecho natural prolongando el embarazo de mi mamá por una semana aproximadamente; no permitía que ninguna naturaleza me tomara bajo su mando. Es decir, hasta el parto aún quedaban unos días y mi mamá ya estaba en el hospital. En el examen de ultrasonido casi me ahogó con la cantidad de agua bebida. Pero yo lo tomé como una buena intención y aprendí a nadar. Es cierto que no tenía mucho espacio para maniobrar, pero dominé la natación de pecho y crol. Hasta salté varias veces cabeza abajo, lo que encrespó la vejiga de mi mamá que casi se orinó ante los médicos. “¡Buen pedazo de futuro hombre!”, decía el médico a mi mamá mientras ella exponía su panza a un aparato toshiba. ¡Par excellance!, seguía repitiendo lo que, en realidad, decía a todas las madres. “¡Un campeón, anda como un reloj!”, mentía fingiendo no notar todo lo que yo, hasta entonces, había sufrido. Ni siquiera las primeras arrugas en mi frente eran una razón suficiente para que me observara mejor. Le hice cuernos con la esperanza de que por lo menos entendiera eso, lo cual lo confundió un poco y empezó a asentir con la cabeza. Se inclinó confidencialmente hacia su colega consultándolo con susurros sobre la capacidad de mi mano. No les quedaba completamente claro si se trataba de alguna anomalía o de una enfermedad hereditaria, inclusive de un defecto dactilar más serio, hasta entonces desconocido por ellos. Y yo sólo quería que dejara de mentir a mi mamá y en vez de campeón le comunicara algo sobre mi cobardía. La reciente ambivalencia me había agotado tanto que en

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poco tiempo adelgacé 1,6 kg. Pesaba apenas 2 kg en el momento en que el médico conversaba con mi mamá, y ése, en general satisfecho con mi aspecto, expresó su extrañeza por mi delgadez. Desafortunadamente, el conflicto seguía, por lo cual el adelgazamiento continuaba. De cuánto me agotaron la manía de la limpieza de mi mamá, la ausencia del padre y las demás radiaciones a nivel planetario, no quiero ni hablar. Cuando papá fue avisado de visitar a mi mamá, porque ésta quería que él estuviera presente en un momento tan grande, él no se sorprendió, porque lo esperaba. Eso mostraba que más o menos estaba al tanto y pensaba en nosotros, probablemente mientras mi mamá dormía. Pero, al enterarse de que quedaban unos días para el parto, decidió aprovecharlos trabajando; seguro para ganar aún menos de lo que necesitaba. Su idea del mundo mejoró considerablemente desde que empezaron a disminuirle el salario. No se podía expresar su alegría cuando dejó de recibir el dinero por su trabajo, y fue aún más difícil de comprender su entusiasmo cuando él empezó a pagarles a ellos por el trabajo que ejercía. Los explotaba al máximo. Hasta le daba un poco de vergüenza, porque la riqueza de su alma crecía con desmesura a medida que materialmente empobrecía. Estaba agradecido hasta las lágrimas al sindicato que le abrió los ojos ante el hecho de que el alma se vuelve incomparablemente más rica a través de la abnegación y la donación. Por eso decidió quedarse hasta el final entregado al trabajo y llevarle a mi mamá al hospital, en lugar de naranjas y plátanos, su alma limpia y autorevelada. En vísperas de mi nacimiento, llegaron al hospital las tres parcas para condimentar mi destino según su capricho. Mi mamá las recibió calurosamente, en particular a la más joven, que determinaba los elementos de la felicidad. A las otras dos les dirigió sólo una mirada llena de súplica, y más tarde les pidió abiertamente que en las decisiones no fueran demasiado rigurosas conmigo. Escuchando sus pláticas, me preguntaba dónde habían estado hasta ahora, ya que yo ya había probado tanto la felicidad como la desgracia, la longitud y la brevedad de la vida, la cercanía de la muerte... Quieto en la matriz como

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un riñón en su grasa, yo sonreía maliciosamente pensando en la expresión de sus rostros cuando se dieran cuenta de que la astucia existía antes que ellas. Mientras el médico las llevaba a un cuarto especial donde iban a pasar la noche y eventualmente intercambiar opiniones con la partera*, a mí me quedó solamente esperar a que mi mamá se durmiera. Sorprender a las parcas no representaba gran reto para mí: disfrutar de las caras que expresaban la perplejidad o algún otro tipo de desgracia, era el deleite más bien de una chismosa pueblerina o un sádico principiante —yo no podía permitir que mi primera experiencia exterior fuera la luz encegecedora del reflector, tampoco una manota que, como si sujetara un martillo de lanzar, iba a estirarme y girarme en el aire. Tales ataques a la dignidad de un recién nacido sólo pueden empeorar las cosas y hacer que, a modo de James Dean, me vuelva en la vida un rebelde sin causa. Tras esperar que las demás parturientas del cuarto se durmieran profundamente y que se apagara la última luz en el hospital, empecé a salirme de la matriz despacio para no despertar a mi mamá. Para ahorrarme la descripción: nada diferente se hacen las aguas mayores. Cosas de las que tanto leía y escuchaba a través de la delgada membrana del vientre, finalmente tenían la oportunidad de mostrarse en todo su tamaño natural. Salí directamente a la oscuridad. Cuando mis ojos se acostumbraron a ver, cuando las formas se sosegaron y desapareció la última huella de paralaxis, gateé hasta el borde de la cama con la intención de alcanzar el suelo y dar un paseo por el círculo del hospital. El cordón umbilical se extendió, en algún momento, hasta el máximo e imposibilitó la continuación de mi desplazamiento. Como si ya supiera qué eran las tijeras, las busqué en el cajón de la mesita de noche y las palpé al primer intento. No, nada era, ni en lo más mínimo, tan maravilloso como yo lo imaginaba. Sólo me quedaba avisarles, de alguna manera, a los nonatos que no se esforzaran en vano. G

Traducción del serbio de Dubravka Sužnjevic´

* Mi mamá escogió a una partera famosa porque todos los niños que ella traía al mundo eran exitosos en la vida y cada segundo tenían suerte. Muchos de ellos tuvieron los mayores premios en el melate.

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La “barca de los muertos” y la barca chamánica*

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Mircea Eliade

La “barca de los muertos” desempeña un gran papel en Malasia y en Indonesia, tanto en las prácticas propiamente chamánicas, como en las costumbres y las lamentaciones funerarias. Todas estas creencias están desde luego en relación, de una parte, con el uso de poner los muertos en canoas o de tirarlos al mar y, de otra, con las mitologías funerarias. La costumbre de colocar a los muertos en barcas podría explicarse mediante vagos recuerdos de emigraciones ancestrales:1 la barca llevaba el alma del muerto a su patria de origen, de donde partieron los antepasados. Pero estos recuerdos eventuales han perdido (tal vez exceptuando a los polinesios) su significación “histórica”: la “patria originaria” viene a ser un país mítico y el Océano que la separa de las tierras habitadas es identificado con las Aguas-de-la-Muerte. El fenómeno es, además, frecuente en la mentalidad arcaica, donde a la “historia” continuamente se le transforma en categoría mítica. Creencias y prácticas funerarias análogas (barca de los muertos, etcétera) se encuentran entre los germános2 y entre los japoneses.3 Pero, tanto entre unos como entre otros, así como también en la región oceánica, junto a un más allá marítimo o submarino (complejo “horizontal”), existe aún un complejo vertical: la montaña como dominio de los muertos,4 o incluso el Cielo. (Recuérdese que la montaña está “henchida” de un simbolismo celeste.) Por lo común, únicamente los privilegiados (los jefes, los sacerdotes, los chamanes, los iniciados, etcétera.) se dirigen hacia el Cielo;5 los demás mortales viajan

* Mircea Eliade, El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis, traducción de Ernestina de Champourcin, México, fce, 1976. 1 Cf. Rosalind Moss: The life after death in Oceania and the Malay Archipielag, Londres, 1925, pp. 4 ss., 23 ss., etc. Acerca de las relaciones entre las formas de las sepulturas y las concepciones de la vida después de la muerte en Oceanía, véase también Frazer: La crainto des morts, vol. i, pp. 231 ss.; Erich Doerr: “Bestattungsformen in Ozeanien”, Anthropos, vol. 30, 1935, pp. 369-420 y 727-65; Carla Van Wylick: Bestattungsbrauchs und Jenseiteglaube auf Celebes, Diss., Basilea, 1940, La Haya, 1941. H. G. Quaritch Wales: Prehistory, pp. 90 ss. 2 Cf. W. Golther: Handbuch der germanischen Mythologie, Leipzig, 1895, pp. 90 ss., 290 y 315 ss.; O. Almgren: Nordische Felszeichungen als religiöse Urkunden, Francfort del Meno, 1934, pp. 196, etc. 3 Alexander Slawik: Kultische Geheimbünde der Japaner und Germanen, pp. 704 ss. 4 Höfler, pp. 221 ss., etc.; Slawik, pp. 687 ss. 5 Para limitarnos al campo que nos interesa, cf. W. J. Perry: Megalithic culture of Indonesia, Manchester, 1918, pp. 113 ss. (después de la muerte los jefes se dirigen al Cielo); R. Moss, pp. 78 ss., 84 ss. (el

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“horizontalmente” o descienden a los Infiernos subterráneos. Añadamos que el problema del más allá y de sus orientaciones es extraordinariamente complejo, y que no puede resolverse únicamente mediante la idea de “patrias originarias” y las distintas formas de enterramiento. En última instancia, nos hallamos con mitologías y concepciones religiosas que, si no son siempre independientes de los usos y prácticas materiales, son, sin embargo, autónomas como estructuras espirituales. Fuera de la costumbre de dejar los muertos en las canoas, existen aún en Indonesia, y parcialmente también en Melanesia, tres importantes categorías de hechos mágico-religiosos que exigen la utilización (real o simbólica) de una barca ritual: 1) la barca para expulsar los demonios y las enfermedades; 2) la que sirve al chamán indonesio para “viajar por el aire” en busca del alma del enfermo; 3) la “barca de los espíritus”, que conduce las almas de los muertos al más allá. Los chamanes desempeñan el papel capital, si no exclusivo, en las dos primeras categorías de ritos; la tercera categoría, aunque consiste en un descenso de tipo chamánico a los Infiernos, rebasa, no obstante, la función del chamán. Como no tardaremos en ver, estas “barcas de los difuntos” más bien se evocan, que no se manejan, y su evocación se efectúa en el curso de las lamentaciones funerarias, que recitan las “plañideras”, no los chamanes. Anualmente, o cuando sobrevienen epidemias, se expulsa a los demonios de la enfermedad del siguiente modo: se les atrapa y se les encierra en una caja, o directamente en la barca, y se echa ésta al mar; o, finalmente, se fabrican muchas figuras de madera, que representan las enfermedades, se colocan en una barca que se abandona en el mar. Esta práctica, ampliamente extendida en Malaya6 y en Indonesia,7 es frecuentemente ejecutada por los chamanes y los hechiceros. La expulsión de los demonios de la enfermedad durante las epidemias es probablemente una imitación del ritual —más arcaico y más universal— de la expulsión de los “pecados” con motivo del Año Nuevo, cuando se procede a la total restauración de la fuerza y de la salud de una sociedad.8

Cielo, lugar de descanso para ciertas clases privilegiadas); A. Riesenfeld: The megalithic culture of Melanesia, pp. 654 ss. 6 Cf., por ejemplo, Skeat: Malay magic, pp 427., etc.; Jeanne Cuisinier: Dances magiques de Kelantan, pp. 108 ss. Existe la misma costumbre en las islas Nicobar, G. Whitehead, op. cit., Fig. de la p. 152. 7 A. Steinmann: Das Kultische Schiff in Indonesien, pp. 184 ss (Norte de Borneo, Sumatra, Java, Molucas, etc.). 8 Cf., nuestro Le mythe de l’Éternel Retour pp. 86 ss.

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El chamán indonesio utiliza, además, una barca durante su curación mágica. En toda la zona indonesia domina la idea de que le enfermedad se debe a la fuga del alma. Con más frecuencia se supone que el alma ha sido arrebatada por demonios o espíritus, y para buscarla el chamán emplea una barca. Éste es, por ejemplo, el caso del bailan de los Dusun: si éste cree que el alma del enfermo ha sido raptada por un espíritu aéreo, se hace una barca en miniatura en uno de cuyos extremos coloca un ave de madera. En esta barca viaja el chamán extáticamente por los aires, mirando a derecha e izquierda, hasta que encuentra el alma del enfermo. Esta técnica es conocida tanto por los Dusun del norte como por los del sur y del este de Borneo. El chamán maangan dispone, además, de una barca de uno o dos metros de largo, que guarda en su casa y en la que sube cuando quiere reunirse con el dios Sahor y pedirle ayuda.9 La idea de un viaje en la barca por los aires no es sino una aplicación indonesia de la técnica chamánica de la ascensión celeste. En vista de que la barca desempeñaba el papel esencial en los viajes extáticos al más allá (país de los muertos y país de los espíritus), emprendidos, ya para acompañar al difunto a los Infiernos, ya para buscar el alma del enfermo arrebatada por los demonios o los espíritus, se ha llegado a utilizar la barca incluso cuando se trata de transportarse, en trance, a los Cie-

los. La fusión o la coexistencia de estos dos simbolismos chamánicos: el viaje horizontal al más allá y la ascensión vertical al Cielo, se manifiesta por la presencia de un Árbol Cósmico en la propia barca del chamán. Este Árbol está representado a veces erguido en el centro de la barca en forma de lanza o de una escala que une la Tierra con el Cielo.10 Encontramos aquí el mismo simbolismo del “Centro”, que permite al chamán llegar al Cielo. En Indonesia el chamán guía al difunto al más allá y con frecuencia utiliza una barca para este viaje extático.11 Pronto veremos cómo las plañideras dayacas de Borneo desempeñan el mismo papel, recitando cánticos rituales donde se habla del viaje del muerto en una barca. También en Melanesia hay la costumbre de dormir cerca de un cadáver: durante el sueño, se acompaña y guía el alma del difunto al más allá, y al despertar se narran las peripecias del viaje. Puede relacionarse esta última práctica, por una parte, con el acompañamiento ritual del muerto por el chamán o la plañidera (Indonesia) y, por otra, con las oraciones fúnebres pronunciadas en Polinesia ante la tumba. En distintos planos, todos estos ritos y costumbres funerarios persiguen el mismo fin: acompañar al muerto al más allá. Pero únicamente el chamán es un psicopompo propiamente dicho y sólo él acompaña y guía in concreto al difunto. G

9 A. Steinmann, pp. 190 ss. La barca chamánica se encuentra asimismo en otros lugares, p. ej., en América (el chamán desciende a los infiernos en una barca; cf. G. Buschan: Illustrierte Völkerkunde, Stuttgart, 2 vols., vol. I, 1922-1926, p. 134; Steinmann, pp. 192).

10 A. Steinmann, pp. 193 ss. Según W. Schmidt (Grundlinien einer Vergleichung der Religionen und Mythologien der austronesischen Völker, Denkschrift der Kaiserlichen Akademie der Wissenschaften in Wien, Phil.-hist., liii, pp. 1-142, Viena, 1910), el Árbol Cósmico indonesio sería de origen lunar, y por esta razón aparece en primer plano en las mitologías de la parte occidental de Indonesia (bien sea Borneo, bien en el sur de Sumatra y en Malaca), mientras que falta en las regiones orientales, donde la mitología lunar debió de ser substituida por los mitos solares; cf, Steinmann, pp. 192 y 199. Pero esta explicación mitológicoastral ha merecido críticas de peso; por ejemplo, F. Speiser en su “Melanesien und Indonesien”, Zeitschrift für Ethnologie, 1938 (pp. 463-81), pp 464 ss. Conviene observar también que el Árbol Cósmico incluye un simbolismo mucho más complejo y que sólo algunos de sus aspectos (por ejemplo la renovación periódica) pueden interpretarse en función de una mitología lunar: véase nuestro Traité d’histoire des religions, pp. 236 ss. 11 Cf., por ejemplo, A.C. Krujt (Kruyt): “Indonesians” (en J. Hastings, ed.: Encyclopedia of religion and ethics, VII, Nueva York, 1951, pp 232-50), p. 244; R Moss, p. 106. Entre los Toradja orientales, ocho o nueve días después de una muerte, el chamán desciende al mundo inferior a fin de traer el alma del difunto y conducirla al cielo en una barca (H.G. Quaritch Wales: Prehistory, pp. 95 ss., según N. Adriani y A. C. Kruyt).

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El significado de la muerte* Claudio Lomnitz

El hecho de que las ideas mesoamericanas relacionadas con la muerte no coincidían completamente con las de los españoles es obvio incluso en el plano del vocabulario básico; para poner un ejemplo: en el siglo xvi, Juan de Córdova listó las palabras del zapoteca para la muerte con los siguientes equivalentes españoles: “[…] muerte, muerte pintada, muerte disfrazada o contrahecha, muerto a tormentos, muerto como valiente, muerto en

pecado o mal, muerto para siempre como para el infierno, muerto en juventud, muerta de parto, muerte trabajosa, muerto ajusticiado, muerto cayendo sin enfermedad, muerto subitamente, nacer muerto, estar a punto de muerto, muerto de hambre, muerto de sed, muerto de frio, muerto todo lo que ha de tener viveza o agudeza, muerte del martyr o en tormento, muerto cansado o tollido, muerto de miedo demudado, muerto estar así sin color.” 1

1 Juan de Córdova, Vocabulario en lengua Çapoteca [Pedro Charte

* Claudio Lomnitz, Idea de la muerte en México, México, fce, 2006.

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y Antonio Ricardo, México, 1573], Ediciones Toledo, México, 1987, edición facsimilar.

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En lo concerniente a las consecuencias espirituales de la muerte, el historiador del arte Paul Westheim hizo la observación hace mucho tiempo de que el principal dios del panteón azteca, Tezcatlipoca, era más caprichoso que justo. El argumento más general de Westheim era que, aunque parece que los aztecas se dedicaron a establecer algunas recompensas en el otro mundo por los actos terrenales, los pueblos mesoamericanos no veían la otra vida como una recompensa o castigo por las virtudes o pecados. En efecto, para los mayas, cuando los muertos finalmente llegaban a su destino, en Xibalbá, estaban destinados a disolverse en energía cósmica; Xibalbá significa “el lugar de los desvanecidos”.2 Es cierto que, entre los aztecas, algunos creían que los niños muertos vivían como “pájaros del corazón”, mamando de los árboles de leche, que se decía que las mujeres que morían en el parto y los guerreros que morían en batalla iban a Apam, un más allá con mucha agua, antes bien que al seco Mictlán; sin embargo, se considera más adecuadamente que esos destinos eran más bien compensaciones por desgracias honrosas o heroísmo que una recompensa concedida después de tomar en cuenta todos los pecados y virtudes: un guerrero valeroso o una madre que había vivido hasta una edad madura iban al Mictlán, antes bien que a Apam, mientras que se suponía que las almas de los niños pájaro del árbol de leche regresarían a otros cuerpos humanos y vivirían una vida completa; además, la teyolia o el tonalli que residían en pájaros, huesos o piedras podían ser invocados o llamados de regreso; así, de acuerdo con la interpretación que hace John Bierhorst de los Cantares mexicanos, las referencias a pájaros y flores eran una manera de llamar de regreso a los espíritus. Parece igualmente posible que el profuso uso de flores en los “días de muertos” fuese inicialmente una manera de llamar de regreso a los espíritus pájaro de los niños y los antepasados; así, los actuales huicholes de Nayarit y Jalisco trazan la forma del antepasado colectivo de la comunidad con cempasúchiles sobre el piso de la iglesia en el Día de Todos los Santos; después, unos muchachos que, disfrazados como búhos, representan las almas de los difuntos rodean al florido antepasado. En ese altar colectivo, los “búhos” toman un poco de las ofrendas de comida que han sido colocadas ahí y luego vuelan hasta cada una de las casas de la comunidad e “imitan el sonido de los búhos, mientras juegan con el sufijo que significa ‘difunto’”.3 Al día siguiente, las flores que han sido utilizadas para dar forma al antepasado colectivo se distribuyen entre las casas de la comunidad, donde se conservan hasta que se desintegran, práctica que sugiere marcadamente un vínculo simbólico entre las flores y el espíritu del difunto. A los españoles les pareció que esa topografía de la otra vida era muy útil y también les agradó la idea de que algunos otros mundos estuviesen situados en el firmamento, mientras que otros formaban parte del inframundo. Rápidamente redujeron el Mictlán y todos los otros inframundos nativos a su noción de infierno, mientras que se valieron de los otros mundos de los firmamentos más altos como afines lingüísticos del cielo. Por

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otra parte, los otros mundos, como el valle de Teotlixco, lleno de pájaros, tenían un timbre infantil para el oído español y, como las esperanzas de Colón de encontrar el Edén, parecen haberse desvanecido rápidamente. El Concilio de Trento había apoyado la doctrina del purgatorio, pero clamó en contra de la noción de que fuese un lugar real en el mundo. El clero de la Contrarreforma confinó esas ideas del pasado a un útil basurero denominado “superstición”. A diferencia de la herejía y la apostasía, que implicaban una renuncia consciente a la fe verdadera, la superstición era el lamentable producto de la ignorancia. Naturalmente, la superstición llegó a ser una categoría muy útil para muchas creencias mexicanas sobre la vida y la muerte. No obstante, el intento por injertar el cristianismo en los sistemas clasificatorios nativos no necesariamente convertía a los indios a la orientación de los españoles hacia la vida y la muerte. Si los indios no veían el más allá como una recompensa eterna por los actos terrenales, la muerte no podía ser un sitio imaginario para la crítica de las ilusiones de la vida. En efecto, aunque la imaginería de la calavera mexicana se confunde fácilmente con su contrapartida cristiana, provee un ejemplo clásico de por qué la iconografía comparativa no puede reemplazar a la investigación histórica. Entre los españoles, la calavera representaba la brevedad de la vida y, a la vez, los falsos atractivos del cuerpo. En manos de San Francisco, era un llamamiento urgente a llevar una vida cristiana; en el rostro de una dama frívola, mostraba lo que pronto llegaría a ser, lo que realmente era ya. En las “procesiones de sangre” destinadas a detener la pestilencia en la Nueva España, en ocasiones los penitentes llevaban una calavera en una mano, mientras se castigaban con la otra: la calavera era un recordatorio de lo que muy pronto llegarían a ser los penitentes y del destino que buscaban posponer mediante sus votos sagrados;4 por lo tanto, la Muerte, representada como una calavera o un esqueleto, era el momento de la verdad, “la hora de la verdad”, como en ocasiones se le llama en español. En Mesoamérica, en cambio, la calavera y otros restos del esqueleto eran el último sitio corporal reconocible que alojaba los restos de la teyolia, antes de que todo fuese transferido a un pájaro, una piedra, un heredero o un señor; por lo tanto, la calavera era un símbolo tanto del renacimiento terrenal como de la muerte, mientras que la transposición de la carne viva y la calavera era un recordatorio de la dualidad e interdependencia de la muerte y el nacimiento o de la muerte y el poder, antes bien que un símbolo de la brevedad de la vida o de sus vanas pasiones. Para los aztecas y otros pueblos autóctonos de México, por el contrario, las pasiones eran el punto culminante de la teyolia: debían ser administradas cuidadosamente a fin de crecer fuerte y vivo, pero no se desconfiaba de ellas ni se creía que fuesen falsas. Si los mayores amonestaban a los jóvenes púberes para que se refrenaran del contacto sexual antes del matrimonio, era porque derramar el semen antes atrofiaría su crecimiento y socavaría su fuerza, no porque la sexualidad

2 Mario Humberto Ruz, “Del Xibalbá, las bulas y el etnocidio: los

mayas ante la muerte”…, op. cit., p. 6. 3 Philip E. Coyle, From Flowers to Ash: Náyari History, Politics, and Violence, The University of Arizona Press, Tucson, 2001, pp. 121123.

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4 Manuel B. Trens, “La flagelación en la Nueva España,” Boletín

del Archivo General de la Nación 24, no. 1, 1944, pp. 86.

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fuese un pecado que sería pagado muy caro en la otra vida. A pesar de la importancia de las ciudades mesoamericanas, las religiones autóctonas se fundamentaban en la agricultura: se valían de los ritos y objetivos agrícolas para legitimar el Estado. La muerte proveía un eslabón clave entre la agricultura y el Estado porque era el momento de transferencia de una fuerza vital: una muerte pacífica en la casa familiar significaba que la teyolia y el tonalli del individuo fortalecerían la casa, fertilizarían sus tierras y fortalecerían a sus hombres y mujeres; una muerte violenta dejaba un alma aire persistente que debilitaría a los restantes miembros de la comunidad; finalmente, el sacrificio de un esclavo o cautivo fortalecía a la aristocracia y al Estado a expensas de otros.

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El profundo vínculo entre la fertilidad agrícola y la continuidad de la familia y el Estado también es visible en la imaginería azteca de la calavera: la calavera en el centro del calendario oficial del Estado, la hilera de calaveras en la base de la pirámide, la calavera en medio del disco solar. En esos contextos, la calavera era una manera de representar el statu quo de explotación, pero estable, un calendario y un ciclo agrícolas que a la vez apuntalaban y descansaban en el Estado sacrificial. Los muertos garantizaban la fertilidad continua de la tierra y la fuerza del Estado. G

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La muerte Clínica* Iván Illich

La Revolución francesa marcó una breve interrupción en la medicalización de la muerte. Sus ideólogos creían que la muerte inoportuna no atacaría a una sociedad construida sobre su triple ideal. Pero la apertura del ojo clínico del médico lo llevó a mirar la muerte con una nueva perspectiva. Mientras los mercaderes del siglo xvii habían determinado la imagen de la muerte con ayuda de los charlatanes que empleaban y pagaban, ahora los clínicos comenzaron a dar forma a la visión del público. Hemos visto a la muerte convertirse del llamamiento de Dios en un acontecimiento “natural” y después en una “fuerza de la naturaleza”; en una mutación ulterior se convierte en acontecimiento “inoportuno” a menos que llegue a quienes están sanos y viejos. Ahora pasó a convertirse en el desenlace de enfermedades especificadas por el médico. La muerte se ha desvanecido hasta convertirse en una figura metafórica y las enfermedades mortíferas han ocupado su lugar. La fuerza general de la naturaleza que se había celebrado como “muerte” se convirtió en una multitud de causas específicas de defunción clínica. Actualmente vagan por el mundo muchas “muertes”. En las bibliotecas privadas de médicos de fines del siglo pasado hay numerosas ilustraciones de libros que muestran al doctor luchando a la cabecera de su paciente contra enfermedades personificadas. La esperanza que tenían los médicos de controlar el desenlace de enfermedades específicas dio lugar al mito de que tenían poder sobre la muerte. Los nuevos poderes atribuidos a la profesión dieron lugar a la nueva posición social del clínico.1 Mientras el médico de la ciudad se convertía en clínico, el médico rural pasaba a ser primero un sedentario y luego un miembro de la élite local. En la época de la Revolución francesa había pertenecido todavía al sector itinerante. El excedente de cirujanos castrenses de las guerras napoleónicas volvió al hogar con una vasta experiencia y buscó una manera de vivir. Militares adiestrados en el campo de batalla, pronto pasaron a ser los primeros médicos residentes en Francia, Italia y Alemania. La gente sencilla no confiaba del todo en sus técnicas y los ciudadanos serios se sentían disgustados por sus modales rudos, pero aun así tenían clientela por su reputación entre los veteranos de las guerras napoleónicas. Enviaron a sus hijos a las nuevas escuelas de medicina que brotaban en las ciudades y

éstos al volver crearon el papel del médico rural que continuó sin modificarse hasta la Segunda Guerra Mundial. Obtuvieron sólidos ingresos desempañando la función de cabecera de la clase media que podía muy bien sostenerlos. Algunos de los ricos de las ciudades adquirían prestigio viviendo como pacientes de clínicos famosos, pero a principios del siglo xix el médico urbano afrontaba todavía una competencia mucho más seria procedente de los técnicos en medicina de antaño: la partera, el sacamuelas, el veterinario, el barbero y algunas veces la enfermedad pública. No obstante la novedad de su papel y la resistencia a éste arriba y abajo, a mediados de siglo el médico rural europeo había pasado a ser un miembro de la clase media. Ganaba suficiente actuando como lacayo de algún hacendado, era el amigo de la familia de otros notables, algunas veces visitaba enfermos humildes y enviaba sus casos complicados a algún colega, clínico de la ciudad. Así como la muerte “oportuna” había tenido su origen en la naciente conciencia de clase del burgués, la muerte “clínica” se originó en la naciente conciencia profesional del nuevo médico, adiestrado científicamente. En lo sucesivo, una muerte oportuna con síntomas clínicos pasó a ser ideal de los médicos de la clase media,2 y pronto habría de incorporarse en los objetivos sociales de los sindicatos.

* Iván Illich. Obras reunidas I, México, fce, 2006. 1 Richard H, Shryock, The Development of Modern Medicine: An Interpretation of the Social and Scientific Factors Involved, 2a. ed., Knopf, Nueva York, 1947.

2 Hildegard Steingiesser, Was die Ärzte aller Zeiten vom Sterben wussten, Arbeiten der deutch-nordischen Gesellscaft für Geschichte der Medizin, der Zahnheilkunde und der Naturwissenschften, Univ. Verlag Ratsbuchhandlung L. Bamberg, Greifswald, 1936.

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La muerte natural sindicalizada En nuestro siglo, la muerte de un valetudinario sometido a tratamiento por médicos adiestrados llegó a considerarse, por primera vez, como derecho civil. En los contratos de los sindicatos se introdujo la asistencia médica para los viejos. El privilegio capitalista de la extinción natural por agotamiento en un sillón de director cedió el paso a la exigencia proletaria de recibir servicios de salud durante la jubilación. La esperanza burguesa de continuar en calidad de viejo sucio en su puesto fue expulsada por el sueño de llevar una activa vida sexual amparado en la seguridad social en una aldea de jubilados. La atención a toda afección clínica durante toda la vida pronto se transformó en una exigencia perentoria de acceso a una muerte natural. La asistencia médica institucional durante la vida había llegado a ser un servicio que la sociedad debía prestar a todos sus miembros.

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La “muerte natural” apareció entonces en los diccionarios. Una gran enciclopedia alemana publicada en 1909 la define por medio del contraste: “la muerte anormal se opone a la muerte natural porque es resultado de enfermedades, violencias o trastornos mecánicos y crónicos”. Un prestigiado diccionario de conceptos filosóficos expresa que “la muerte natural llega sin enfermedad previa, sin causa específica definible”. Fue este concepto macabro aunque alucinante de la muerte el que llegó a entrelazarse con el concepto del progreso social. Pretensiones, legalmente válidas, a la igualdad en la muerte clínica

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diseminaron las contradicciones del individualismo burgués entre la clase trabajadora. El derecho a una muerte natural fue formulado como demanda de igual consumo de servicios médicos, más que como liberación de los males del trabajo industrial o como nuevas libertades y poderes para la autoasistencia. Este concepto sindicalista de una “muerte clínica igual” es el inverso del ideal presupuesto en la Asamblea Nacional de París en 1792, es un ideal profundamente medicalizado. En primer lugar, esta nueva imagen de la muerte apoya nuevos aspectos de control social. La sociedad ha adquirido la

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responsabilidad de prevenir la muerte de cada hombre: el tratamiento, eficaz o no puede convertirse en un deber. La fatalidad que sobrevive sin tratamiento médico puede convertirse en un caso a cargo del médico forense. El encuentro con un médico llega a ser casi tan inexorable como el encuentro con la muerte. Conozco el caso de una mujer que intentó matarse. La llevaron al hospital en estado comatoso, con dos proyectiles alojados en la columna vertebral. Empleando medidas heroicas el cirujano logró mantenerla viva y considera ese caso una doble hazaña: la mujer vive y está totalmente paralizada, de manera que ya no hay que preocuparse que jamás vuelva a intentar suicidarse. Nuestra nueva imagen de la muerte también cuadra con el ethos industrial.3 Irrevocablemente, la buena muerte ha llegado a ser la del consumidor normal de asistencia médica. Así como a principios del siglo quedaron definidos todos los hombres como alumnos nacidos en estupidez original y necesitando ocho años de escuela antes de poder entrar a la vida productiva, actualmente se les marca desde que nacen como pacientes que necesitan toda clase de tratamiento si quieren llevar la vida de la manera adecuada. Así como el consumo obligatorio de educación llegó a utilizarse como medio para discriminar en el

trabajo, así el consumo médico ha llegado a ser un recurso para aliviar el trabajo malsano, las ciudades sucias y el transporte que destroza los nervios.4 ¡Qué necesidad hay de preocuparse por un ambiente menos asesino cuando los médicos están equipados industrialmente para actuar como salvavidas! Por último, la “muerte bajo asistencia obligatoria” fomenta la reaparición de las ilusiones más primitivas acerca de las causas de la muerte. Como hemos visto, los pueblos primitivos no mueren de su propia muerte, no llevan lo finito en sus huesos y están todavía cerca de la inmortalidad subjetiva de la bestia. Entre ellos, la muerte requiere siempre una explicación sobrenatural, alguien a quien culpar: la maldición de un enemigo, el hechizo de un mago, la rotura del hilo en manos de las Parcas o Dios que envía a su ángel de la muerte. En la danza con su imagen en el espejo, la muerte europea surgió como acontecimiento independiente de la voluntad de otro, como fuerza inexorable de la naturaleza que todos tenían que afrontar solos. La inminencia de la muerte era un recordatorio agudo y constante de la fragilidad y delicadeza de la vida. A fines de la Edad Media, el descubrimiento de la “muerte natural” pasó a ser uno de los motivos principales de la lírica y del teatro europeos. Pero la misma inminencia de la muerte, una vez percibida

3 Bernard Ronze, “L’antitragique ou l’homme qui perd sa mort”, Études, noviembre de 1974, pp. 511-528, sostiene que el esfuerzo por programar la muerte es un intento de minar la capacidad humana para la esperanza y la angustia, para la soledad y la trascendencia.

4 Segfried Giedion, Mechanization Takes Command: A Contribution to Anonymus History, Norton, Nueva York, 1969. Sobre la mecanización y la muerte, véase pp. 209-240.

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como amenaza extrínseca procedente de la naturaleza, llegó a ser uno de los desafíos más importantes para el naciente ingeniero. Si el ingeniero civil había aprendido a manejar la tierra, y el pedagogo-hecho-educador a manejar el conocimiento, ¿por qué el biólogo-médico no había de manejar la muerte?5 Cuando el médico urdió interponerse entre la humanidad y la muerte, esta última perdió la inmediación y la intimidad que había ganado 400 años antes. La muerte, que había perdido rostro y forma, había perdido su dignidad. El cambio en la relación médico-muerte puede ilustrarse bien siguiendo el tratamiento iconográfico de este tema.6 En la época de la Danza de la Muerte, el médico es raro; en el único dibujo que he localizado en que la muerte trata al médico como colega, aquélla ha tomado a un viejo con una mano, mientras en la otra lleva un vaso con orina y parece pedir al médico que confirme su diagnóstico. En la época de la Danza de la Muerte, el hombre esqueleto hace del médico el principal blanco de sus burlas. En el periodo anterior, mientras la muerte todavía llevaba algo de carne, le pide al médico que examine en su propia imagen en el espejo lo que sabe acerca de las entrañas del hombre. Más tarde, como esqueleto descarnado, se burla del médico por su importancia, hace bromas por sus honorarios o los desprecia, ofrece medicamentos tan nocivos como los que despacha el médico y trata a éste como a un mortal más introduciéndolo en la danza. La muerte barroca parece inmiscuirse constantemente en las actividades del médico, burlándose de éste cuando vende sus mercancías en una feria, interrumpiendo sus consultas, transformando sus frascos de medicamentos en relojes de arena o bien ocupando el lugar del médico en una visita al lazareto. En el siglo xviii aparece un nuevo motivo: se burla del médico por sus diagnósticos pesimistas y la muerte parece solazarse abandonando a los enfermos que el médico ha condenado, y arrastrando al médico a la tumba mientras deja el paciente con vida. Hasta el siglo xix, la muerte siempre está en tratos con el médico o con el enfermo, habitualmente tomando la iniciativa. Los contendientes se hallan en extremos opuestos del lecho del enfermo. Sólo después de haberse desarrollado considerablemente la enfermedad clínica y la muerte clínica encontramos los primeros dibujos en que el médico toma la iniciativa y se interpone entre su

paciente y la muerte. Tenemos que esperar hasta la Primera Guerra Mundial para ver médicos luchando con el esqueleto, arrastrando a una joven de su abrazo y arrebatando la guadaña de la mano de la muerte. Alrededor de 1930 un hombre sonriente, vestido de blanco, se precipita contra un esqueleto sollozante y lo aplasta como mosca con dos volúmenes del Lexicon of Therapy de Marle. En otros dibujos, el médico levanta una mano y proscribe a la muerte al mismo tiempo que sostiene los brazos de una joven a quien la muerte sujeta de los pies. Max Klinger representa al médico cortando las plumas de un gigante alado. Otros muestran al médico encerrando al esqueleto en prisión o incluso pateando su huesudo trasero. Ahora es el médico en lugar del paciente el que lucha con la muerte. Como en las culturas primitivas, de nuevo puede culparse a alguien cuando triunfa la muerte. Ese alguien no es más una persona con rostro de brujo, un ancestro o un dios sino el enemigo en la reforma de una fuerza social.7 Actualmente, cuando se incluye la defensa contra la muerte de la seguridad social, el culpable acecha en el seno de la sociedad. El culpable puede ser el enemigo de clase que priva al trabajador de suficiente asistencia médica, el doctor que se niega a hacer una visita nocturna, la empresa multinacional que eleva el precio de los medicamentos, el gobierno capitalista o revisionista que ha perdido el control sobre sus cuaranderos o el administrador que contribuye a adiestrar médicos en la Universidad de Delhi y luego los vacía en Londres. Se está modernizando la tradicional cacería de brujas a la muerte de un jefe de tribu. Por cada muerte prematura o clínicamente innecesaria, puede encontrarse alguien o alguna entidad que irresponsablemente demoró o impidió una intervención médica. Gran parte del progreso de la legislación social durante la primera mitad de siglo xx habría sido imposible sin el empleo revolucionario de esa imagen de la muerte industrialmente cincelada. No pudo haber surgido el apoyo necesario para agitar a favor de esa legislación ni haberse despertado sentimientos de culpa suficientemente fuertes para lograr su promulgación. Pero la demanda de una alimentación médica igual tendiente a una clase igual de muerte ha servido también para consolidar la dependencia de nuestros contemporáneos respecto de un sistema industrial en expansión sin límites. G

5 Alfred Adler, “Ein Beitrag zur Psychologie der Berufswahl”, en Alfred Weber y Carl Furtmüler (comps.), Heilen und Bilden, Fischer, Frankfurt, 1973.

6 Véase especialmente Block, Der Arzt und der Tod; Warthin, “The Physician of the Dance of Death”; Briesenmeister, Blider des Todes. 7 Seleccioné estos ejemplos entre cientos de reproducciones reunidas por Valentina Borremans en Cuernavaca; todas representan los rasgos y gestos de la muerte antropomórfica.

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La transferencia como temor a la muerte*

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Ernest Becker

El temor a la vida es un aspecto de la transferencia, y junto a él está el temor a la muerte. A medida que crece el niño se da cuenta de la muerte, y tiene dos razones para refugiarse en los poderes del objeto de la transferencia. El complejo de castración hace del cuerpo un objeto de horror, y el objeto de la transferencia soporta el peso del abandono del proyecto de causa sui. El niño usa el objeto para asegurar su inmortalidad. ¿Hay algo más natural? No resisto la tentación de citar la frase de Gorki en la que manifiesta su famoso sentimiento por Tolstoi, y que resume muy bien ese aspecto de la transferencia: “No me sentiré desolado en este mundo mientras viva este viejo”.1 Estas palabras provienen de lo más profundo de la emoción de Gorki. No es sólo un simple deseo o un pensamiento consolador, sino la creencia de que el misterio y la solidez del objeto de la transferencia le ofrecerá al escritor un refugio mientras viva. Este uso del objeto de la transferencia explica la necesidad de deificar a otra persona, de colocar constantemente a ciertas personas selectas sobre pedestales, y atribuirles poderes extraordinarios. Cuanto más poder tienen, tanto más nos aniquilan. Participamos en su inmortalidad, y por eso creamos inmortales.2 Como Harrington señaló gráficamente: “Estoy causando una profunda impresión en el cosmos, porque conozco a esa famosa persona. Cuando el barco se haga a la mar, yo estaré en él.”3 Rank afirmó: el hombre está hambriento de material para construir su inmortalidad. Las masas también necesitan esto, lo que explica el hambre constante de los héroes: “Cada grupo, pequeño o grande, siente, como tal, un impulso individual que busca la eternidad, que se manifiesta en la creación y en la conservación de los héroes nacionales, religiosos y artísticos… El individuo prepara el camino para este impulso colectivo de la eternidad…” 4 Este aspecto de la psicología de las masas explica algo que de otra manera haría temblar nuestra imaginación: ¿Nos sentimos asombrados por el fantástico despliegue de dolor que hacen los pueblos cuando muere uno de sus caudillos? El desbordamiento emocional sin dominio, el ofuscamiento de las masas que se apiñan en las plazas, a veces durante varios días,

* Ernest Becker, El eclipse de la muerte, México, fce, 1979. 1 E. Becker, The Structure of Evil, p. 192. 2 Cf. AA, p.407. 3 Harrington, The Immortalist, p. 101. 4 AA, p. 411.

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los adultos envileciéndose histéricamente y atormentándose, pisoteándose unos a otros en la oleada de gente que avanza hacia el ataúd o la pila funeraria. ¿Qué sentido tiene esta “exhibición de desesperación” neurótica y multitudinaria?5 En un aspecto, esto muestra un profundo estado de conmoción al perder nuestro baluarte contra la muerte. Los individuos perciben en un nivel obscuro de su personalidad: “Nuestro locus de poder para dominar la vida y la muerte puede desaparecer; por ellos nuestra inmortalidad es dudosa”. Todas las lágrimas y la desolación, después de todo son por uno mismo y no por la muerte de una gran personalidad, sino por nuestra propia muerte inminente. Al punto, los hombres comienzan a bautizar de nuevo las calles, las plazas, los aeropuertos con el nombre del caudillo muerto, como si se declarara que será inmortalizado físicamente por la sociedad, a pesar de su muerte física. Esto se vio comprobado en los funerales que los norteamericanos le hicieron a los Kennedy, y los franceses a De Gaulle, y en especial los egipcios a Nasser, que fue un desbordamiento primitivo y elemental: de inmediato pidieron a gritos que se renovara la guerra contra Israel. Como se sabe, sólo los chivos expiatorios pueden librarnos de nuestro gran temor a la muerte. El individuo piensa: “Me siento amenazado por la muerte, por ello asesinaré a muchos hombres”. Cuando muere una figura “inmortal”, la necesidad de un chivo expiatorio puede volverse especialmente intensa. Lo mismo sucede con la susceptibilidad al pánico total como lo estudió Freud.6 Cuando el caudillo muere, el artificio que se ha usado para negar el terror al mundo se destruye instantáneamente. ¿Qué más natural, pues, que experimentar el pánico que nos ha amenazado en el fondo de nuestro ser? El vacío de la sustancia de inmortalidad que provoca la pérdida absoluta del caudillo, es evidentemente demasiado penosa para soportarla, en especial si el caudillo poseía un mana poderoso o representaba o simbolizaba un gran proyecto heroico para el pueblo. Es interesante observar cómo una de las sociedades industriales más adelantadas del siglo xx se dedicó a mejorar las antiguas técnicas egipcias de momificación para embalsamar al caudillo de su revolución. Parece como si los rusos no pudieran dejar a Lenin ni después de su muerte, y por ello lo sepultaron como símbolo permanente de inmortalidad. Esta sociedad supuestamente “secular” realiza peregrinaciones a una tumba y entierra a sus figuras heroicas en el “muro sa-

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Harrington, The Immortalist, p. 46. Freud, La psicología de las masas, pp. 37-38.

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grado” del Kremlin, un lugar “venerado”. Por muchos templos que hayan sido cerrados o por humanitario que afirme ser el caudillo o el movimiento político, nunca habrá nada totalmente secular en el temor humano. El terror del hombre “es un

terror sagrado”. Esta expresión popular es muy adecuada. El terror siempre se relaciona con los fundamentos de la vida y de la muerte.7 G

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7 Para esto cf. el excelente reportaje de Harold Orlansky, “Reactions of the Death of President Roosevelt”, The Journal of Social Psychology, 1947, 26: 235-236; y también D. De Grazia, “A Note on the Psychological Position of the Chief Executive”, Psychiatry, 1945, 8: 267-272.

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Un juicio literario terminante Por Beatrice von Matt

Historia trágica de la literatura de Walter Muschg, México, fce, 2007

Walter Muschg oficia como sacerdote de la poesía que él mismo canoniza: su reflexión literaria equivale a una teología y, como todo guía intelectual, espera tener seguidores. Su escritura es autoritaria e incisivamente crítica pero, a la vez, seductora y precisa; que la Historia trágica de la literatura —es como un poema que el propio Muschg hubiera escrito ya lo dijo uno de sus discípulos, el escritor Urs Widmer, en el prólogo a la edición de 1953. El editor actual, Daniel Keel, ha interpretado esto —y con mucho mérito— al pie de la letra. Magos y cantores La primera edición (de 1948) apareció en tiempos aciagos: ante los ojos del profesor de Basilea Europa yacía enterrada bajo las cenizas. Su obra debe comprenderse desde esa circunstancia: de ahí sus exigencias tan determinadas por la época, de ahí la necesidad de acudir a tipos arcaicos de poesía o, mejor dicho, a ciertos tipos de poetas que suelen resurgir en todas las épocas. A través de estos capítulos poderosamente seductores los poetas son alabados como “magos”, “cantores” o “visionarios”: Orfeo, Homero, los dramaturgos áticos, Hesiodo, Píndaro, Dante, Shakespeare, Lutero, Calderón, Kafka… los conjura a todos como si fueran capaces de restituir aquel mundo perdido por la devastación. De entre sus contemporáneos apenas distingue a unos cuantos inspirados pero reconoce la vaga silueta de otros, como formas entre las penumbras: Gotthelf, Stifter y Hölderlin (“cuya estatura por primera vez fue comprendida en nuestra época”). En realidad espera que del pasado provenga una redención para su propia época; su punto de fuga en el horizonte literario es, por supuesto, Goethe, quien 30 la Gaceta

“recorrió todos los caminos y todas las formas posibles del arte poética”. Esta afirmación de Muschg es literal, se refiere en verdad a la totalidad de los tipos poéticos: no sólo al mago, al visionario y al cantor sino también a sus atenuadas formas menores (los prestidigitadores, los sacerdotes y los versificadores) e incluso a las “clases inferiores” (los literatos y los periodistas). Estos últimos no conocen lo que caracteriza a los verdaderos poetas: el sufrimiento, pero incluso ellos se hallan representados en Goethe. Así, el patriarca de lo poético es una suerte de Dios de la transmutación. A diferencia de Emil Staiger (su rival de Zurich) Muschg no considera a Goethe un neoclásico sino un poeta demónico y azaroso; en arrebatadoras digresiones a propósito del Fausto demuestra la proximidad entre Goethe y los románticos; dibuja, así, un retrato que nos parece especialmente atractivo hoy en día. Muschg insiste sobre todo en encontrarle un sentido poético al desgarramiento y encuentra algo de esto incluso en el apacible Novalis, quien deja que el arte y la religión fluyan juntos y acaba muriendo por ello. Nuestro autor pinta a los primeros románticos como si fueran figuras de un aquelarre en cuyas llamas los portadores del fuego siempre acaban consumidos. Por otro lado, no podríamos prescindir de sus magníficos esbozos de figuras marginales: no las celebra demasiado pero tampoco arremete contra ellas; su situación de individuos à part les asegura un tratamiento despreocupado por Muschg, tal es el caso, por ejemplo, de Wolkenstein, aquel aventurero de “rara bravura” cuyos poemas de andanzas son un “alocado percance” en la historia literaria que ayudó a destronar a los trovadores cortesanos. En todo lo demás Muschg y Staiger

(los dos titanes de las letras alemanas en Suiza de 1930 a 1970) tenían posturas muy cercanas, como pudieron constatarlo sus discípulos: ambos eran conservadores y se mostraban notablemente escépticos —incluso hartos— de los grandes temas que trataban los modernos; cultivaron animadversiones similares contra Heine o contra Thomas Mann; consideraban que su disciplina era su imperio personal y lo gobernaban con suprema autoridad (Muschg hasta su muerte en 1965 y Staiger hasta la “controversia literaria de Zurich” de 1966). Quienes estudiamos en Zurich en esa época teníamos a Staiger. Se podía aprender mucho de él, especialmente una interpretación hermenéutica de los textos; esbozaba, además, retratos maravillosos de los poetas que discutía. De vez en cuando nos salíamos del redil y leíamos la Historia trágica de la literatura, la “htl” como la llamaban los compañeros de Basilea, pero a ninguno de nosotros se le habría ocurrido ponerse a citar a Muschg frente a Staiger —y seguramente lo mismo ocurriría del otro lado con los compañeros de Basilea—: los emperadores habrían interpretado tal gesto como una grave violación a la fe jurada. Desde un punto de vista estrictamente histórico, no fue Muschg quien canonizó la época de los poetas: eso debió hacerlo el “nervioso esteta” Angelus Silesius o quizás Erasmo, de quien Muschg tenía un concepto escandalosamente negativo. Muschg veía en este humanista a un “vanidoso”, un “quisquilloso” de “cuerpo endeble y quebradizo” que escribía sólo “para no tener que lamentarse de su condición”; de ahí no puede surgir ninguna “gran poesía”, incluso tampoco “literatura”; este tipo “enano” del literato esteta resurgiría, según Muschg, con Boileau y con el odioso y “comadresco” Voltaire. número 441, septiembre 2007

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Entre los escritores Muschg advierte a menudo un peregrinaje del alma, que está presente en todos los autores que alaba. Esto puede ser iluminador cuando, por ejemplo, rastrea una filiación entre Hafis y Till Eulenspiegel, pasando por Villon; pero, a la vez, la serie de proscripciones que emite es injustamente radical: junto a Heine condena a George, a Rilke, a Benn, a Spitteler. Otros se ven destinados al silencio: Brecht, Hesse, Lasker-Schüler, Robert Walser, Musil. A este gesto de condenación, no obstante, lo acompaña un memorable gesto de heroicidad. Muschg tiene un olfato genial para redescubrir autores como el menospreciado Frank Wedekind: en la víspera de la Primera Guerra Mundial

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sube a este dramaturgo al escenario y lo presenta no sólo como un “actor” sino como un “profeta” que se pone el gorro de bufón para que le presten oídos; el sollozo en la voz de este payaso tiene, en realidad, un fundamento religioso. Una arbitraria interpretación de la cultura Muschg abarca un horizonte muy amplio: desde los profetas judíos y los griegos clásicos hasta Blake y Whitman, pasando por las epopeyas indias y por Grimmelshausen. No conoce, además, ningún tipo de nacionalismo literario; su obra está determinada de modo específico: se trata de “lo otro como otra histo-

ria de la literatura”, según él mismo enfatiza. En el fondo procede de manera ahistórica, pues en cada capítulo conjura la “forma primigenia” de la mirada mágica, mítica o mística; estos arquetipos de poesía se comportan, en el tiempo vertiginoso, como una forma proteica y gracias a ella es posible encontrar líneas de desarrollo. Uno queda pasmado frente a este monumento de arbitraria interpretación de la cultura y, al mismo tiempo, no puede sino estremecerse por tan apasionado ejercicio de la consagración y el menosprecio.

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Traducción del alemán de Juan Carlos Rodríguez

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Gerente: Susana Acosta Sede, almacén y librería: Rua Bartira 351, Perdizes, São Paulo CEP 05009-000 Tel.: (5511) 3672 3397 y 3864 1496 Fax: (5511) 3862 1803 [email protected]

Gerente: César Aguilar Sede, almacén y librería: Calle 73, 54-31, Barrio 12 de Octubre, Bogotá Tel.: (571) 4858 585 [email protected] www.fce.com.co

Gerente: Rosario Torres Sede, almacén y librería: Jirón Berlín 238, Miraflores, Lima 18 Tel.: (511) 4472 848, Fax: (511) 4470 760 Librería: Comandante Espinal 840, Miraflores Librería: Jirón Julin 387, Trujillo [email protected] www.fceperu.com.pe

CENTROAMÉRICA

ESPAÑA

VENEZUELA

Gerente: Carlos Sepúlveda Sede, almacén y librería: 6a. Avenida 8-65, Zona 9 Guatemala, C. A. Tel.: (502) 2334 1635 Fax: (502) 2332 4216 www.fceguatemala.com

Gerente: Marcelo Díaz Sede y almacén: Vía de los Poblados 17, Edificio IndebuildingGaico 4-15 28033, Madrid Tel.: (3491) 763 2800 y 5044 Fax: (3491) 763 5133 Librería: Juan Rulfo, C. Fernando El Católico 86 Conjunto Residencial Galaxia, Madrid 28015 Tels.: (3491) 5432 904 y 960 Fax: (3491) 5498 652 [email protected] www.fcede.es

Gerente: Pedro Juan Tcat Sede y almacén: Edificio Torre Polar P. B. Local "E" Plaza Venezuela, Caracas Tel.: (58212) 5744 753 Fax: (58212) 5747 442 Librería: Av. Francisco Surano entre la 2a Avenida de las Delicias y calle Santos Erminy, Sabana Grande, Caracas Tel.: (58212) 7632 710 Fax: (58212) 7632 483 [email protected] www.fcevenezuela.com

PERÚ

Letras sin fronteras

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